CAPÍTULO I
—Y cambiado de opinión. ¡No voy a vender después de todo!
Al decir esto, Cynthia vio el asombro reflejado en el rostro de su abogado, así como una mezcla de sorpresa y burla en el de Robert Shelford. Comprendió, entonces, que estaba haciendo el papel de tonta.
Tenía que vender, por supuesto que debía hacerlo.
—Es que, señorita Morrow...— empezó el señor Dallas para ser interrumpido en el acto por Robert Shelford.
—Si la señorita Morrow no quiere vender Birch Vale— dijo con cortesía puedo comprenderlo muy bien. Es tal mi deseo de adquirir ese lugar, que entiendo la resistencia de su dueña a desprenderse de él.
Cynthia lo miró con fijeza. Por alguna razón, en lugar de sentirse agradecida por su defensa, se sintió ofendida. ¿Qué derecho tenía él, se preguntaba, para desear Birch Vale con tal intensidad como decía? ¿Por qué deseaba adquirirlo, después de todo?
Era de ella... sólo de ella. Por un momento encaró a los dos miembros con gesto desafiante como si se estuviera defendiendo de ellos. Pero, poco a poco, fue perdiendo las fuerzas para luchar. Se sintió vencida y vacía.
¿Qué sentido tenía aquello? La venta de Birch Vale era inevitable. Si no lo vendía a Robert Shelford, sería a otra persona, a la que, tal vez, la casa no le interesara tanto. También sería posible que alguien la comprara con el solo objeto de convertirlo en fraccionamiento residencial o algún otro proyecto igual de horrible.
Y, sin embargo, Cynthia sabía que en parte su desafío y aquel grito impulsivo que había roto la tranquila formalidad de la conferencia, se debían al hecho de que Robert Shelford deseaba Birch Vale.
Era como ver a la persona amada inclinándose al amor que le ofrecía un tercero. La comparación era tan adecuada, que le produjo un intenso dolor.
Hacía un mes sabía que debía vender Birch Vale. Lo supo al volver a Inglaterra y descubrir, según la explicación que le dieron los abogados, las condiciones caóticas en que su padre había dejado sus asuntos.
Fue cuando comprendió que había perdido Birch Vale y que la venta no debía sorprenderla.
—Tiene usted mucha suerte, señorita Morrow— le había dicho el señor Dallas—. ¡Mucha suerte! El señor Shelford oyó hablar de Birch Vale cuando estaba en el extranjero y se preguntó si habría alguna oportunidad de comprar la propiedad. En cuanto advertí lo interesado que estaba, juzgué que representaba una suerte para usted, señorita Morrow. Nosotros siempre nos hemos preocupado por usted... mis socios y yo. Lamentamos mucho la... falta de previsión de su señor padre. Por eso opinamos que la oferta del señor Shelford es una gran ayuda para usted. Además, señorita Morrow, le recuerdo que se está ahorrando los honorarios de un agente de bienes raíces.
—Gracias, señor Dallas.
Cynthia no pudo decir nada más, aunque su corazón gritaba que era un sacrilegio vender Birch Vale. Sentía que constituía una traición contra sí misma y contra las tradiciones de su familia y, sin embargo, ¿qué importaba? ¿Qué importancia tenía ahora que Peter y ella?...
Había tratado de no recordar a... Peter y Birch Vale, hasta que el inevitable día de visitar la casa llegó para verla y despedirse de ella.
Había pensado arreglar todo en Londres y no volver. Pero juzgó que era una actitud cobarde. Además, el abogado había insistido diciendo que Robert Shelford deseaba conocerla, y quería hacerle preguntas sobre la casa.
Cynthia asumió que tendría que conocer a Robert Shelford y hablar con él. Conversaría con el hombre que le estaba quitando lo único que le había brindado la sensación de seguridad, la única cosa que había amado realmente en su vida... además de Peter.
En verdad Birch Vale y Peter eran indivisibles... uno era parte del otro. Lo comprendió esa mañana cuando al cruzar las rejas de entrada reconoció el sendero serpenteante tan familiar a ella, bajo la gran avenida de robles. ¡Cuánto amaba a Birch Vale!
Durante su permanencia en el extranjero esos tres últimos años, había soñado con Birch Vale casi todas las noches. Soñaba con su casa aun en los sueños atormentados, cuando empapaba la almohada con las lágrimas derramadas por Peter.
¿Cómo podría habitar allí de nuevo, se preguntaba entonces, a menos que él estuviera a su lado?
Y, sin embargo, seguía soñando... con los cisnes deslizándose sobre la superficie plateada del lago, en la gran escalera con sus leopardos heráldicos sobre los remates de la baranda, la dulce fragancia de los amplios roperos; la impresionante magnificencia del salón para banquetes; la galería de los cuadros donde los retratos de sus ancestros miraban con solemnidad, mientras ellos bailaban.
—Me encanta tenerte en mis brazos— le había dicho Peter en una ocasión—. Detesto pensar que puedes bailar con alguien más. No está bien que lo hagas, teniendo en cuenta que me perteneces.
En ese momento habían dejado de bailar para quedarse inmóviles. Permanecieron contemplándose a los ojos largo rato y entonces sus labios se habían encontrado.
—Te quiero— había susurrado Cynthia cuando por fin se separaron. El la oprimió en sus brazos.
—Es extraordinario, ¿verdad?, el que nos hayamos conocido por tanto tiempo, sin saber que nos amábamos de este modo. Supongo que éramos demasiado jóvenes para comprender lo que significaba el amor.
Peter lo había expresado con tanta seriedad, que Cynthia se había reído.
—Ahora no somos muy viejos, que digamos. Déjame ver... tú cumplirás veintiún años el mes próximo y yo cumpliré diecinueve-en enero.
—Al menos tenemos suficiente edad para saber lo que queremos— había afirmado Peter, con tanta vehemencia que, instintivamente, Cynthia se había aferrado más a él—. ¿Qué sabe toda esa gente que nos critica porque somos parientes? No podemos evitar amarnos más de lo que podemos evitar ser primos hermanos.
—¡Olvida a todos esos tontos!
La música del gramófono se hacía más rápida y ellos habían empezado a bailar de nuevo, girando con alocada precipitación, con juvenil entusiasmo. ¡Oh, Peter! ¡Peter! ¿Cómo podía siquiera pensar en Birch Vale sin recordarlo? Recuerdos de varios años atrás se precipitaron en su mente.
Peter despertándola muy temprano una mañana de otoño, para ir al bosque... Peter llorando porque su perro había sido atropellado... Peter volviendo de la escuela para decirte que Hodgson, su mejor amigo, detestaba a las niñas. ¡Cómo le había dolido eso! Deslizándose hacia el asiento que había junto a la ventana de la biblioteca, había llorado a solas... y, sin embargo, ese asiento tenía para ella los más dulces recuerdos.
Había sido ahí, en el escondite que ofrecían las viejas cortinas de brocado, que Peter le había pedido que se casara con él, cuando él ya cumplía los veintiún años ¡Como si hubiera tenido que preguntárselo... como si pudiera dudar un momento de cuál sería su respuesta! Ella lo había amado siempre, desde que eran niños, mientras crecían juntos, en la misma casa, con los mismos padres, porque los de Peter habían muerto.
«¡Peter...!» Cada ladrillo, cada piedra, cada rincón de Birch Vale parecía gritar su nombre.
¿Acaso se liberaría alguna vez de la desolación y la angustia? ¿Por qué tratar de escapar, entonces?
Era inútil. Había tratado de hacerlo durante la guerra, lo mismo que al terminar las hostilidades se había ofrecido de voluntaria para la India. Ahora las largas y abrumadoras horas de trabajo, como enfermera, le parecían una lejana pesadilla.
Apenas si podía recordar a las personas con las que había trabajado, los pacientes a los que había atendido; sólo Birch Vale le había parecido real. Birch Vale y Peter… a quien no volvería a ver nunca...
Ella había recibido una condecoración por el trabajo realizado, sin embargo le significaba tan poco que se sorprendía de las felicitaciones que le expresaba la gente.
Se había ofrecido como voluntaria para nuevos servicios, para un trabajo aún más extenuante y resintió con amargura que su cuerpo se rebelara.
Había sufrido un colapso por agotamiento, siendo enviada a Inglaterra y dada de baja. ¡Ella, que hubiera dado cualquier cosa por no regresar a su país!
Mientras recuperaba poco a poco la salud, fue comprendiendo que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la realidad y a Birch Vale.
La muerte de su padre significó tan poco para ella que se sintió avergonzada de reaccionar con tanta indiferencia.
Pero el Coronel Morrow no había sido otra cosa que una autoridad sombría en su vida. Y había sido él quien le había impedido realizar el sueño de su vida y, al comenzar la guerra, había convencido a Peter de ser demasiado jóvenes para casarse.
Cynthia había pensado que jamás perdonaría a su padre por hacerle tal cosa; sin embargo, comprendió que ni siquiera podía odiarlo. No era lo bastante importante para eso.
Su madre habría comprendido, pensaba ella. Si su madre hubiera vivido, tal vez las cosas hubieran sido muy diferentes; pero había muerto antes que Cynthia le confiara su amor por Peter.
Al morir su madre, Cynthia comprendió que su padre nunca sería más que un desconocido para ella. Sintió que su posición era muy similar a la de Peter.
Él era un huérfano y ella era huérfana de afectos. Su padre había deseado un varón y jamás le perdonó haber nacido mujer. Su madre estuvo enferma por tanto tiempo que se había convertido sólo en una voz dulce y gentil, emitida desde una enorme cama.
Eso dejaba sólo a Peter y ella no pedía a nadie más, porque Peter era todo lo que necesitaba... padre, madre, hermano, hermana y, después, enamorado.
Peter sonriéndole con ternura. Peter, consolándola cuando se lastimaba... Peter, participando en sus juegos infantiles y Peter, finalmente, amándola tanto, brindándole la embriagante sensación de sus brazos, el tacto de sus manos, la suavidad de sus labios en su boca.
—!Oh, Peter! Peter... ¿sería posible que el pasado la persiguiera, implacable, aun después de ocho años?
—Si la señorita Morrow no quiere vender Birch Vale, lo comprendo muy bien.
Robert Shelford había dicho eso y Cynthia lo había odiado por ello.
¿Qué podía comprender este apuesto joven pelirrojo, de aspecto elegante, que parecía tomar a risa todo lo que sucedía?
Lo había odiado a primera vista cuando salió a la terraza atravesando el ventanal abierto del salón, con el señor Dallas caminando alegremente a su lado. Recorría la casa con un aire de autoridad como si Birch Vale ya fuera suyo.
Sí, odiaba a Robert Shelford desde el principio, a pesar de que alabara la casa y asegurara que deseaba comprarla. Lo odió aún más cuando prometió que la restauraría a su antigua gloría.
¿Qué sabía él cómo se verían! ¿Os jardines cuando los desyerbaran, cuando los prados recuperaran su aterciopelado verdor, destruido por el paso de tanques y camiones del ejército, durante la guerra?
Cynthia había visto el daño que la casa había sufrid, las chimeneas rotas, las paredes descascaradas, las duelas levantadas y los vidrios faltantes de varias ventanas; pero, de algún modo, eso no importaba. Para ella Birch Vale siempre sería hermosa. Pero que este desconocido, para quien Birch Vale no podía significar nada, hablara de redecorar la casa, y lo hiciera con gentileza, casi con ternura, era más de lo que ella podía soportar.
Por eso estallaron de sus labios las palabras de rebeldía expresando su íntimo deseo de no vender Birch Vale, a pesar de los documentos ya listos para la operación de venta.
De pronto, sintiéndose turbada ante su propia actitud, Cynthia se incorporó; se puso de espalda a la mesa y permaneció contemplando el paisaje que se divisaba desde la ventana que daba al parque.
El Balón quedó en silencio detrás de ella e intuyó que Robert Shelford estaba acallando al señor Dallas con un gesto.
Eso también la enfureció. ¿Qué derecho tenía él a interferir? Si Dallas quería hablar, protestar, que lo hiciera. Cynthia se volvió con brusquedad.
—He pensado mejor las cosas— dijo con voz aguda—. Venderé Birch Vale, pero no la Casa Dower. La Casa Dower seguirá siendo de mi propiedad y viviré en ella.
Vio al señor Dallas lanzar un profundo suspiro y entonces comprendió que éste estaba calculando a toda prisa, cuánto tendría que reducirse el precio que se había acordado para la venta de la propiedad total.
Robert Shelford se concretó a sonreírle,
—Estoy de acuerdo— dijo—, y… deje de hacer cálculos, Dallas. Eso no altera el precio convenido.
—¿No, señor Shelford?— preguntó el señor Dallas con ojos muy abiertos.
—No, señor— contestó Robert Shelford—. Mi oferta era por Birch Vale. Si la señorita Morrow desea quedarse con la casa Dower, encantado de que lo haga.
—Pero... eso es ridículo!— protestó Cynthia, volviendo hacia la mesa para sentarse de nuevo—. No puedo aceptar su caridad, señor Shelford.
—No se trata de caridad. La Casa Dower es encantadora, pero no es Birch Vale. Es Birch Vale lo que yo deseo comprar y por lo que hice esa oferta. No hay ninguna necesidad de alterar todos estos papeles. Firmémoslos ahora, tal como están. Y entonces permítame, señorita Morrow, hacerle como regalo incondicional la casa y los jardines conocidos como la Casa Dower.
—Pero, ¿por qué?
A través de la mesa sus ojos se encontraron. Por un momento a Cynthia le pareció que la expresión burlona de sus oscuros ojos se transformaba. El no dijo nada, pero ella se sintió perturbada de manera extraña.
—Usted me está dando Birch Vale— contestó él—, que es lo que deseo. Cynthia sintió que su corazón daba un vuelco repentino ¡No. Él tenía razón... y estaba poniendo las cosas en su perspectiva correcta.
—¿Usted considera práctica la sugerencia, señor Dallas?—preguntó Cynthia, volviéndose resuelta hacia el abogado.
El pequeño abogado observó con mucho cuidado a ambos.
—Creo que es muy generoso de parte del señor Shelford... mucho— dijo—. Y como mi oficina actúa en su nombre, me gustaría expresar la gratitud de usted.
Cynthia pensó, divertida, que el abogado opinaría que debía hacerlo ella. Bueno, no importaba. La Casa Dower estaba en el extremo más lejano del parque. Si ella vivía ahí, no era muy probable que se encontrara a Robert.
Comprendió, de pronto, que esa era su única oportunidad de hallar un poco de paz. Dejaría, por fin, de huir de los recuerdos y de la realidad.
Había llegado el momento en que debía ser fuerte, para no volverse loca.
Convertiría la Casa Dower en un hogar. Trataría, en la paz y la quietud de sus muros, de surgir como el ave fénix de las cenizas de su propia juventud. De algún modo, Robert Shelford había logrado tomar por ella la decisión de lo que debía hacer.
Lo miró, advirtiendo que la había estado observando... esperando. Estaba inmóvil y, sin embargo, revelaba virilidad. Ella pensó que nunca en su vida había conocido a alguien que mostrara tanta vitalidad, como si fuera impulsado por una fuente inagotable de energía.
—Gracias, señor Shelford— dijo ella con voz tranquila—. Acepto su regalo. Sólo espero que no se arrepienta de su generosidad.
—¿Por qué lo haría?— preguntó Robert Shelford—. Además hay otra cuestión, Me gustaría mucho comprar los muebles de Birch Vale.
—Todos están almacenados y creo que algunos se han deteriorado. El señor Dallas tiene un inventario y puede usted hacer los arreglos de compra con él. Lo único que no está ahí son los cuadros. Que tengo en una bóveda en el banco. No me gustaría venderlos.
—!Por supuesto que no!
El señor Dallas se hizo cargo de tales asuntos desde ese momento. Los documentos necesarios fueron firmados y al concluir la transacción, Robert Shelford se ofreció para llevar a Cynthia a Londres en su automóvil; pero ella no aceptó. Al despedirse de él, surgió de nuevo su antagonismo hacia él. Resentía su tremenda vitalidad. Y había algo, también, en la combinación del cabello rojo y ojos oscuros, que le daba un aspecto muy poco inglés... ¿O podría decirse poco moderno?
«Desconfío de los hombres guapos», se dijo Cynthia.
Pero no era su apostura lo que la hacía detestarlo. Era algo más, magnético e inquietante.
Ella decidió visitar la Casa Dower antes de volver a Londres y así lo manifestó al despedirse de ambos hombres.
Mientras caminaba en dirección de su nuevo hogar, escuchó el ruido de un automóvil a sus espaldas. Instintivamente se detuvo y se hizo a un lado, porque el camino era angosto.
Un gran Rolls Royce verde pasó a toda velocidad. Lo conducía Robert Shelford. Al pasar junto a ella, levantó su sombrero a modo de saludo. Cynthia tuvo una leve impresión de su sonrisa y sus ojos, pero un momento después había desaparecido. «!Lo odio! ¡Lo detesto!».