El cumpleaños número dieciocho de Mercedes llegó antes de que lo notaran. Entre tanta cosa vivida casi que no llegan con los preparativos. Juan lamentaba que su amiga no pudiera asistir, pero comprendía que aún estaba en la etapa de duelo. Ahora, analizando el salón de su casa, casi se sentía con ánimos de correr lo más lejos posible, casi lo hacía pero cierta señorita lo tenía atornillado a esa silla de manera tan inconsciente que ni siquiera le dedicaba una mirada.
Juan contemplaba a Camila, con su suave proceder y esa manera peculiar de mover las manos al hablar. La muchacha se encontraba al lado de Margarita, una mujer completamente exquisita. La muchacha, rubia, de piel tersa y blanca, con enormes ojos negros que transmitían dulzura y templanza, tomaba el té con tal delicadeza que parecía no beber nada en cada corto sorbo. La rubia era una dama en toda ley, con proceder estudiado y voz que jamás sobrepasaba el tono permitido, la hacían ser una de las más apreciadas por las señoras refinadas. Juan la había visto muy de cerca, no tanto para tenerla en su cama, pero si lo suficiente para besarla, por lo que podía dar fe de lo profundo de sus oscuros ojos. Debía admitir que era serena, cuidada en sus formas y muy delicada, exactamente todo lo contrario a cierta muchachita que no podía dejar de observar.
Bueno, las podía comparar rápidamente, algo que acostumbraba a hacer cada vez que se encontraba aburrido, como en ese momento. Camila tenía ese brillo desafiante en sus ojos que a él lo empujaban llegar más allá, mientras que Margarita trataba de no pasar los límites intangibles que él mismo colocaba en cada conversación. A la rubia nunca la vio con un solo cabello fuera de lugar, mientras que a su bonita Camila, en más de una ocasión, la contempló con el pelo revuelto y las mejillas encendidas producto de una acalorada discusión. No podía negar que a Margarita la envolvía ese aire delicado, femenino, casi etéreo, mientras que la energía que desprendía la hermosa muchacha Olazabal era de continuo desafío y soberbia. Camila era una idealista en toda regla, mientras que la rubia sabía exactamente qué quería en su futuro.
No, no las comparaba para saber quién ganaría porque eso lo tenía más que claro, solo las comparaba porque adoraba regocijarse con las cualidades de la castaña.
En cuanto su mente volvió a la realidad notó la ausencia de Camila en aquel salón. La buscó con la mirada y al no dar con ella le preguntó a su ama de llaves por la joven.
La muchacha Olazabal estaba en la cocina, ordenando unos panecillos sobre un extraño objeto de tres pisos que los exhibía de manera deliciosa. Juan se acercó de a poco a la mujer que no se volteó para mirarlo, aunque sabía que estaba allí.
—No esperaba verla acá— dijo apoyando sus glúteos en la mesa, dispuesto a mirarla de frente y dejarse absorber por su belleza.
—¿No es este el lugar de toda mujer? — preguntó sin dejar de acomodar aquellos panificados.
—Pensé que usted predicaba otras ideas — respondió aunque había notado el dejo de tristeza que se coló en las palabras de la muchacha.
—Lo hago, pero a veces el destino es inevitable, ¿no? — preguntó mirándolo de frente.
—¿Qué sucede? — indagó frunciendo el entrecejo y alertando un poco su cuerpo.
—Nada. Simplemente me doy cuenta que mis opciones son pocas para mi futuro. Digo, lo más que puedo esperar es un buen casamiento.
—¿Pero eso no la haría feliz? — preguntó seriamente, separándose un poco de la mesa para erguirse por completo.
—¿Por qué lo haría? Simplemente dejaría la casa de mis padres para ir a vivir a la de mi marido, ¿y después?
—Imagino que vienen los niños— respondió sin comprender a dónde llevaría aquella conversación.
—Y después los niños — susurró ella con una sonrisa afectada en los labios —. O sea que primero viviré para casarme, luego para hacer feliz a mí marido y luego criar a mis hijos. ¿Y después? — preguntó con los ojos brillantes de tristeza, clavándolos en los de él, produciéndole aquel dolor espantoso que se enterraba con fuerza en su corazón.
—No sé, Camila, lo que quieras — respondió desesperándose, sabiendo que esa no era la respuesta que ella esperaba.
—Exacto. Yo tampoco sé. Entonces, ¿cuál es el sentido? ¿Para qué todo esto? — preguntó con un nudo en la garganta—. ¿No sería mejor, no sé, acabar con la farsa de una vez?
Juan frunció el entrecejo. No estaba seguro si lo que él interpretaba es lo que ella deseaba decir, pero carajos que sí lo era, le estaba rompiendo el alma.
Tomó a la muchacha por la muñeca y jaló de ella hasta la puerta del patio. Observó que nadie se encontrara fuera y tiró de ella nuevamente, obligándola a salir para encerrarse en una pequeña habitación donde se guardaban las herramientas de jardinería. En cuanto la puerta estuvo cerrada a espalda del enorme hombre, Camila miró a los costados. Por alguna razón, que ella desconocía, él estaba demasiado enfadado y la observaba con una mirada tan fría que le hizo sentir escalofrío.
—Dime, no, asegúrame, que no quisiste decir que creés que es mejor no estar con vida— masculló apuntándola con su dedo índice y cerrando los ojos.
—Señor — comenzó ella un tanto aturdida por aquella reacción—, usted tiene planes, tiene un sentido para estar con vida. Yo, yo solo estoy aquí…
—¿Podés… podés, por favor, pensar que tenés otro propósito? — preguntó con la voz quebrada, como si le hubiesen abierto el pecho de una manera lenta y dolorosa.
—No puedo si es lo único que me han enseñado, para lo único que me prepararon es para casarme, para vivir por otra persona, para amar a cualquiera menos a mí misma— respondió con su tono tembloroso, tan impropio de ella.
—Camila — susurró acercándose a su cuerpo, sintiendo su delicioso perfume y elevando su mano, listo para acariciarla pero sin llegar a juntar el valor para hacerlo —, por favor, Camila. No digas tales cosas. Por favor — suplicó acercando sus labios a su oído, enviando miles de descargas a toda su columna, a la parte baja de su estómago y centrándose en su pecho.
—Es lo que me asfixia cada día. Saber que no tengo nada, absolutamente ningún propósito por el que estar aquí, en este mundo. Solo sirvo para…
—No — la interrumpió—. Ni te atrevas a decirlo. Sos mucho más que eso.
—¿Si? ¿Seguro? — preguntó clavando sus bonitos ojos en él.
El corazón de Juan se estremeció al verlos brillantes por las lágrimas, al notar el dolor en su alma y el tormento de su mente. Necesitó respirar profundo antes de responder. En ese momento podía hacer cualquier cosa, cualquier cosa menos mentirle.
—No digo que el mundo lo vea, solo digo lo que yo veo.
—Es lo mismo que decir que no — Y su sonrisa se notaba tan triste que Juan no pudo contener el deseo de abrazarla, de contenerla enterrada en su pecho, de absorber su aroma y susurrarle que en el mundo hay miles de cosas bonitas por la que avanzar. No pudo contenerlo y no lo hizo.
—Sigue por mí, solo un poco por mí— susurró apretándola entre sus brazos.
Ella sintió el pecho apretar fuerte y un sollozo incontrolable escaló por su garganta, rompiendo sus muros y llevándola a descargar ese llanto doloroso que había contenido por demasiado tiempo. Sintió los fuertes brazos de Juan apretarla un poco más y se dejó envolver por el aroma a madera y cuero que desprendía.
Cuando los sollozos por fin descendieron él se separó apenas un poco, solo lo justo para que sus ojos se encontraran y sus narices se rozaran.
—Camila, sé que no me creerás ni una palabra, pero tené por asegurado que tu vida es una de las cosas más importantes en mi mundo — susurró apenas acercando sus labios a los de ella, logrando que se rozaran suavemente, antes de apartarse y salir de allí, dejándola sola, confundida y con el rostro congestionado por el llanto.