Yo bajé del autobús, que me trajo de vuelta después del campeonato juvenil. En la mano sujetaba la medalla de oro, que ganara. Mucha gente me estaba esperando.
- Si todo va bien, mañana vamos a la prueba para la escuela de reserva Olímpica. – dijo mi entrenador, abrazándome.
- ¡Todo va bien! Lo conseguiré fácilmente. – le aseguré yo a él y a mí misma.
Estaba feliz y llena de esperanza. A mis dieciséis años ya veía mi futuro brillante, igual como la medalla, que sostenía en las manos.
De repente apareció nuestra tutora y me llamó al despacho del director del centro. Yo pensaba, que sería para felicitarme también por mis logros deportivos, por eso me sorprendí ver allí una mujer de unos cincuenta años, que afirmaba ser mi tía, la hermana mayor de mi madre. El director nos dejó a solas en su despacho.
- Valentina, tenemos que hablar, - empezó ella. – Soy tu tía Carmen.
- Muy bien y, ¿dónde estuviste todos estos años tía Carmen? – pregunté yo molesta, ahora no tenía que esconder mi decepción.
- Perdóname, pero yo no sabía dónde estabas. Ni siquiera sabía que existías.
- Claro, ahora cuando ya no necesito a nadie, tú apareces. Eres una extraña para mí, - respondí bruscamente. - Si no ganara esta medalla, tu no estarías aquí. ¿Verdad?
- No te pido nada, sólo quiero ayudarte. Enseñarte como escapar del peligro. Por eso estoy aquí. – dijo la mujer.
- No estoy en peligro, estoy molesta, porque viene la gente que no me conoce, que estoy mejor sola. Sabes, aquí cada uno aprende ser autosuficiente, - me reí irónicamente.
- No me entiendes, no estás amenazada por nada, sino por ti misma, o mejor dicho por tu amor, - dijo casi en un susurro.
- ¿De dónde sacas esto? ¿Qué amor? ¿Estás loca? – no entendí nada.
- Tengo un don, veo los sueños y siento que mis seres queridos corren peligro, - respondió.
- Entonces, ¿Por qué no salvaste a tu hermana?
- No pude, porque no me dio tiempo, ella ya no era capaz de vivir sin él. - Respiró mi tía y noté que sus ojos se llenaban de humedad.
De repente sentí tristeza por ella y, sobre todo, me interesaba que tipo de sueños eran. A lo mejor como los míos.
- ¿Valentina, tú ves sueños extraños? – preguntó Carmen de repente.
Al escuchar esta pregunta de mi tía, me sorprendió mucho. ¿De dónde ella podría saber sobre mis pesadillas?
- ¿En qué plan? - pregunté y saqué mi mano de las de ella.
- Tales sueños, que son parecidos a la realidad, - explicó.
- ¿Cómo lo sabes?
- Todas las mujeres de nuestra familia tienen esos sueños.
- ¿Esto es una enfermedad mental? - Le pregunté con miedo. Convertirse en una psicópata no entraba en absoluto en mis planes.
- Yo no lo llamaría así. Esto es una maldición de los antepasados, - contestó la tía.
- ¿Que? ¿Qué antepasados? - No podía creer en tal absurdo.
- Nosotras vemos los sueños con mucha antelación, sentimos el miedo, el dolor, el desastre, que aparecerá en nuestras vidas. Pero es muy difícil escapar del destino, que está escrito.
Ella otra vez me cogió de la mano.
- ¿Esto es una broma? ¿Verdad? - He preguntado, porque creer que este delirio era imposible.
- No te pongas así. Tranquilízate. Comprendo que todo esto suena muy extraño, pero debes acordarte de todos los sueños y comprender como escapar del peligro. - insistía la tía. - Es muy importante para ti, tu madre no quería escucharme, por eso murió.
- Espera, yo, la única pesadilla que veo, es un hombre que me persigue, me atrapa y… - respondí y pensando un poco, añadí, - y también me ama.
- Entonces yo he llegado a tiempo, aun no te enamoraste de él, pero siento que él te encontrará, - dijo ella.
- ¿Quién es él?
- Tu amor y tu perdición, - pronunció la mujer.
- Y, ¿qué debo hacer?
- Huir de él, desaparecer.
- ¡Como! ¡Estás loca! – exclamé.
No voy a desaparecer en el momento más decisivo de mi vida. Ahora tengo grandes posibilidades de ser alguien. No la creí, porque nadie creería en esos cuentos chinos.
- Sabes, pensé, que sería mejor que te fueras. Yo misma me arreglaré, no necesito a nadie.
- Bien, me voy, pero aquí está mi dirección, si algún día vas a necesitar ayuda o un lugar donde esconderte, te estaré esperando. – dijo la mujer y me tendió una hoja. – Cuídate, Tina.