—Sí, tienes razón— exclamó Sheena un poco más tranquila—, tal vez las cosas se vuelvan más fáciles de entender. Por el momento, estoy tan aturdida que no sé qué pensar. —Eso es muy natural— contestó Maggie con mucha seguridad. Fue en esos momentos, sin advertencia previa, que Sheena sintió cómo las lágrimas corrían por sus mejillas. Aunque no había querido reconocerlo, estaba muy agotada por el viaje. Había recibido la terrible impresión de que la pequeña Reina, a la que había llegado a instruir, no era una niña triste, ni desvalida, ni se sentía perdida en aquella corte corrupta. Todo aquello resultaba demasiado para soportarlo al mismo tiempo. Ocultando el rostro en el ancho hombro de Maggie, sollozó convulsivamente. —Volvamos a casa— murmuró entre sollozos—, no nos quieren aquí, Mag