Ya estaba inmersa en mi penúltimo semestre de Medicina, lo que significaba un año entero de prácticas hospitalarias. Me esperaba un día agotador.
El reloj marcaba las cinco de la madrugada cuando intenté apagar, sin éxito, el estridente sonido de mi Alexa. Aún más frustrante fue darme cuenta de que mi asistente virtual tenía más entusiasmo que yo esa mañana. Pero, ¿de qué me podía quejar? Yo misma había elegido este camino, sabiendo muy bien a lo que me enfrentaría.
Aunque odiaba madrugar, no había otra opción. Tenía que sacar fuerzas de algún rincón oculto de mi ser. Tras unos minutos de lucha interna, me arrastré fuera de la cama. Necesitaba un café. Aunque odiara admitirlo, no era fan del café. De hecho, no soportaba ni el sabor ni el hecho de madrugar. ¡La combinación perfecta!
Para mí, el café era un mal necesario. Durante mis estudios, había aprendido a tolerarlo, pero solo cuando estaba bañado en jarabe de vainilla, lo que lo hacía medianamente bebible. Me dirigí a la cocina, asegurándome de no hacer ruido para no despertar a Yara, mi compañera de piso.
Londres, a pesar de ser una ciudad enorme, tenía alquileres prohibitivos. Por suerte, no me importaba mucho compartir espacio, especialmente cuando significaba que siempre había alguien cerca. Nos apoyábamos mutuamente en los momentos de caos universitario.
Abrí la nevera con la esperanza de encontrar algo. Nada. Solo el frío vacío de la realidad. Ambas estábamos hasta el cuello con nuestros estudios: yo, medicina; Yara, derecho. Entre las prácticas y los trabajos a tiempo parcial, las idas al supermercado se volvían una misión imposible.
Sabía que no podía saltarme el desayuno. Las semanas recientes en el hospital habían sido brutales, con muchas jornadas en las que ni siquiera había tiempo para almorzar. No podía permitirme salir sin energía. Con los últimos huevos que quedaban, me hice un frito rápido antes de alistarme y salir rumbo al hospital.
Ya en el coche, sentí una punzada de malestar en el estómago. Tal vez, ese huevo frito no había sido la mejor elección.
*
El día fue largo. Tras interminables análisis de sangre y una operación complicada liderada por uno de los cirujanos más renombrados, finalmente llegué a casa. Mi único anhelo era desplomarme en el sofá, lo cual hice sin pensarlo dos veces. Mi espalda gritaba por un descanso después de tantas horas de pie.
Me dejé caer en esa superficie suave, cerré los ojos y quise olvidar el mundo, aunque solo fuera por unos minutos. Mis pensamientos vagaron y aterrizaron en aquel viaje que habíamos hecho a Chicago, en especial en Enzo, una sombra persistente en mi mente.
El recuerdo de nuestro encuentro, apenas dos meses atrás, estaba tan fresco como si hubiera sido ayer:
—Hola...— murmuré, buscando a alguien en la habitación. Solo encontré una nota sobre la mesita de noche a mi lado.
"Lamento no haberte visto más. Una reunión de negocios surgió de imprevisto. Si llamas a este número, te llevarán de regreso al hotel. El desayuno está en la cocina."
Enzo.
Estupendo. Solo había tenido una aventura de una noche en toda mi vida, y ahora me encontraba sola en el ático de un extraño. Me levanté lentamente, tratando de juntar mis pensamientos. Al parecer, Enzo había organizado todo, incluso mis pertenencias estaban perfectamente ordenadas en un sillón cerca de la puerta. ¿Había sido tan atento como para recoger mis cosas? Lo único que recordaba era que la noche anterior había sido un caos.
Las imágenes de aquella velada comenzaron a invadir mi mente. Dejé escapar un suspiro, era difícil procesar lo que había pasado. Sabía que, si alguien me viera en ese momento, seguramente estaría tan roja como una manzana, abrumada por los recuerdos.
Con el vestido ya en su lugar, me aventuré fuera del dormitorio y quedé sin aliento. Lo que veía no era solo un apartamento, era un penthouse increíble con vistas panorámicas de la ciudad. El horizonte de Chicago se desplegaba ante mis ojos con sus imponentes rascacielos.
—Wow...— susurré. Enzo definitivamente no era alguien común y corriente si vivía en un lugar como este.
Al caminar hacia la cocina, me topé con un portarretratos. En él, Enzo sonreía junto a dos mujeres. A juzgar por sus expresiones, la mayor debía ser su madre, mientras que la joven, por el parecido innegable, seguramente era su hermana.
Lo curioso es que no sabía casi nada de él. La noche anterior había sido una improvisación total. Apenas recordaba su apellido y, sin embargo, aquí estaba, en su lujoso apartamento. Observé la foto por unos segundos más, como intentando descifrar algo de su vida, antes de notar que me había dejado un croissant en la cocina. Un gesto amable, considerando que no tenía por qué haberme dejado comida. Después de terminarlo, me despedí del penthouse y me dirigí al taxi que él había coordinado para mí.
Al salir, noté el nombre en el timbre del edificio: MILLER. Así que ese era su apellido completo, Enzo Miller. Con una última mirada al lugar, abordé el taxi, dejando Chicago atrás... por ahora.
*
Nuevo día, nuevo caos.
Esa mañana, al abrir los ojos, supe que algo andaba mal. Sin siquiera haberme levantado, un fuerte malestar me invadió. Corrí al baño y, antes de poder procesarlo, me encontré vomitando. ¿Habría pescado algún virus en el hospital? No era la primera vez que me sentía así en los últimos días, pero hasta ahora había intentado ignorarlo.
Apoyada en el borde de la bañera, exhausta, escuché unos golpes suaves en la puerta. Era Yara.
—¿Nathalia? ¿Estás bien?— preguntó preocupada.
—Creo que me enfermé— respondí con la voz apagada. —Llevo unos días sintiéndome fatal por las mañanas.
El tono de voz de Yara cambió inmediatamente.
—¡Dios mío, Nathalia!— dijo emocionada.
La miré, desconcertada. ¿Qué le pasaba? Estaba vomitando y ella parecía al borde de una celebración.
—¿Qué pasa contigo, Yara?— pregunté, sin ocultar mi confusión.
—¡Se me acaba de ocurrir algo!— exclamó, saltando de emoción. —¡Espérame un minuto!— Y salió corriendo hacia su habitación.
Me quedé allí, preguntándome qué estaba tramando, mientras intentaba procesar el caos que parecía ser mi vida últimamente.