Capítulo 1

1256 Words
No podía despegar la mirada de aquella jovencita que estaba al final del salón, rodeada de hombres y mujeres mayores que hablaban animadamente mientras ella parecía aburrirse mortalmente. Sonrió detrás de su copa antes de volver su atención a la joven que había comenzado a contarle algo sobre flores y aromas que para nada le interesaban. Juan Pedro era uno de los hombres con mayor poder y dinero de la región cuyana. Se había hecho cargo de los negocios de la familia a los quince años, cuando era demasiado joven pero la muerte de su padre lo obligó a aguantar las lágrimas y tomar las riendas de la casa y los negocios. Aprendió rápido, ayudado por el siempre amable Domingo Ocampo. Forjó una fuerte amistad con la única hija de aquel caballero, al pasar interminables horas juntos aprendiendo sobre comercio y transacciones, sobre beneficios y pérdidas, pero principalmente, cómo hacer crecer las propiedades y ganancias de tal manera que los terminó ubicando como dos de las familias más importantes de la región. Solos eran fuertes, juntos eran invencibles. Lamentablemente el deseo de su madre, de que desposara a aquella jovencita por la que no sentía más que un profundo amor fraternal, se vio coartado en cuanto él había comunicado su deseo de viajar a Europa y fortalecer su lazo con los vendedores de telas de aquellas zonas. Juan Pedro estaba decidido a exportar las piezas más finas provenientes de India y Medio Oriente, haciéndolas llegar al puerto de Valparaíso para después transportarlas a Mendoza. Junto con dichos productos importaría especias imposibles de conseguir en Argentina. Todo estaba perfectamente planeado en la vida del joven. —Juan Pedro, querido — dijo la señora Martínez a su derecha,  sacándolo de sus pensamientos —. Te presento a mi hija Margarita — Y una jovencita de cabellos rubios y ojos negros se asomó con fingida timidez. Juan la evaluó unos minutos y luego forzó esa estudiada sonrisa en el rostro, justo antes de tomar suavemente la mano de la muchacha y dejar un beso en el dorso de la misma. —Es un placer, señorita Margarita — dijo mirándola directamente a los ojos —. Es usted una jovencita muy hermosa — agregó volviendo a erguirse en toda su imponente altura.  —Oh, señor Rodríguez — respondió la joven con estudiada actitud —. Es usted muy amable — finalizó abanicándose. Él sonrió satisfecho y no pudo evitar volver a clavar su mirada en aquella joven, de cabello castaño y baja altura, que seguía con esa expresión apática y malhumorada. Una señora mayor que ella, supuso que la madre de la muchacha, la regañaba en voz baja, escondiendo su expresión detrás del abanico que las damas de buena cuna usaban para espantar el calor en aquellas calurosas noches mendocinas de verano.  —¿Quién es aquella señorita? — preguntó con disimulo Juan Pedro al joven que estaba a su lado.  —Camila Olazabal — respondió el caballero —. Se dice que ha rechazado a todos y cada uno de los caballeros que se acercó a pedirle una pieza de baile. Salvo por los amigos de su padre, al parecer no acepta a nadie más — explicó haciendo que Juan extendiera aún más su sonrisa y aquella curiosidad le pinchara el costado. Camila era una niña acomodada de la sociedad mendocina, no tan adinerada como su buena amiga Sofía, pero sí en mejor posición que su otra compañera, Esther. La muchacha, acostumbrada a vestir las mejores prendas y a una educación rigurosa, plantó su bandera de rebeldía a sus dieciséis años, cuando su madre, la reconocida señora Manuela Aguirre, casi logra imponer un matrimonio con un caballero que le triplicaba en edad e ingresos. Camila, ofendida hasta la médula por sentirse un objeto a ser rematado, logró espantar al señor en cuestión. ---------------- Al fin volvería a ver a su querida amiga. Sabía, por la correspondencia que habían intercambiado, que no estaba pasando por un buen momento, además su padre estaba demasiado enfermo y su primo era un imbécil con aires de superioridad. En cuanto se reencontraron él pudo percibir aquella aura de tristeza y rendición que envolvía a su amiga. Era extraño verla así, cuando en realidad ella siempre fue tan valiente, pero allí la tenía, casi resignada a un futuro miserable. Suspiró profundo antes de partir y dejarla sola en su enorme casa. Ella rechazó de plano su propuesta para sortear la situación en la que estaba, pero tal vez con Anselmo podrían convencerla de lo contrario. Cuando la idea de aquel viaje a Córdoba llegó no dudó un segundo en pedirle que lo acompañara. Necesitaba sacar a Mercedes de la estúpida situación en la que su tía la había metido. No entendía como la mujer había tomado la decisión de prometer la mano de su única hija a aquel sujeto horrible y demasiado viejo. ¡Claro que no iba a aceptar aquella infamia! Asique no dudó en subirse a su carruaje y partir a su provincia natal, dispuesto a deshacer aquel arreglo a como diera lugar. ¿Qué iba a extrañar de Mendoza en su corto viaje? Por alguna razón la amiga de su amiga se le vino a la mente. Adoraba verla enojada, con sus mejillas sonrojadas por la ira y el cabello revuelto luego de terminar una acalorada discusión. ¡Dios, podría hacerlo toda la vida! No, esperen. ¿Qué acababa de imaginar? Él no se iba a echar la soga al cuello de aquella forma. Sacudió la cabeza, despejando esa estupidez de su mente y volviendo a la realidad del camino que se extendía frente a él.  Córdoba siempre lo recibía como si se tratase de un rey. Lejos estaba él de ser parte de la nobleza, pero sus campos eran los más grandes de la provincia como también los que mejores productos daban. Las cabezas de ganado las contaba de a miles y el cuero que obtenía era de uno de los mejores del país. Amaba Córdoba, pero prefería la tranquilidad de Mendoza, aunque debía aceptar que la provincia cuyana no estaba tan desarrollada como aquella del centro del país.  —¡Juan Pedro! — exclamó Mercedes lanzándose a sus brazos. Esa niña lo traía loco desde niños. No, no era amor romántico, se trataba de que ella le compraba la voluntad con sus gestos de niña buena y su eterna preocupación por el bienestar de su primo mayor. Él la adoraba y cuidaba como a una hermana pequeña, esa que perdió hace demasiados años pero que su recuerdo aún le dolía en el alma. —¿Cómo has estado, Mercedes? — preguntó con la pequeña entre sus brazos —. Mi tía te ha dado un buen dolor de cabeza, ¿eh? — dijo con ese tonito de burla y regaño.  La jovencita se despegó del cuerpo de su primo para asentir con ganas mientras hacía un tierno puchero.  —Ofreció mi mano a ese hombre horrible— masculló con demasiada tristeza. Detrás de su prima una mujer se asomó. A Mercedes le tomó tiempo reconocerla, estaba demasiado delgada y su semblante había perdido energía, pero recordaba a Sofía de algún viaje a Mendoza, cuando ella era apenas una niña de cinco o seis años. Las mujeres se entendieron al momento. Mercedes le contagió algo de su buena energía a la decaída mendocina que ¡hasta se había mostrado entusiasmada de asistir a aquella fiesta! Él no tenía idea de cómo las cosas tomarían un rumbo inevitable luego de esa noche.
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