CAPÍTULO II Se acercaban a París. Sheena miraba a través de la ventanilla del carruaje, con ojos muy abiertos, los espléndidos Castillos que pasaban de cuando en cuando y los campos cultivados que se extendían a ambos lados del camino hasta donde los ojos alcanzaban a ver. A cada momento se sentía más inadecuada en todos sentidos. Nunca se imaginó que pudiera existir un carruaje tan lujoso ni tan cómodo como ése que el Rey había enviado, para conducirla, desde el pequeño puerto pesquero en el que había desembarcado, hasta París. Los caballos avanzaban a gran velocidad por caminos muy diferentes a los primitivos caminos de Escocia; el interior del carruaje se hallaba muy bien acojinado, con cubiertas de satén. Sobre las rodillas de Sheena habían colocado una frazada de terciopelo, forrad