Para la desventura de Regina, la situación de su noche de bodas se repitió cada noche, Lucio le susurraba de manera lasciva lo mucho que disfrutaba de hacerla suya, mientras ella sentía que moría un poco cada noche y así continuó durante las siguientes semanas, hasta el día que Lucio hizo venir a un médico para confirmar su embarazo.
Ese día, Lucio bebió hasta la saciedad y Regina creyó que esa noche, por fin se libraría de dormir con él; sin embargo, esa noche fue la peor de todas.
Regina cerró con fuerza los ojos, cuando sintió la mano de Lucio acariciar su brazo.
—Tienes que levantarte, Regina, tu padre llega hoy —dijo, besando su hombro desnudo. Ella tembló y no fue de gusto, sino de miedo y de asco —. Ayer le hice llegar un mensaje para recibirlo, tenemos que hacerle partícipe de nuestras buenas nuevas. Estoy seguro de que mi suegro estará muy feliz de saber que su primer nieto está de camino —susurró con regocijo.
Regina estuvo a punto de gritarle que ese hijo no era suyo, solo para vengarse de lo que le había hecho, pero tuvo que tragarse sus deseos y también la bilis que le subió a la garganta, cuando Lucio posó su mano sobre su vientre.
—Mi hijo, el Conde de Norwood —dijo con orgullo —. Tiene que ser un varón —añadió.
Regina guardó silencio.
—¿Me has escuchado, muñequita? Necesito que des a luz a un varón —repitió, halando su brazo con fuerza. Regina gimió ante la brusquedad —. Responde cuando te hablo, ¿me has escuchado?
—Sí —susurró.
—Bien, date un baño y ponte bella para recibir a mi suegro. La fiesta debe continuar, no todos los días se puede anunciar la llegada del heredero de un condado como el nuestro —expresó. Lucio se alejó del cuerpo tembloroso de Regina y se marchó de la recámara muy feliz por la llegada de su primogénito.
Regina se puso de pie, le dolía el cuerpo, el alma, la vida; aun así, se las arregló para llegar al cuarto de baño, vació el estómago en el retrete hasta sentirse mejor, se lavó el cuerpo y se vistió. Lo hizo sola, no quería que nadie más viera las huellas que llevaba sobre su piel.
La llegada de su padre no le dio ninguna clase de alivio. Regina quería gritar por ayuda, pero sabía que no sería escuchada, así que, soportó la mano de Lucio sobre su mano, tocando aquí y allá con “ternura”, mientras compartía las buenas noticias.
El Conde Norwood tuvo que fingir alegría, brindó por la llegada de su nieto y chocó su copa con la de Lucio.
—Los felicito por la llegada de su primer hijo —dijo con un nudo en la garganta por la mentira que estaba sosteniendo.
—Felicítame a mí, he sido quien se ha encargado de hacerte abuelo —rio Lucio y Regina sintió mucho más desprecio por él.
El Conde asintió.
—He traído a Serafina conmigo, quería verte —dijo el Conde, dirigiéndose a Regina —. Tu embarazo cambia mis planes, querida hija.
El corazón de la muchacha se agitó, estaba ansiosa por escuchar lo que su padre tenía para decirle.
—¿A qué se refiere? —preguntó Lucio con el ceño fruncido.
—Dejaré a Serafina con Regina. Ahora con el embarazo es que se debe de cuidar. No queremos que nada malo le suceda al bebé, ¿verdad, Lucio? —le preguntó.
—Por supuesto que no, Conde Norwood, ya lo había contemplado. Tengo doncellas a disposición de Regina, mi joven y buena esposa —dijo.
—Te lo agradezco, Lucio, pero me sentiré mucho más tranquilo si Serafina se queda con ella —insistió el Conde y Regina se lo agradeció en su fuero interno.
—Por supuesto, no voy a contradecirlo —aceptó Lucio a rajadiente.
—Me parece bien que no lo hagas, no te olvides de que Regina no está sola, siempre estaré para ella —parecía una advertencia, por lo menos fue así como Lucio lo entendió.
—¿Te quedarás con nosotros está noche, padre? —preguntó Regina, esperanzada.
—No puedo quedarme hija, tengo que asistir a un evento importante y tengo que volver hoy mismo —respondió.
Regina asintió.
—¿Puedo ver a Serafina? —preguntó.
—No es a mí a quien tienes que preguntarle hija, es a Lucio, él es tu marido —le recordó, como si hiciera falta hacerlo.
Regina tragó el mundo que se formó en su garganta, se giró hacía su esposo que sonreía complacido.
—¿Puedo, Mi Lord? —preguntó. Regina no podía olvidar que Lucio adoraba que lo llamara de aquella manera en presencia de otras personas, para hacerse el importante.
—Puedes, querida, pero no demores mucho. No quiero que andes por allí, ahora tienes que cuidarte por dos —le dijo con una falsedad propia de él.
Regina asintió de manera obediente, se levantó de la silla y salió del salón en busca de Serafina, mientras el Conde y Lucio hablaban de lo que significaba la llegada del heredero y de los planes que tenían para él.
Esa no fue la única visita del Conde Norwood a la casa de Lucio, solía venir una o dos veces al mes, en algunas ocasiones, muy pocas se quedaba un par de días. Días en los que Lucio acaparaba toda su atención para evitar que Regina y su padre se quedaran a solas.
El vientre de Regina empezó a crecer de forma normal, pero no dejó de llamar la atención de Lucio, quien veía un crecimiento acelerado; sin embargo, la posibilidad de ser el padre de dos bebés se arraigó en su mente, pues era la única explicación que le daba al notorio y acelerado cambio en el cuerpo de su esposa.
Regina anhelaba la mañana, para salir de la cama y entretenerse de alguna forma junto a Serafina. Jamás se imaginó tejiendo o haciendo costuras, pero estaba decidida a aprender lo que fuera necesario, con tal de no estar cerca de Lucio la mayor parte del día. Lastimosamente, la noche siempre llegaba y su esposo la reclamaba como suya en todos los aspectos.
El conde Norwood llegó desde muy temprano en su carruaje, el pobre hombre extrañaba a su hija en exceso, pero ya se había resignado a tenerla que ver cada vez que iba a visitarla, pues Lucio siempre tenía el trabajo como excusa para no ir a la mansión Norwood, pero la verdad era, que no le gustaba estar en lugares donde los sirvientes no le rindieran pleitesía por donde pasaba. No le gustaba estar donde no fuera él el dueño y señor de todo.
Las puertas de la casa MacKay se abrieron para darle la bienvenida al Conde y Regina no demoró en aparecer ante sus ojos, solo que su caminar era más lento y cuidadoso, debido a su ya muy prominente vientre de supuestos siete meses.
—Suegro, qué gusto tenerlo en nuestro hogar —saludó Lucio apenas apareció por las escaleras y no permitiendo que Regina saludara de forma afectuosa a su padre, pues los interrumpió.
—Lucio… —lo saludó el Conde con un leve asentimiento —. Espero no incomodarlos, pero este último mes lejos de ustedes, mi única familia, ha sido solitario y por eso, me he tomado el atrevimiento de quedarme unas semanas —dijo el Conde. Sus palabras le cayeron como un balde de agua helada en la espalda de Lucio, mientras que a Regina la reconfortaron.
—¿Vas a quedarte? —preguntó, dando un paso al frente. Lucio la miró, había una clara advertencia en sus ojos, pero esta vez Regina no atendió a ella.
—Si a Lucio no le molesta mi presencia en su casa…
—Por supuesto que no, suegro. Es un honor para mí alojarlo en mi humilde morada, de paso y nos sirve para conversar un poco de cultivos y otras cosas —aseguró, cuando por dentro todo lo que quería era gritar.
Lucio toleraba al Conde más por su posición, que por ser su suegro, al fin y al cabo el trato no era tan favorecedor para él. Regina ya no era virgen y él seguía sin poder acceder a nada que fuera del hombre. No había sido invitado a ningún evento importante, tampoco se había codeado con la Casa Real de Astor como imaginaba que sería desde el momento que se convirtiera en el esposo de Regina.
Lo único que lo obligaba a mantener la calma era saber que en escasos dos meses nacería el heredero de Norwood y entonces, todo estaría más a su favor.
—Le he pedido al médico que venga a revisar a mi esposa y al niño —dijo Lucio, convencido de que un varón era lo que nacería de su unión, así tendría un heredero.
La forma en la que lo dijo, hizo que un escalofrío recorriera a Regina y temiera si el bebé terminaba siendo una niña. Ese pensamiento cada vez que la asaltaba la llevaba al límite de sus nervios. ¿Qué haría Lucio si una niña era la que naciera y no su tan anhelado varón?
—No-no es necesario —tartamudeó Regina, pues no esperaba que su esposo trajera al médico, quien seguramente notaría su tiempo real de gestación y la expondría ante Lucio.
—Claro que es necesario, muñeca. Todo debe estar controlado para que mi heredero nazca —dijo con orgullo, mientras el Conde y su hija tragaron saliva con fuerza.
Como si el destino quisiera darle una tregua a Regina, uno de los sirvientes se acercó a Lucio para informarle que era solicitado con urgencia en una de las parcelas de su propiedad, pues tal parecía que un inconveniente se les había presentado y afectaría la siguiente cosecha, por lo que, el hombre se excusó y salió de la casa, dejando a su esposa y suegro juntos.
—Papá… —susurró Regina con temor.
—Tranquila, yo me encargaré del médico —murmuró el Conde. En su interior agradeció haber decidido visitarlos, pues ahora podría hacer algo para seguir ocultando su mayor secreto, así le costara la mitad de su fortuna.
—Tengo miedo, papá —susurró Regina, la joven se mordió el labio y pensó en decirle a su padre lo que sucedía con Lucio y lo infeliz que era. Quizá había una manera de romper su matrimonio, podía conseguir el divorcio y su hijo aún tendría el derecho al apellido del hombre…
—No temas hija mía, he hecho todo para que tengas un buen matrimonio y mi nieto un padre. Nadie tiene por qué dudar de su origen.
Regina asintió y no volvieron a tocar el tema, no podían arriesgarse a ser escuchados. Estaban en la casa de Lucio y la gente le era fiel a quien le daba de comer.
Un carruaje se acercó a la casa por el camino, no tuvieron que pensarlo mucho, para saber que era el médico que Lucio había llamado. Todo el cuerpo de Regina tembló, pero su padre se apresuró a tranquilizarla.
—Ve a tu recámara, que yo me encargo de recibirlo —le pidió y Regina no se hizo rogar.
Serafina subió con ella, las dos mujeres estaban nerviosas, porque de lo que hiciera el Conde, dependía que las cosas siguieran como estaban o se volvieran algo mucho peor. Si la verdad se conociera, sería su ruina… en todos los sentidos.
Las dos mujeres esperaron en silencio, Regina mantuvo su mirada fija en la ventana y sin darse cuenta, llevó sus manos a su gran vientre, hasta que sintió como su bebé se movía y pateaba suavemente. Las lágrimas no demoraron en asomarse a sus ojos, la culpa, el remordimiento y la incertidumbre la golpearon como un látigo. ¿Cómo será la vida que le deparaba su bebé? Recordó a Henry, su engaño y su estupidez al creerle, pero no pudo evitar pensar que si las cosas hubiesen sido diferentes, en ese momento estarían juntos y, aunque entre ellos no había amor, al menos el deseo y su ambición los mantendrían unidos y su hijo estaría al lado de su verdadero padre.
—Mi Señora… —la llamó Serafina con insistencia, hasta que Regina despabiló —. El médico está a la puerta — informó la chica.
—A-a-adelante —tartamudeó y la puerta se abrió.
—Señora MacKay —la saludó el galeno y la boca del estómago de la embarazada se revolvió. Jamás se acostumbraría a llevar el apellido de su esposo, nunca lo sentiría propio, ni a gusto —. Por favor, acuéstese —le pidió.
Regina siguió las exigencias del galeno sin oponerse, esperó a que todo estuviera bien con su bebé y que su padre lo convenciera de no hablar de más.
—¿Cuánto tiempo me dice que tiene de embarazo? —preguntó el galeno, mientras seguía tocando el vientre de Regina.
—Siete meses —susurró ella, tan bajo, que por un momento no fue comprendida por el médico, hasta que repitió.
—¿Está segura, señora? Juraría que tiene más tiempo y está próxima a dar a luz —dijo el hombre.
—Mi hija tiene siete meses de casada, señor. Es imposible que tenga más tiempo de embarazo —refutó con nerviosismo el Conde.
—Discúlpenme… Algunas veces, el crecimiento es mayor al esperado —se excusó el galeno, mientras terminó de revisarla, no muy convencido de lo que le habían dicho.
Todos dentro de la recámara estaban ajenos a la persona, que desde afuera, confirmaba parte de sus sospechas. La mujer levantó su falda del suelo y caminó apresurada por los pasillos.