La extraña forma en la que su amiga le suplicó dejar aquella fiesta lo pusieron en alerta de inmediato. Sofía, siempre tan centrada, calculaba cada movimiento, cada palabra que decía, por lo tanto era extraño que se dejara influenciar tan fácilmente por alguna cosa que había sucedido en aquel lugar y del que Juan Pedro tenía una completa ignorancia.
—Espero que me cuentes todo — dijo acomodándose en la silla del carruaje que los llevaría a Mendoza.
Mercedes, sentada al lado de su primo, dormía profundamente, después de toda aquella pequeña no había descansado ya que apenas llegaron a su hogar juntaron unas cuantas prendas y partieron directo al vehículo que los transportaría hacia aquella hermosa provincia desértica.
—Yo… ¿te acordás la historia con Vicente? — Él torció el gesto.
Claro que recordaba aquella extraña relación de su mejor amiga con aquel peón que se marchó al otro lado del mundo dejando una promesa que difícilmente cumpliría.
—Sabés bien que nunca me gustó esa idea — sentenció tan serio como cada vez que algo se escapa del control de sus manos.
—Bueno. El que estaba acompañado por la dama francesa, era él.
Juan Pedro no dijo nada, solo apoyó su espalda contra el asiento y observó a su amiga. ¿Asique el hombre decidió volver, sin decir una palabra y acompañado de una hermosa mujer? Bien, ahora se estaba enojado.
—No serás tan infantil de…
—No — lo interrumpió —. Me impactó, sí, pero me quedó bien en claro qué debo hacer.
—¿Y por qué huimos entonces?— preguntó elevando una ceja. Sí, él se estaba burlando de su amiga.
—No puedo enfrentarlo así de fácil. Solo debo pensar antes de actuar y no iba a arriesgarme a que me busque en la casa de tu tía. No voy a ser tan patética de llorar, pero en este preciso momento tampoco puedo asegurar que podía actuar como debería.
—Sofía, bien sabés que jamás me gustó toda esta historia, pero si llego a saber que él te vuelve a hacer una propuesta estúpida, juro que personalmente lo buscaré para dejarle bien en claro…
—Juan — lo interrumpió colocando suavemente su mano en la rodilla —, dejemos esto para después y ahora descansemos.
El viaje fue lento debido a varias lluvias que azotaron una buena parte del este mendocino. Así y todo pudieron arribar antes del anochecer, agotados, sucios, pero aliviados de haber llegado a casa.
Juan Pedro continuó a su enorme casa junto con su pequeña prima. No pudo descansar demasiado ya que rápidamente corrió la noticia del delicado estado de Domingo. En cuanto pudo visitó a su amiga. Su sangre hirvió dentro de sus venas al escuchar la amenaza del imbécil de Carlos. Él ya no estaba dispuesto a escuchar tales idioteces de aquel despreciable sujeto, por lo que insistió sobre su idea del casamiento. Algo dentro de su pecho pinchó suavemente, trayendo a su cerebro, por una muy breve fracción de segundo, la imagen de cierta señorita refinada de carácter inmanejable e ideas demasiados altruistas. No, no debía pensar en eso ahora, solamente necesitaba sacar a su amiga de esa horrible situación en la que se encontraba y él tenía una posible, y muy buena, solución.
Casi le parte la cara al imbécil de Carlos al escuchar que se reía de su pedido, regocijándose con el posible infierno en el que viviría su prima por el resto de su vida. ¡Claro que él no iba a permitirlo! Seguro había algún hueco legal del que se pudiera agarrar. Por eso corrió directamente hacia el lugar donde, sabía, iba a encontrar al abogado de la familia Ocampo.
Jamás imaginó verla de camino hacia el estudio del doctor García. Camila caminaba despreocupada mientras colgaba del brazo de su padre. Bueno, no sería raro que él se acercara a saludar, después de todo hacía negocios regularmente con el señor Olazabal.
—Buenas tardes — dijo inclinándose levemente cuando estuvo enfrente del hombre y su hija.
—Señor Rodríguez — saludó el mayor. Camila simplemente se inclinó en una suave reverencia. Claro, ella no le llamaría "señor" tan fácilmente. Bien, eso lo estaba poniendo de mejor humor.
—Señorita — dijo observándola directo y obligándola a hablarle.
—Que gusto encontrarlo — Y su voz suave pero firme lo embelesó unos instantes. ¡Vaya que la había extrañado! Debió empujar aquello hacia el fondo de su ser, luego pensaría qué significaba todo eso.
—El gusto es mío. No todos los días puedo encontrar bellas muchachitas paseando por la ciudad.
—Seguro que en las fiestas encuentra por demás— murmuró la muchacha sin mirarlo. Su padre aclaró su garganta a modo de regaño e intentando desviar la atención de su hija.
—¿Va camino a algún sitio? — preguntó el anciano.
—Oh. Debo ir hasta el estudio del doctor García por un asunto con la señorita Ocampo — Y pudo notar cómo Camila ahora sí le prestaba atención. Dios, amaba que ella le prestara atención —. Pero me gustaría luego conversar unas cuestiones con usted — le dijo al anciano pero mirando de reojo a Camila.
—Venga a cenar esta noche a casa, así podremos estar cómodos — propuso el señor.
—Me encantaría — respondió inclinándose sin dejar de mirar, demasiado divertido, a Camila que rodó los ojos sin que su padre la viera.
—Muy bien. Lo esperamos esta noche — El anciano se mostraba más que feliz por lograr buenos tratos con aquel poderoso hombre, después de todo era innegable la importante posición de Rodríguez.
—Adiós, señorita. Espero verla en la cena — anunció, demasiado a gusto con el enfado de la muchacha.
—Al parecer allí nos veremos — respondió ella inclinándose antes de girar y continuar el paseo junto a su padre.
Camila realmente no sabía qué pensar respecto a ese hombre. Se notaba el claro gusto que tenía por hacerla enfadar, algo que resultaba realmente sencillo tratándose de él, ya que su solo existencia la disgustaba, pero la confundía ese trato fraternal, tan cariñoso y especial, que tenía con Sofía. No estaba celosa, eso era más que claro ya que jamás podría tener aquellos horribles sentimientos hacia su amiga, era… No podía descifrarlo. ¿Era anhelo porque alguien la cuidara de esa forma tan íntima? No lo sabía ni tampoco quería pensar demasiado en aquello.
—¿Te encuentras bien? — preguntó su padre. Camila lo analizó unos instantes.
Su padre era un hombre ya grande, con buena salud, gracias a Dios, pero nadie podía negar que estaba en el ocaso de su vida. Si bien a ella eso la traía sin cuidado hasta hace unos años, últimamente su madre, una mujer muchos años menor a su padre, insistía en que encontrara un buen marido, algo urgente a hacer antes de que su padre dejara este mundo.
Tomemos unos momentos para analizar la situación de Camila Olazabal, muchacha nacida en el seno de una acomodada familia mendocina que poseía un padre muy anciano quien trataba de darle todos y cada unos de sus pedidos, o caprichos si gustan decirle, junto a una madre bastante joven que fue obligada a casarse con un hombre al que no amaba pero le daría un cómodo pasar. ¿Y la mujer en cuestión qué quería? Su madre quería pintar, algo que aún realizaba hasta el día de la fecha. La muchacha notaba el amor de su madre por tal práctica y se cuestionaba a diario cuál sería aquello que despertara su chispa interior y le iluminara el rostro solo por hablar de ello, tal como le sucedía a su progenitora. Camila quería saber qué era aquello que la podría apasionar. Aún no encontraba respuesta a esa pregunta, aún no hallaba esa "cosa" que le encendería el alma y sería su motor cada día. Por ahora la escuelita le daba la satisfacción de hacer algo más por la sociedad, de aportar algo a las futuras generaciones, le hacía sentir que su vida iba más allá de té en la tarde, vestidos y fiestas. La hacía sentir útil, pero no le apasionaba.
—Sí — respondió fingiendo una sonrisa —. Solo pensaba en volver a casa así descansás antes de la cena — Su padre asintió y, a paso lento, volvieron al hogar que aguardaba por su hombre.
—Querido— dijo la esposa del anciano apenas atravesaron la puerta de ingreso —, el señor Ocampo no se encuentra bien — Se lamentó la mujer. Camila inspiró profundo. Asique eso era lo que Juan Pedro necesitaba hablar con aquel abogado.
—Oh, querida — dijo el hombre abrazándola cálidamente. Bueno, en realidad sus padres no se habían amado jamás, pero aprendieron a tener ese cariño necesario para llevar adelante una vida juntos. Viéndolo en perspectiva no parecía ser tan mala opción. Al menos su madre tenía la pasión por la pintura mientras que ella seguía estancada en una vida a la que no le hallaba sentido —. Iré a visitar la casa de los Ocampo. Mientras ustedes prepárense para la cena a la que asistirá el señor Rodríguez — Su mujer sonrió amplio, claro que esperaba que el señor se fijara en su hija. Camila, por su parte, rodó los ojos y giró sobre sus talones para ir a alistarse. Solo esperaba que el padre de su querida amiga no estuviera tan mal como para dejar a su hija sola en este mundo.
Mientras se cambiaba de vestido, pensó en la situación de Sofía. Ella conocía la verdadera cara de aquella fuerte mujer, sabía que trabajaba en el campo junto a los peones. No la juzgaba, en realidad la admiraba por ser tan valiente, pero así y todo se veía forzada a contraer matrimonio con algún caballero, sabiendo que seguramente no aceptaría aquel estilo de vida y finalmente terminaría sentenciada a vivir como cualquier jovencita de la alta sociedad. ¡Qué distinto era todo para Esther! El padre de ella, junto a su madre y tres hermanos, rompían todas y cada una de las normas impuestas por la sociedad pacata y aburrida en la que vivían. Esther contaba con un padre que se negaba a obligar a su única hija mujer a contraer matrimonio sólo para adquirir una herencia que se merecía por derecho. Sus hermanos, tres de los hombres más liberales y extraños que ella conocería jamás, habían propuesto aceptar la parte de la herencia de su hermana y luego, simplemente en papeles, serían los dueños de algunas tierras que en realidad regentearía su hermana menor. Esther parecía una muchacha tímida y tranquila, pero en realidad era inquieta y estaba muy interesada en la medicina, por lo tanto se pasaba interminables horas leyendo y aprendiendo sobre aquello aunque cada médico de la ciudad se oponía a tal idea. A Esther poco le interesaba y se dedicaba a aprender por sus propios medios aquella importante profesión. Sus hermanos le conseguían los mejores libros solo para que ella pudiera lograr su sueño.
¡Oh, cómo envidiaba a todas las personas que sabían lo que querían!
—Niña — escuchó a su institutriz —, ¿necesita ayuda?
—No, nana. Gracias — dijo suavemente. Necesitaba dejar de sentirse desdichada cuando tantos niños pasaban hambre en las calles mientras ella podía cambiarse tres veces al día de vestido solo para que su atuendo se ajustara al momento preciso que atravesaba con su estricta rutina.
—En una hora se sirve la cena. Ven que te ayudo a peinar tu bonito pelito — dijo sonriente con ese tono de Chile, similar al de Mendoza, pero a la vez muy distinto.
Magdalena era su nana desde que tenía noción. La mujer, cariñosa pero estricta, le enseñó todo lo necesario para ser una dama refinada. Ella esperaba que su niña se casara con un buen hombre adinerado que le diera un cómodo pasar. Jamás le habló de amor hacia su supuesto esposo y, mucho menos, le habló del amor que tenía que sentir hacia ella misma. Nunca nadie le dijo que podía tener sueños y objetivos personales, lejos de lo que su esposo esperaría de ella o de la crianza de sus hijos. Ahora, cuando un casamiento se comenzaba a proyectar en un futuro cercano, aunque no supieran con quién, toda su vida se comenzaba a tambalear de una forma violenta.
—Gracias, nana — Finalmente respondió dejando que esa cariñosa mujer le desenredara su largo cabello castaño para luego levantarlo en un rodete bajo a la altura de la nuca, dejando unos cuantos mechoncitos sueltos. El recogido dejaba ver su delicado cuello por lo que Magdalena le colocó una fina cadena de oro con una piedra verde a juego con el vestido que llevaba.
Al entrar al salón su invitado ya estaba presente, tomando una copa de vino con su padre. Juan necesitó unos instantes para absorber la belleza de la señorita Olazabal. Siempre que una muchacha lo impactaba así él sabía qué frases decir, qué gestos dedicarle, qué regalos dar, para lograr que la mujer en cuestión cayera en sus brazos, pero con Camila, ella siempre parecía fastidiada por su presencia y, aunque eso le daba cierta energía renovadora, también lo impacientaba.
—Señorita — saludó tomando la mano de la muchacha y llevándola a sus labios para sentir lo suave de aquella piel al mismo tiempo que se extasiaba por el delicioso olor a manzana que desprendía de una manera exquisita —, como siempre es un placer verla — Y le sonrió amplio, logrando ese bonito gesto de fastidio en la muchacha. Sí, definitivamente podría hacer eso por siempre.