CAPÍTULO VEINTE Tal vez fuera su tercer whisky puro, tal vez fuera el cuarto. No lo sabía, no le importaba. Silas Scrimshaw se sentó y miró al fondo de su vaso, lamentando el fallecimiento de su hijo Reece. Porque estaba pasando. Se habían trazado las líneas, se habían pronunciado los discursos. Había desterrado a Reece a la oscuridad, repudiándole, y todo era tan innecesario. El deslizó la última bocanada alrededor del fondo del vaso y tiró el contenido por su garganta y se sentó, con la cara entre las manos, y sollozó. “No deberías castigarte así”. Bajando las manos, miró hacia arriba y la vio parada allí, tan hermosa como un ángel. Manuela. Ella le había devuelto la vida, no solo a sus entrañas, sino a toda su existencia marchita. Y aquí estaba ella, con esa mirada ardiente de ella,
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