Los festejos por tan importante evento rápidamente se llevaron a cabo en la casa Olazabal. Los padres de Camila, quienes estaban al tanto de que esa propuesta se llevaría a cabo en el transcurso de la tarde, ya tenían lista una cena completa para todos los integrantes de ambas familias.
—Mañana mismo iremos a buscar las telas del vestido. Seguro nuestra Camila se verá preciosa — dijo demasiada feliz la mujer mayor, acariciando con suavidad la mano de su hija que parecía fastidiada por tener que ir a seleccionar aquellas cosas que no le causaban ningún interés.
Juan Pedro simplemente pudo sonreír embobado, feliz por ver, de una buena vez, aquel anillo en la delicada mano de su prometida. Mierda, se le había inflado el pecho solo de pensar poder llamarla así.
—Quiero que la boda sea lo antes posible — aseguró el hombre sin dejar de mirar a Camila —. Por supuesto se hará en la iglesia principal y la recepción será en mi casa — aclaró con autoridad.
La pareja Olazabal solo pudo asentir mientras que Camila escondía su sonrisa detrás de la copa de vino, realmente le alegraba aquello ya que eso implicaba que él estaría al mando de todo y ella podría seguir dedicando sus horas a la escritura.
Al finalizar la cena Juan y Mercedes se despidieron, no sin que antes el hombre le susurrara a Camila que mandaría a alguien a buscarla, ya que ni loco dejaría pasar el festejo íntimo que ambos se merecían. La castaña sonrió un poco sonrojada, pero asintió a modo de respuesta.
Eran las once de la noche y sus padres ya descansaban en su habitación, confiados que su hija hacía lo mismo en la propia. Jamás sospecharon que ella estaba montada en un carruaje que la llevaba unas calles arriba, a la casa de su prometido. ¡Dios, no lo podía creer! ¡Se casaría con Juan Pedro Rodríguez! Y el solo pensarlo ya le había acelerado el corazón.
Llegó envuelta en la oscuridad y refugiada por la soledad de la noche. Bajó sintiendo la urgencia de estar por fin entre sus brazos y subió las escaleras casi corriendo. No pudo golpear en la habitación de Juan porque la puerta se abrió antes y él simplemente tiró de ella para encerrarlos a ambos en ese ambiente íntimo donde solo existían ellos.
—Te extrañé tanto — susurró Juan contra sus labios, sin apartarlos de los de ella.
—Nos vimos en la cena, no sé si lo recordás — respondió divertida.
—Pero no te pude besar como quería— murmuró comenzando a bajar por su cuello al mismo tiempo que sus manos trabajaban sobre el vestido —. No pude tenerte como a mí me gusta.
—Bueno, ahora, prometido mío— dijo haciendo que él detuviera sus caricias y la contemplaba con ese brillo de felicidad que le hacía sentir el pecho a punto de explotar —, tiene mi permiso para hacer a su gusto — aseguró sonriente, logrando que él quedara hipnotizado unos instantes antes de volver a comerle los labios con demasiadas ganas, con demasiadas cosas mezclándose maravillosamente en su pecho.
—Te amo, princesa— susurró en cuanto pudo desvestirla por completo y acostarla sobre su cama.
—Yo también te amo — respondió y gimió al sentir como él la comenzaba a llenar.
Juan se movió con lentitud, tomándose el tiempo necesario para alargar aquella exquisita experiencia. No quería apresurarse, quería recordar cada detalle, cada gesto, cada ruidito, que Camila hacía mientras él la ayudaba a llegar al cielo. Se sintió extasiado en cuanto sintió los dientes de ella apretar suavemente la piel de su cuello, cuando notó que ese pequeño dolor lo elevó un poco más, dejándolo al borde del orgasmo, a punto de alcanzarlo.
En cuanto Camila percibió los cálidos labios de él envolver su pezón se dejó ir. Eso había sido el último empujoncito que necesitaba para llegar al placer total, a desconectar su mente y dejarse arrastrar por el placer. Sin quererlo apretó de una manera deliciosa al hombre que se dejó llevar en igual dirección, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo al poder disfrutar de aquella preciosa mujer de esa forma tan íntima, tan profunda.
Recuperados ambos del orgasmo, Juan se giró, dejándola sobre su cuerpo, arropándola con cuidado para que no tomara frío en su delicada espalda.
—¿Por qué siempre me ponés arriba tuyo? — preguntó acomodándose mejor en el pecho de Juan.
—¿Te molesta?.
—Para nada. Solo me da curiosidad.
—Me gusta sentir tu peso, saber que estás acá, conmigo. Es como si ahora entendiera qué es lo que me faltaba durante todos estos años.
—Eso es muy romántico— dijo con cierto tonito de burla mientras lo volvía a mirar a los ojos, apoyando su pequeña barbilla en el pecho de Juan.
—Soy todo un romántico— rebatió sonriendo de esa forma arrolladora —. No te pregunté, ¿pero qué hacía Villoldo saliendo de tu casa hace unos días atrás? — intentó parecer casual, intentó pero lo hizo muy mal. Camila sonrió divertida al ver su mala actuación.
—¿Celos?.
—Por supuesto — respondió demasiado rápido, demasiado seguro.
Camila le robó un pequeño besito y volvió a su posición.
—Vino a pedir que tenga cuidado con mis publicaciones— Juan frunció el entrecejo. ¿Y qué carajos hacía un imbécil como Villoldo preocupándose por lo que ella publicaba?. No, lo estaba evaluando mal. ¡¿Cómo mierda sabía que ella escribía?!.
—¿Qué sabe él? — preguntó con bastante mal humor.
—No te enojes. Omar le tuvo que decir que yo era quien escribía en el diario porque las voces que se corrían eran que Esther lo hacía. Mauricio me pidió intentar dejar en claro que no es ella, que soy otra persona la encargada de redactar aquellas columnas que, al parecer, desagradan a ciertos refinados hombres de sensibilidad bastante susceptible.
—Para, Camila — masculló incorporándose y obligándola a ella a hacer lo mismo —.¿Por qué Omar reveló aquello?¿Qué mierda dicen los inútiles de estos caballeros que nombrás?¿Y quién carajos se cree Villoldo para venir a exigir que vos te expongas? — cuestionó sin pausas con la ira subiendo a su cabeza.
—Tranquilo — susurró peinándole el cabello—. Omar le dijo porque era su hermana quien estaba siendo juzgada, quien, te recuerdo, es mi querida amiga. Por supuesto que él la defendió pero, al parecer, varios caballeros dicen que debe ser ella quien escribe en el boletín ya que es la hermana del dueño y director. Solo Mauricio lo sabe y juró no decir una palabra a nadie — aseguró mirándolo directo a sus oscuros ojos —. Lo que dicen esos hombres poco me importa, seguro que alguna noticia te llegará en poco tiempo — explicó—. Y yo creo que Mauricio está interesado en Esther, aunque no lo ha puesto en palabras, pero su actitud lo dice todo.
—¿Por qué le decís Mauricio al imbécil?¿Acaso son tan cercanos?.
Camila no pudo evitar reír. Es que el imponente, poderoso e implacable Juan Pedro Rodríguez, estaba montando una escena de celos justo allí, frente a sus ojos.
—Nos llevamos bien, no voy a mentir, pero si te molesta le digo señor Mauricio — contestó divertida.
—Señor Villoldo. O mejor, no lo nombres — murmuró con mal humor.
—Oye, estoy acá con vos. No te enojes por tonterías sin sentido — susurró obligándolo a mirarla.
—No me gusta que esté cerca, todos sabemos sus intenciones para con vos.
—Era un rumor que nunca se cumplió, como otros tantos. De todas maneras, ¿qué importa ya? El anillo que tengo en mi dedo no me lo dio él, me lo diste vos. Con vos me voy a casar.
—Y espero que sea pronto — aseguró atrayéndola a sus labios.
La necesitaba como se requiere del aire. Ella había pasado a ser el centro de su mundo, el motor que lo impulsaba a ir más allá, ese objetivo que quería alcanzar con desesperación porque, sabía, que en cuanto lo tuviese, en cuanto ya pudieran vivir bajo el mismo techo, todo se acomodaría de una forma maravillosa.
---------------------
La tarde estaba soleada y el calor de la primavera ya se había instalado con fuerza. Juan ingresó a ese salón repleto de hombres que se autonombraban caballeros, aunque a varios de ellos el título les quedará demasiado grande. Estudió detenidamente a cada uno hasta que sus ojos encontraron a Villoldo al final de aquel espacio, en una actitud muy similar a la que él tenía. A paso lento, y recibiendo las distintas felicitaciones por su compromiso, llegó hasta donde aquel hombre de cabello extraño se encontraba.
—Villoldo — saludó.
—Rodríguez— devolvió —. Felicitaciones por su compromiso.
—Gracias. Espero que, ahora que sabe de esto, mantenga su presencia lejos de mi prometida — sentenció con aplomo.
Mauricio lo evaluó unos instantes antes de dedicarle una sonrisa torcida.
—La señorita Olazabal no debe ponerse muy feliz de saberse limitada en sus relaciones por un hombre. Tengo entendido que es bastante rebelde respecto a ciertas normas.
—Mi prometida — dijo remarcando aquello— es una mujer que puede relacionarse con quien desee, jamás la limitaría en ello. Solo digo que usted, y sus exigencias fuera de lugar, no tendrían que volver a estar cerca de ella.
—Esther es quien es señalada — susurró Villoldo poniéndose realmente tenso y apuntándole con su dedo, casi tocando el pecho de Juan —. Camila escribe esas columnas y es Esther quien afronta las consecuencias— aseguró clavando sus ojos verdes en los de Juan Pedro.
—¿Cuáles consecuencias?.
—Ja, supuse que no sabía nada. Al parecer su posición lo aleja demasiado de la realidad — respondió con enfado —. Las señoras hablan de ella a su espalda, las muchachas no quieren relacionarse con Esther y ni hablar de los caballeros que le exigen a su padre mantenerla con la boca callada — explicó en susurró Mauricio—. Los dichos que su prometida— reforzó el posesivo — deja en cada entrega están haciendo enfadar a varios hombres, y no es la señorita Olazabal quien los enfrenta, no, es Esther quien lo hace.
—Escúcheme, señor — respondió acercándose demasiado a Mauricio, con su cuerpo en completa tensión por la ira que lo recorría —. Si una sola persona en Mendoza se llega a enterar que es Camila quien escribe, yo mismo me encargaré de destruirlo a usted y toda su familia — amenazó con ese peligroso brillo bailando en sus ojos —. Yo atenderé la situación y, juro por mi vida, que Esther tendrá su imagen limpia cuanto antes.
—Eso espero — respondió Mauricio sin apartarle la mirada.
Finalmente ambos se despidieron, dejando esa tensión creciente entre ellos, permitiendo que las palabras no dichas se filtraran en sus últimas miradas antes de separarse.
Ni bien Villoldo se fue, varios caballeros se acercaron a Juan Pedro.
—Ese muchacho va a terminar mal si sigue tan interesado en la señorita Acuña — murmuró Gallardo, un hombre que rondaba los cincuenta y tenía más amantes que criados.
—¿Por qué lo dice?— cuestionó Juan.
—La señorita Acuña, al parecer, escribe esas extrañas columnas en el boletín de su hermano, provocando que los peones, los pocos que saben leer, se pongan inquietos y pidan condiciones que no tienen sentido. Esa muchacha no tiene idea de nada y se ha creído demasiado para opinar sobre cosas de hombre, debería dedicarse al bordado y el té de la tarde en vez de jugar a ser escritora.
—¿No le gustan esas ideas que se exponen en el boletín, señor Gallardo? — preguntó pareciendo indiferente, pero sosteniendo esa mirada de autoridad que jamás lo abandonaba cuando se presentaba en público.
—No creo que sirvan de mucho. Tampoco creo que llegue muy lejos, en cuanto alguien despose a la muchacha se acabaron los juegos. Creo que, por ahora, debemos soportar estas ideas de poco valor. De todas maneras no soy solo yo, varios caballeros y damas de las mejores familias juzgan de imprudentes las palabras que se vuelcan en el periódico y, por eso mismo, están exigiendo al señor Omar que acabe con dichas publicaciones.
—¿Y cree que lo hará?
—Nadie sabe con ese muchacho — explicó palmeándole el hombro con cansancio —, pero si no lo hace varios han pensado acudir al mismísimo Gobernador con tal de que él le obligue a dar la identidad de su empleado y terminar con aquellas escandalosas publicaciones de una buena vez.
Mierda que eso lo puso nervioso. Si Camila era expuesta así no sabría qué podría pasar. Tal vez no era nada grave o tal vez pidieran su encarcelamiento. Dios, esperaba que no, que esto solo fuese una situación pasajera que no cobraría demasiada fuerza y terminaría en el olvido, aunque debía admitir que si aquellos hombres lograban su cometido su preciosa Camila estaría en graves apuros, y él no iba a permitir que aquello sucediera.
—Señor Gallardo — llamó antes de que el hombre se retirara —, ¿quiénes son los que desean hablar con el gobernador? Tal vez pueda colaborarles en algo — aseguró demasiado serio.
—Oh, sería muy bueno. Además de mi están los señores Martínez, Corrías, Pescetti y Úbeda.
Mierda, Úbeda era de los poderosos, el resto solo unos tipejos más que se creían demasiado.
—Bien. Ya hablaré con ellos también— aseguró plantando una estudiada sonrisa —. Que descanse — saludó y dejó al hombre marcharse de una buena vez.
----------------
Debió contactar a Omar y forjar con él un buen plan que diera resultado. Juan estaba decidido a asegurar que aquella queja no avanzara, pero se negaba a preocupar demasiado a Camila. La muchacha se veía tan feliz en su rol de escritora que él no encontraba las palabras para explicarle lo que sucedía realmente ni tampoco permitía que Omar hablara del asunto. Lo que no esperó jamás que sucediera era que ella se enteraría por la hija de Martínez, Margarita, sobre aquel pedido.
—Es que, al parecer, están defendiendo cosas indefendibles. Esther ha sobrepasado cada uno de los límites y se ha burlado de nuestras costumbres — aseguró la muchacha—. No puede pretender decir todo aquello, oculta tras un seudónimo, y esperar que no haya consecuencias.
—¿Y qué piensan hacer? — cuestionó Manuela Gutiérrez.
—Van a exigirle al mismísimo gobernador que el señor Omar exponga a la muchacha y deje de publicar sus columnas. Ella deberá responder ante el señor gobernador por todo lo que ha causado. Es que no solo ha alterado a la peonada, sino que varias muchachas jóvenes están teniendo ideas extrañas — afirmó realmente impactada.
—¿Ideas extrañas? — cuestionó ofendida Camila —¿Acaso les resulta una idea extraña que una mujer quiera estudiar? — volvió a indagar poniéndose de pie en aquel elegante salón, dejándose expuesta ante la mirada curiosa de todas esas damas refinadas.
—Camila, eres amiga de Esther por eso las ideas de ella te…
—No — afirmó Camila —, no digas nada más. Ya he notado lo pequeño que resultó ser tu cerebro. Ah, perdón, tal vez no lo sepas. Las mujeres tenemos cerebro igual que los hombres— afirmó sin dejar de mirar a la señorita que la contemplaba totalmente impactada —, pero al parecer prefieres no usarlo — dijo antes de salir de aquel lugar.
Caminó por las calles con la mente demasiado metida en sus pensamientos, intentando comprender por qué todos señalaban a Esther, aunque era bastante lógico, pero su amiga tampoco le había dicho nada sobre las acusaciones que pendían sobre ella.
No supo en qué momento terminó frente a la enorme casa de los Acuña, asique, decidida e impulsiva, como siempre, caminó a la puerta y golpeó con fuerza.
La mirada de sorpresa de Omar la confundió, después de todo ella iba seguido a aquella casa asique no veía el porqué de aquella expresión en su jefe y amigo, pero, principalmente, la confundió que Juan Pedro estuviese allí.
—¿Juan? — preguntó bajito, mirando directo hacia su prometido que la contemplaba incómodo —. ¿Qué haces aquí?
Que Juan desviara su mirada solo era una mala señal, ya que ese hombre jamás lo hacía salvo cuando era culpable de haber hecho algo que a ella la enfureciera de verdad.