CAPÍTULO DIEZ Algunos años antes… Era principios de 1871 y el viento frío cortaba los huesos cuando Chad Ritter se detuvo en el porche de la casa de su amada Diane y la besó en la mejilla. Ella rio. “Oh, Chad, eres un amor, tengo que decirlo”. —Me haces feliz de estar vivo, —dijo, ajustándose el sombrero para hacer algo, incapaz de mirarla a los ojos, el calor subiendo por su mandíbula. —Chad, estar vivo en sí mismo es un regalo de Dios. —Lo sé, pero desde que te conocí, mi vida tiene sentido. Eso es lo que quise decir. Una sombra cayó sobre ellos y Chad miró hacia arriba para ver al padre de Diane asomándose detrás de ella, sus grandes manos posándose sobre sus hombros. Impasible, miró a Chad con ojos ni duros ni amables. Y su voz, cuando habló, sonó sonora. “Chad, eres bienvenido