Habían pasado tres semanas desde que regresamos de Burdeos, pero para mí, esas semanas se sintieron como una eternidad. Todo estaba roto entre Enzo y yo, aunque ninguno lo decía en voz alta. Nos habíamos convertido en dos extraños bajo el mismo techo. Me dolía profundamente la distancia que ahora nos separaba, pero aún más me dolía la mentira. No podía entender cómo, en algún momento, él pensó que mentirme era una manera de protegerme. Los días pasaban lentos. Me levantaba temprano, antes de que él regresara de la oficina, y hacía lo posible por evitarlo. A veces me preguntaba si él también lo estaba haciendo. Esa noche, al volver de casa de mis padres, me confesó todo el esfuerzo que le tomó montar su empresa, las horas que dedicó y los sacrificios que hizo. Pero ahora, a pesar de sus pa