No —dice mi confianza—. Me coge una de las manos y me obliga a colocarla en su mejilla izquierda, por encima de sus cicatrices. Me duelen los dientes de tanto apretarlos y se me revuelve el estómago al tocar directamente su mayor vulnerabilidad. —¿Te dan asco? —Su voz suena ronca y profunda. El coraje y la frustración sustituyen al miedo por un segundo, y retiro mi toque sólo para acercarme y plantar mis labios en su mejilla, justo donde se encuentra la cicatriz más prominente. Noto cómo se le corta la respiración en la garganta y le planto otro beso en otra de ellas. Mis manos ahuecan su rostro y trazo los patrones de las cicatrices con mi mano derecha mientras deposito besos sobre ellas una y otra vez. Luego, arrastro mis labios hasta la comisura de su boca. —Nada de ti me disgusta