- ALBAGARD UN REINO DE ENSUEÑO -

1640 Words
En un valle bañado por el sol, donde los ríos cristalinos nutren praderas interminables que florecen con colores vibrantes, se extiende un lugar mágico de belleza inigualable conocido como “El Reino de Albagard”, sus ciudades son auténticas obras de arte, adornadas con torres doradas de mármol blanco, jardines colgantes perfumados y fuentes que reflejan la luz del amanecer como espejos encantados, sus aldeas están llenas de color y en los mercados la abundancia es la norma. Los bosques que rodean este Reino abrazan una flora y una fauna sorprendentes custodiados por una variedad de árboles dentro de los cuales destacan las enormes especies de nogal y abedul que susurran al unísono, hermosas melodías cuando son sacudidos por el viento, los campos dorados de trigo y viñedos exuberantes aseguran una economía próspera para todos sus habitantes, el pueblo de Albagard goza de paz y bienestar, bendecidos por un clima soleado o templado, este Reino ostenta sólidez, estabilidad, custodiados por una noble orden de caballeros leales, cuya espada jamás ha tenido que levantarse en defensa de la justicia porque su soberano, con el fin de evitar que su gente sea sometida a los designios que traen las guerras, para mantener la paz es partidario de firmar alianzas o tratados. El Rey Godwin Sommer, hombre imponente pero sabio y magnánimo, ha garantizado que nadie pase hambre ni sufra de injusticias, ha dedicado también el impulso al arte y la cultura, sumando a su progreso ingresos por medio de la artesanía. Albargard es un reino que permite que la magia y la ciencia coexistan en perfecta armonía, aprobando avances asombrosos sin alterar la pureza de la naturaleza, esta fortaleza con su majestuosa presencia, se imponía como una baluarte reconocida por muchos Reinos, demostrando que con la guía de un buen líder que impulsa el esfuerzo a través de la motivación, la perfección no es un ideal inalcanzable, sino una hermosa verdad cotidiana. Sin embargo, este magnífico Reino al jamás haber intervenido en guerras, denotaba una evidente debilidad porque las únicas murallas imponentes son los gigantes árboles que cubren los alrededores del Reino; su ejército, aunque es bien entrenado es pequeño y tienen pocas guarniciones; aunque las rutas de acceso al Reino son amplias y abiertas, para facilitar la llegada de viajeros, también podrían dar la bienvenida a invasores... La princesa Adelaide hija primogénita del Rey Godwin y de su esposa la Reina Adela, a simple vista no era una joven común; su belleza era un hechizo en sí misma, su cabello rojo y rizado caía en espiral sobre hombros delicados, y sus ojos, de un verde profundo, brillaban con una inteligencia afilada, su figura delgada y esbelta aunadas por un gran porte que proyectaba la pureza de su alma, su caminar, emanaba un profundo misterio, respeto y admiración, la bella princesa creció rodeada de las comodidades propias de una corte real, fue educada en danza, bordado, pintura, el saber estar, el manejo diplomático de una conversación, literatura, estrategia militar, esgrima destacándose en las clases del arte de gobernar adquiriendo los conocimientos propios de una futura heredera al trono. Había un lugar donde Adelaide podía ser solo una adolescente más, lejos de las obligaciones de la corona, este lugar era la torre donde vivía la joven Edme, hija de los hechiceros de la corte Brunilda y Casimiro Green, de tez trigueña su cabello n***o azabache caía en cascada desordenada, y sus ojos, oscuros como la noche, parecían conocer secretos que nadie más comprendía, a pesar de ser un par de años mayor que Adelaide, su sabiduría y poder la hacían parecer de otro tiempo. Desde la infancia, Adelaide y Edme crecieron juntas, compartiendo risas y secretos entre los pasadizos ocultos del castillo y los bosques prohibidos. Su vínculo se forjó con la fuerza de una hermandad inseparable. Juntas hacían travesuras propias de la niñez: robaban frutas, dulces y panecillos de la cocina del reino, para luego escapar riendo mientras los cocineros, asustados y molestos, corrían tras ellas, pasaban días enteros en los prados verdes que rodeaban el reino, recolectando flores de jazmín, lavanda y hojas de laurel, trenzándolas junto con hierbas aromáticas para dejarlas secar y armar coronas de flores, que luego colocarían sobre las cabezas de los asistentes como un símbolo de armonía y felicidad en las festividades de verano del Gran Festival del Sol. Edme, con su innata conexión con la naturaleza y la magia, enseñó a Adelaide los secretos del cielo: las fases de la luna, el movimiento de las estrellas y el arte de reconocer flores y hierbas para preparar pócimas y brebajes curativos. A cambio, la princesa le enseñó a leer y escribir, compartiendo con ella el conocimiento reservado para la nobleza. Por haber crecido junto a Adelaide, Edme gozaba de ciertos privilegios dentro del reino. La reina Adela, con afecto maternal, le obsequiaba vestidos confeccionados con telas reales, juegos de joyas y esencias perfumadas. Aunque no llevaba sangre real, su cercanía con la princesa la hacía parte de ese mundo dorado. En el mismo reino vivía Ethan, un joven de tez clara, cabello castaño y ojos color ámbar, hijo único del viudo y caballero real Sir Ezra Townsend, el hombre de mayor confianza del rey. Desde niño, Ethan creció entre los pasillos de la corte, entrenando con los mejores espadachines y aprendiendo los códigos de honor de Álbagard. Su destino estaba marcado por la espada y el deber, pero su corazón, sin saberlo aún, encontraría en Adelaide y Edme una amistad que trascendería el tiempo y las circunstancias. Los tres jóvenes crecieron forjando una amistad inquebrantable. A pesar de sus responsabilidades dentro del reino, siempre encontraban la manera de escabullirse y disfrutar juntos de pequeñas aventuras, durante varios otoños recolectaron desechos de las cabañas del pueblo: madera desgastada, paja dorada, ramas robustas y hojas secas y construyeron su refugio: una pequeña cabaña de aproximadamente 5 metros por lado, oculta en un rincón lejano del callejón que conectaba los establos del castillo, desde la parte central del reino era posible divisarla, pero en los alrededores quedaba perfectamente disimulada tras altos arbustos, que la hacían parecer un simple montículo de tierra cubierto de matorrales. Ese escondite se convirtió en su santuario, un lugar donde podían ser simplemente ellos mismos, lejos de las exigencias de la corte. Era especialmente útil cuando la noche los sorprendía o la lluvia repentina azotaba el Reino. Allí, con previsión, guardaban leña, semillas secas y harina en pequeños costales, así como botellas de agua, aguamiel y barriles de vino, por si alguna vez no lograban regresar al castillo antes del anochecer. En aquel rincón secreto, en medio de risas y confidencias, su amistad se fortaleció, tejiendo lazos que ni el tiempo ni el destino podrían romper. Una tarde de primavera, Edme tejió con esmero una corona de flores y, con una sonrisa traviesa, la colocó sobre la cabeza de Adelaide. Ethan, al verla, sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo, como si algo en su interior despertara de un largo letargo. Incapaz de contenerse, susurró con voz entrecortada: —Eres mi reina soberana- … Las palabras flotaron en el aire como un hechizo. Adelaide sintió un temblor en su pecho, un calor desconocido que le erizó la piel. En ese instante, sus ojos se encontraron con los de Ethan, y en un parpadeo, algo entre ellos cambió para siempre. La brisa nocturna traía consigo el aroma de jazmines y lavanda, mientras las hojas susurraban secretos en la penumbra. Adelaide caminaba entre los senderos de piedra, su corazón latiendo con fuerza. Sabía que él vendría. Ethan apareció entre las sombras, su silueta recortada contra la luz plateada. Llevaba aún su armadura ligera, pero su mirada no reflejaba el acero de la guerra, sino el fuego de algo más intenso. —¿Por qué me has llamado a estas horas? —preguntó él, con la voz más suave de lo habitual. Adelaide bajó la mirada un instante. No estaba segura de cómo expresarlo. Desde hacía días, la cercanía entre ellos se había vuelto diferente: las miradas prolongadas, los roces accidentales, el calor que sentía cuando él estaba cerca. —Quería verte… a solas —susurró finalmente. Ethan dio un paso adelante, y la distancia entre ellos se acortó hasta que pudo ver el leve temblor en los labios de la princesa. —Adelaide… —murmuró su nombre con la misma reverencia con la que un guerrero alza su espada por primera vez. Ella levantó la mirada y sus ojos se encontraron. Fue entonces cuando sucedió: un instante de vacilación, un suspiro compartido, y luego, como si el tiempo se rompiera a su alrededor, sus labios se encontraron en un beso. Al principio fue un roce leve, casi un susurro, pero pronto la emoción contenida los envolvió. Ethan la tomó suavemente por la cintura, acercándola a él como si temiera que el mundo los separara. Adelaide sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies, perdida en la calidez y la pasión de aquel momento que, aunque prohibido, se sentía más real que cualquier otra cosa en su vida. Cuando se separaron, la respiración de ambos estaba agitada. Ninguno habló. No hacía falta. Se miraron con la certeza de que algo había cambiado para siempre. Desde aquella noche, ya no eran solo la princesa y el caballero. Eran dos almas que habían probado el sabor del destino… y no había vuelta atrás. Edme, observadora y leal, pronto adivinó el romance que florecía entre sus amigos. Aunque el amor entre Adelaide y Ethan desafiaba las estrictas normas de la nobleza, ella decidió guardar su secreto y protegerlos. Pero en su corazón, una pregunta latía con fuerza: ¿Sería suficiente su amor para desafiar el destino? ¿Podrían romper las cadenas impuestas por la corona y escribir su propia historia? Solo el tiempo lo diría. Y la fuerza de su amor.
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