El conde Norwood no se movió de la habitación hasta que el médico terminó de examinar a Regina.
—¿Puedo hablar con usted? —le preguntó cuando el hombre estaba a punto de retirarse.
—Por supuesto, lo estaré esperando en el gran salón, no puedo marcharme sin hablar con el señor Lucio —dijo, mirando con disimulo a Regina. La muchacha tembló, pues sabía que engañar a un hombre profesional y con experiencia era difícil de conseguir.
—En seguida estoy con usted —respondió el Conde. El hombre asintió, tomó su bolso médico y salió de la habitación. Debatiéndose entre decirle a Lucio que le parecía extraño el abultamiento exagerado del vientre de su esposa, puesto que dudaba mucho que estuviera embarazada de gemelos, aunque… cabía la posibilidad.
Entretanto, Regina miró a su padre.
—¿Qué es lo que harás? —le preguntó.
—Hablaré con él, despejaré todas sus dudas —dijo, sin mencionar lo que estaba dispuesto a hacer.
—No creo que podamos engañarlo, papá. Ese hombre es un profesional y este no es el primer embarazo que atiende. El doctor lo sabe y se lo dirá a Lucio —dijo con evidente terror.
—Deja que me encargue de solucionar esto, hija, no te aflijas —le pidió, saliendo de la recámara de Regina.
La mujer sentía el corazón subiendo por su garganta. Estaban jugando con fuego, si Lucio llegaba a descubrir que el bebé no era suyo, no quería pensar lo que era capaz de hacer. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, estaba segura de que si se enteraba no iba a castigarla sometiéndola en la cama. Regina temía que Lucio fuera capaz de matarla.
La angustia se disparó por su cuerpo provocándole un ligero dolor en su vientre, ella acarició la parte afectada y quiso pensar que era debido a la revisión del médico o quizá por su encuentro con Lucio la noche anterior. En los últimos días sentía un ligero dolor en su v****a y en su ingle luego del sexo; pero se sentía avergonzada como para preguntar.
—Mi Lady —llamó Serafina, entrando a la habitación con un cuenco de agua caliente —. Será mejor que se dé un baño de medio cuerpo —le sugirió.
Regina asintió, sentía extraña su intimidad.
—¿Viste a mi padre?
—Sí, se reunió con el doctor, cuando subía por las escaleras. ¿Hay algún problema con la criatura? —preguntó Serafina.
—No, mi hijo está bien, el problema es que el doctor no se ha dejado engañar, Serafina. Tengo tanto miedo de que hable con Lucio —sollozó.
—Tranquila, mi niña.
—No puedo estar tranquila, Serafina, mi corazón no conoce la paz desde que llegué a esta casa —lloró, sentándose sobre la cama y cubriendo su rostro con sus manos.
—Mi Lady…
—Ha sido un infierno vivir junto a Lucio. Serafina, no tienes idea de lo que es ser su esposa, soportar que me tome a su antojo, cuando quiera, las veces que quiera. ¡Sin importar si quiero, si estoy dispuesta! No lo soporto más, ¡quizá morir habría sido mejor! —lloró.
Serafina se arrodilló delante de Regina, sacó su viejo pañuelo y con ternura apartó las manos del rostro de la joven y con amor limpió sus lágrimas, de esa manera que solo una madre podría hacer, pero Serafina no era su madre, aun así…
—Quizá cuando nazca el niño el señor Lucio cambie con usted, mi Lady —dijo.
Regina lo dudaba, sobre todo, si la criatura no era el varón que Lucio esperaba, el cuerpo de la joven tembló al imaginarse siendo sometida todas las noches, siendo embarazada hasta darle el tan ansiado heredero. Su corazón se contrajo solo de pensarlo. Qué caro estaba pagando sus pecados del pasado, el precio de su traición era muy alto y creía que jamás sería perdonada. ¡Sería la esposa de Lucio hasta el último día de su vida!
—Venga, vamos a limpiarla —le insistió la doncella.
Regina aceptó de mala gana, pensando en lo que su padre y el doctor estarían hablando.
Mientras tanto, Lucio en medio del campo escuchaba las palabras de la mujer, la ira fluía por su cuerpo, recorriendo cada centímetro y alimentando sus sospechas.
—Te dije que esa mujer tiene más tiempo de embarazo —renegó la mujer —. Te vieron la cara Lucio —insistió.
—¡Cállate! No es necesario que lo repitas —contestó con rabia.
—Que no lo mencione no borra que te han engañado. Ni siquiera has sido invitado a ningún evento del Reino, no te has codeado con la clase alta de la sociedad. ¿No era eso lo que esperabas al casarte con esa maldita mujer? —le discutió con fiereza.
Lucio la tomó del cuello y la acercó a su rostro, la ira desdibujó sus facciones, sus ojos brillaban con peligro, pero la mujer no se dejó amedrentar por él.
—¿Vas a matarme, Lucio? —le preguntó, acariciando su mano con la yema de sus dedos —. Soy la mejor de tus amantes, incluso mejor que esa insípida mujer que tienes por esposa. Te he sido fiel todo este tiempo, te he ayudado en todo, ¿vas a pagarme de esta manera?
La voz de Greta era como el ronroneo de un gatito, pero la mujer sabía jugar muy bien sus cartas y pasó su lengua por los labios, para después morder de una forma que captó toda la atención del hombre.
—Maldita mujer… —gruñó Lucio, cayendo en sus encantos y aferrándose a la boca de su amante como una fiera que devora a su presa.
Greta gimió con fuerza, no había nadie cerca de ellos y si lo hubiera, no dirían nada. Para ninguno de los sirvientes en las propiedades de Lucio MacKay, era un secreto de los beneficios especiales de los que la mujer gozaba y por eso, nadie se atrevía a contradecirla. Tal vez, la única que no estaba al tanto de que ella era su amante, era Regina, a quien mantenía controlada y si en meses había hecho dos recorridos por la casa, eran mucho.
La mujer jadeó y contorneó su pecho, apegándose al torso de Lucio, quien no había dejado de presionarle el cuello, sintiendo que tenía el control y el dominio de la situación. Al hombre le excitaba la forma en la que Greta dejaba notar su placer, gemía y gritaba su nombre con fuerza, logrando un efecto afrodisíaco en su virilidad.
Lucio giró a Greta en medio del sembradío en el que estaban, la mujer inclinó su cuerpo hacia adelante, mientras con prisa levantó su falda, dejando a la vista su trasero. Lucio gruñó y mientras con una mano desabrochaba su pantalón y lo bajaba, con la otra apartó la ropa íntima de su amante. Greta no tuvo tiempo de nada, cuando las manos de Lucio se aferraron a su cintura, este dio una estocada profunda, que le arrancó un grito de excitación y dolor.
—¡Aaah...! ¡Sí, Lucio! —gritó Greta, mientras el hombre se enterraba en su centro con fuerza, intentando deshacerse de la rabia del engaño de su esposa.
Los dedos de Lucio tomaron con más fuerza la cintura de Greta, para que no se fuera a caer, sus estocadas fueron más fuertes y profundas, hasta que se vació en su interior. La mujer apretó y movió su trasero, hasta exprimir la última gota de su amante. No perdía la esperanza de embarazarse algún día y poder tener más y mejores beneficios. Ya llevaba muchos años junto a Lucio, su juventud se la había entregado, pero su ineficiencia en darle un hijo era lo que ella creía que la había mantenido lejos de ser su esposa y por eso había preferido a Regina.
Lucio salió de su interior, subió su pantalón y lo apuntó con prisa. Greta no alcanzó a terminar de arreglar su ropa, cuando el hombre la haló hacia él.
—Siempre tan deliciosa… —murmuró con lascivia cerca del rostro de la mujer. Con fuerza la tomó de la nuca y la besó, sellando su encuentro —. Ya lo sabes, no vas a pronunciar una sola palabra de lo que escuchaste, que yo me encargaré de hacerlos pagar —profesó y Greta asintió.
Lucio se marchó de vuelta a la casa, mientras que Greta acomodó sus ropas y caminó con piernas apretadas y con prisa, para llegar a su habitación y poner sus pies en alto, esperando que esta vez sí lograra gestar algo en su vientre.
—¿Está usted consciente de lo que me está pidiendo, Conde Norwood? —preguntó el galeno, su mano tembló a la hora de sostener la taza de té que le había sido servida.
—Estoy muy consciente de mis palabras, también del ofrecimiento que le hago, doctor.
—¿Espera que le mienta al señor MacKay?
—No exactamente, quiero que omita sus sospechas, doctor. Puedo incluso, duplicar el precio de su silencio.
El hombre dejó la taza sobre la bandeja, la mano le temblaba con violencia.
—Eso solo confirma que el hijo que su hija espera no es del señor MacKay —comentó el hombre.
Norwood no se impresionó, más bien esperaba ese momento.
—Póngale precio a su silencio —le alentó el Conde.
El hombre sonrió con nerviosismo.
—Está hablando de mi carrera como profesional, Conde Norwood, si el señor MacKay descubre que le he mentido arruinará mi vida.
—Será un hombre rico —lo tentó.
El médico tragó con fuerza, sacó su pluma y anotó un par de cosas en una hoja que sacó de su maletín y con calma lo deslizó por la mesa.
Norwood lo tomó y leyó, lo arrugó y metió dentro de su saco para no dejar evidencias que pudieran comprometerlos a ambos. Sin embargo, la solicitud del médico le obligaba a volver a su casa, necesitaba tener acceso a su caja fuerte para pagar el silencio del galeno. Se limitó a asentir y su cuerpo dio un brinco cuando la puerta se abrió.
—Señor MacKay —lo saludó el médico, poniéndose en pie y estirando su mano para saludarlo.
—Doctor Brice, no creí que llegara tan temprano —dijo Lucio, lamentándose por no haber estado cuando el médico llegó a revisar a Regina, así la habría enfrentado en el instante.
—Oh, señor MacKay, aproveché que tengo que visitar otras pacientes en la zona y vine a ver a su esposa de primera —explicó el galeno y el hombre asintió —. Su suegro, el Conde Norwood ha sido muy servicial en su ausencia —dijo y el conde hizo un asentimiento, mirando fijamente al médico.
—¿Cómo se encuentra mi esposa? —preguntó sin más, pues no tenía ganas de tolerar la lambonería de sus acompañantes.
—La señora MacKay se encuentra en perfectas condiciones, Señor.
—¿Y el bebé? Llegué a pensar que podrían ser dos, pues el vientre de mi esposa es muy grande —comentó de forma afilada.
El Conde tragó saliva y miró al galeno, esperando la respuesta que este diera, confiando en que guardaría silencio ante la verdad, pues cierto era, que no le había pagado lo solicitado.
—Todo se encuentra dentro del tiempo normal, Señor… Al ser madre primeriza, es normal que algunas cosas se encuentren diferentes… Hay mujeres con vientres muy acuosos y su esposa es una de esas —comentó el galeno, intentando sonar lo más convincente posible.
Lucio respiró profundo e hizo una mueca, que esperó pareciera una sonrisa agradecida.
—Es un alivio saber que todo está bien con mi esposa y mi hijo, me siento más tranquilo, ahora que usted los ha visto y se ha asegurado de que todo esté como debería ser —dijo Lucio con ironía, pero los hombres no lo notaron, creyeron que lo habían engañado nuevamente.
Luego de la partida del médico, el conde se reunió con Regina y con Lucio en el comedor.
—¿Todo bien, suegro? —preguntó el hombre, fingiendo preocupación.
—No —respondió Norwood, poniendo la cara más trágica que pudo.
—¿Qué pasa? —preguntó Regina, colocando su mano sobre la de su padre, un acto que provocó el enojo de Lucio, pues desde que se casó con Regina, se creía con el único derecho de tocarla. No toleraba que nadie más lo hiciera.
—Tengo que irme —respondió el Conde, haciendo que Regina palideciera y Lucio casi sonriera.
—¿Por qué la prisa? Había prometido acompañarnos durante unas semanas —preguntó Lucio con fingido interés, burlándose del Conde en su interior.
—Cuando saliste al campo llegó un mensaje de la Casa Real, el Rey Frederick pide verme —mintió, pues Lucio no tenía manera de saber si era o no cierto, sin embargo, Norwood se equivocaba.
—Vaya, me gustaría acompañarlo. No he tenido el placer de ser presentado ante Su Majestad como su yerno —dijo.
Norwood se mordió el interior de su mejilla, no podía llevarlo, pues la audiencia con Frederick no existía.
—Tendrá que ser en otra ocasión, Lucio. Mi hija no puede quedarse sola y viajar es un riesgo que no necesitamos correr, ¿verdad?
Lucio asintió.
—Entonces, permita que uno de mis hombre lo escolte. Es tarde y los caminos son peligrosos —se ofreció.
—Lucio…
—Acepta, papá, deja que te acompañen —intervino Regina, pensando en el bienestar de su padre y ajena a lo que realmente este necesitaba.
—Está bien. Gracias, Lucio —aceptó el conde, imaginando lo que tendría que inventar en el camino, para que el hombre volviera antes de llegar al Castillo Real de Astor.
—Déjeme organizar a la gente, suegro. Mientras tanto, pueden aprovechar el tiempo para despedirse —sugirió, levantándose de la mesa. Ese era el momento de actuar. Regina se arrepentiría de su engaño, de eso no tenía la menor duda.