CAPÍTULO UNO
—¿Qué demonios es esto?
Los dos hombres estaban sentados a horcajadas sobre sus caballos, caballos que se negaban a acercarse más, a pesar de sus vanos esfuerzos, que incluían gritos, patadas y bofetadas. Frustrados, los dos hombres se rindieron.
Frente a ellos, a no más de veinte pasos de distancia, se encontraba la pequeña taberna. Una prostituta de cabello n***o brillante estaba afuera. Sus faldas estaban subidas para revelar un muslo bien musculoso, un pie con su bota apoyado en un pequeño taburete mientras frotaba aceite de oliva en su piel. Se echó el cabello hacia atrás y sonrió en su dirección.
—Esa es su mujer, —dijo el mexicano, pateando los flancos de su caballo por última vez. El animal todavía se negó a moverse.
—Maldita sea, dime si no es ella la maldita cosa más linda que he visto en un mes los domingos, babeó el hombre al lado del mexicano. Se chupó los dientes. “¿Qué edad dirías que tiene?”
—No lo sé, tal vez cuarenta. Pero si intentas algo con ella, él te matará.
—Lo intentará.
—Si está dentro, te matará.
—Bueno, eso lo veremos, ¿no?
El hombre se desmontó de la silla y se dejó caer al suelo. Con las manos en las caderas, estiró la espalda, el largo abrigo gris colgando abierto para revelar dos revólveres en su cinturón, las culatas apuntando hacia adentro. Intentó sonreír con la boca ancha en su dirección y ella se mantuvo erguida, con las manos en las caderas en una burlona imitación de él, con la pelvis empujando provocativamente hacia adelante. Él se rio. "Mira, ella está coqueteando conmigo, Sánchez".
—Ella te está tomando por tonto, Root.
—Nah. Creo que le gusta lo que ve.
Root giró los hombros y caminó con indiferencia hacia ella, tomándose su tiempo, sacando una pequeña bolsa de algodón del bolsillo derecho de su chaleco. Del otro, sacó un papel de fumar, espolvoreo tabaco de la bolsa a lo largo del papel, cerró la bolsa con los dientes y la guardó. Pasando su lengua por el borde del papel, lo envolvió expertamente y con fuerza y lo metió en la esquina de su boca. Al llegar a la taberna, subió a la crujiente y destartalada terraza y miró directamente a los ojos negros y humeantes de ella.
—Madre mía, si que eres bonita.
—Gracias, —dijo ella.
—¿Cuál es tu nombre
—María.
—Sí… por supuesto que si.
Sacó una cerilla larga de algún lugar entre los pliegues de su falda y pasó la cabeza de la misma por la pared adyacente a la puerta abierta. Encendió. Protegiendo la llama ahuecando las manos, se la ofreció, y Root obedeció, inclinándose hacia ella y encendiendo su cigarrillo. Inhaló profundamente, el papel chisporroteaba mientras el tabaco seco ardía intensamente. Soltando una larga corriente de humo, tocó sus dientes con la mano libre y señaló el interior de la taberna con la cabeza. “Estoy buscando un amigo mío. Lo último que supe es que estaba dentro”.
—Mi último cliente está adentro. Él es joven. Ella miró a su alrededor, una luz traviesa jugando alrededor de su rostro. “Es joven y muy enérgico”.
—¿Él es, por Dios?
Asintiendo, María miró hacia otro lado, fingiendo timidez, Root decidió sin previo aviso, lanzar su mano derecha para agarrar la entrepierna de ella. La mujer gritó y él la golpeó contra la pared, le echó humo en la cara y la besó antes de que pudiera toser.
Cuando por fin se apartó, jadeando, ella presionó el dorso de su mano contra sus labios, vio las manchas de sangre en su piel y siseó, “Bastardo”. Arrugando su adorable rostro con furia, lanzó un puñetazo en su dirección, pero Root giró y paró el golpe, agarrando su muñeca con la mano derecha. Él sonrió mientras ella trataba desesperadamente de liberarse.
Sus esfuerzos resultaron inútiles y Root apretó. Ella gritó: “¡Déjame ir, hijo de puta gringo!” Ella luchó contra él, pero sus protestas simplemente resultaron en que él apretara aún más su agarre y ella chilló, cayendo de rodillas, con lágrimas brotando de sus ojos. “Por favor, señor…”
Un hombre salió de la penumbra de la taberna y le atravesó la cabeza a Root con una bala. Con un movimiento suave y fluido, alteró levemente su puntería y puso otra bala en la garganta del mexicano mientras luchaba por desviar a su caballo. Las manos volaron hacia donde hervía la sangre, y Sánchez gorgoteó y gritó hasta que se apagaron las luces. Su cuerpo cayó al suelo, donde yacía, con las piernas temblando de vez en cuando hasta que murió. Su caballo aterrorizado salió disparado, junto con el segundo animal y, cuando los ecos del disparo se desvanecieron en las montañas lejanas, el silencio se instaló gradualmente una vez más.
El hombre de la pistola se puso al nivel de la muchacha y la ayudó a levantarse. Ella sollozó en su pecho mientras la atraía hacia él. La besó en la mejilla y miró al hombre muerto tendido de espaldas, con los ojos muy abiertos en total incredulidad, el agujero entre los ojos en un círculo perfecto, el humo del cigarrillo aún salía de sus delgados, pálidos y muertos labios.
—¿Me pregunto quiénes eran? —dijo el joven, volviendo a guardar el revólver en la funda. Condujo a María de regreso al interior, su mano desapareció debajo de la falda de ella para encontrar sus firmes nalgas.