Una oportunidad inesperada

877 Words
Dos días más ya han pasado, y comenzaba a sentir que todo se volvía una rutina… Por la mañana y hasta el mediodía recorríamos bares, en busca de trabajo de meseras. También probamos en un hotel, frente a ese bar llamativo de la otra noche, pero al día siguiente nos cancelaron las entrevistas, porque ya habían tomado a otras personas para los puestos de limpieza: otras personas con experiencia y referencias. Luego, pasábamos el resto de la tarde buscando un departamento para alquilar. Vimos desde sitios de dos o tres habitaciones, hasta monoambientes demasiado pequeños como para convivir en paz; pero todos pedían requisitos a los que no aplicábamos, y ni siquiera aplicaríamos si todo seguía yéndonos así de mal. Por otro lado, Jake se veía cada vez más depresivo al regresar de esas misteriosas salidas, y nos ha seguido evadiendo, pidiéndonos que lo dejáramos solo. Sabía que no debíamos meternos en su vida privada, incluso Vane lo ha seguido afirmando, aunque se veía en sus ojos que sufría en silencio al verlo así. Al fin y al cabo, Jake seguía siendo su crush, y su primer enamoramiento tan largo de la infancia. Así se encontraba ella ahora, con la mirada perdida y los codos apoyados en el marco de la ventana, viendo cómo la ciudad se sumerge lentamente en el atardecer. Jake acaba de irse, pero esta vez le dijo de mala manera que no se metiera en donde no la llamaban. Y realmente ya no estoy segura si su depresión es sólo detonada por Jake, o si se arrepiente de habernos escapado de New Rochelle. Las cosas no están saliendo como lo planeamos, y aunque siempre me sienta una pesimista innata, no puedo dejar de pensar en la posibilidad de que quizás el peor escenario que había imaginado, sea incluso más feliz y “rosado” a el que realmente podríamos terminar enfrentando si continuamos con esta mala racha. —Podríamos dar un paseo —comento parándome de la cama, y acercándome a mi amiga. Ella parece estar demasiado absorta en sus pensamientos, pero las arrugas en su frente me confirman que sí me ha escuchado—. ¿Qué opinas? Podríamos ir por un helado. —¿Y el helado nos dará soluciones? —ni siquiera voltea a verme, y siento que su depresión ya está comenzando a hacerse más sólida, como hace unos años… —Bueno, pero… Podríamos despejarnos, y con algo dulce siempre pensamos mejor. Me levanta una ceja, y sabe que tengo razón. Desde niñas, cuando debíamos encontrar soluciones a un problema, o si teníamos que aguantar una situación que nos dolían, siempre íbamos por golosinas. Solía ser nuestra “hora feliz” dentro de malos ratos, además de hacer carpas con algunas almohadas y sábanas, en nuestras habitaciones. El mundo podía caerse o explotar, pero siempre estábamos seguras en nuestro lugar feliz. —Está bien, pero sólo si tienen de fresa. Paseamos por un rato largo, nuevamente por la zona cerca de la autopista sur, a unas cuadras del río Harlem. Ya estábamos a unas dos cuadras del bar del cupido con las alas rotas, cuando nos encontramos con un hotel con aspecto bastante viejo. El cartel de neón en la entrada debería dar la bienvenida, pero varias letras no encienden. Los ladrillos vistos de las paredes tienen algunas roturas, y están despintados. La puerta de vidrio de la entrada tiene algunas rajaduras en la parte baja, como si le hubieran tirado una piedra. —¿Entramos a averiguar? —le pregunto a ella, pero sus ojos sólo muestran rechazo. —¿A averiguar cuánto cobran por ocultar un homicidio? Este lugar es demasiado lúgubre para trabajar… —Me refería a cuánto cobran por día, para poder mudarnos aquí al menos una semana. Porque, piénsalo —me encojo de hombros, caminando hacia la entrada—. Este sería el último lugar en donde nos buscarían. Al menos, hasta encontrar un lugar más permanente. El sonar de una campanilla nos recibió al abrir la puerta, junto con un leve rechinido. El suelo de madera resonaba al caminar, y los floreros con margaritas falsas lograban completar el ambiente de una película de terror. Tras el mostrador, una mujer de unos sesenta años nos observaba con curiosidad, dejando un periódico al lado de una taza de café ya usada. —Buenas tardes, jovencitas —su voz me parecía algo chillona, pero amable—. ¿En qué puedo ayudarlas? —Hola, buenas tardes. Queremos consultar el precio por día completo, para poder reservar. Ella dudó unos segundos, pero tomó una carpeta llena de papeles y corroboró una página. —Sesenta dólares el día completo —Nos observa un momento y una sonrisa vivaz cruza su arrugado rostro—. Y tengo dos puestos vacantes para limpieza, por si les interesa. Si aceptan, puedo rebajar el precio a unos treinta dólares. Ambas nos miramos impresionadas, el precio era la mitad de lo que estábamos pagando en el otro hotel, además de que nos estaba ofreciendo empleo. Lo sentí como una señal de que quizás las cosas sí mejorarían aquí, y que nuestra nueva vida sí podría hacerse real. —Perfecto —le sonreí completamente entusiasmada a la señora—. ¿Cuándo comenzamos?

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