capítulo 12

2488 Words
>>Ha llegado a oídos de esta autora que ayer por la noche el duque de Hastings dijo, al menos en seis ocasiones, que no tenía ninguna intención de casarse. Si lo que pretendía era desanimar a las madres ambiciosas, estaba equivocado. Ellas únicamente verán en esas palabras un reto aún mayor. Y, en una interesante nota adjunta, la media docena de declaraciones de principios se produjeron antes que el duque conociera a la encantadora y sensible señorita (Daphne) Bridgerton. REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN, 30 de abril de 1813 Al día siguiente, por la tarde, Simon estaba en la escalera de casa de Daphne, con una mano en el picaporte y la otra sosteniendo un precioso ramo de tulipanes de los más caros. A él no se le había ocurrido que esta pequeña farsa que habían organizado requeriría sus atenciones durante las horas del día pero, durante el breve paseo que dio con Daphne por el baile, ella acertadamente le dijo que si no la visitaba al día siguiente nadie, y muchos menos su madre, se creerían que realmente estaba interesado en ella. Simon supuso que tenía razón, ya que creía que ella tenía más experiencia que él en todos esos detalles. Él, muy obediente, fue a comprar las flores y se dirigió hacia la casa de los Bridgerton en Grosvenor Square. Nunca le había hecho la corte a una mujer respetable, así que todo aquel ritual le era totalmente desconocido. El mayordomo de los Bridgerton le abrió la puerta inmediatamente. Simon, le dio su tarjeta. El mayordomo, un hombre alto con nariz aguileña, la miró y asintió, al tiempo que decía: —Por aquí, señor. Obviamente, pensó Simon, lo estaban esperando. En cambio, lo que no se esperaba era lo que vio en el salón de los Bridgerton. Daphne, una diosa con un vestido de seda azul cielo, estaba en el sofá verde de damasco, con otra de esas amplias sonrisas en la cara. Habría sido una vista deliciosa si no hubiera estado rodeada de media docena de hombres, e incluso uno de ellos se había arrodillado frente a Daphne y le estaba recitando una poesía. A juzgar por la naturaleza floral de los versos, era de esperar que, en cualquier momento, le saliera un rosal por la boca. Simon decidió que la escena era de lo más desagradable. Miró fijamente a Daphne, que le estaba dedicando su espléndida sonrisa al bufón que recitaba poesía, y esperó a que lo viera. No lo hizo. Simon miró la mano que tenía libre y vio que estaba cerrada en un puño. Miró a todos los hombres que rodeaban a Daphne y trató de decidir en la cara de quién clavarlo. Daphne volvió a sonreír y, otra vez, la sonrisa no fue para él. Ese estúpido poeta. Simon inclinó la cabeza para estudiar mejor la cara del joven. ¿El morado le quedaría mejor en la cuenca del ojo derecho o en la del izquierdo? A lo mejor eso era demasiado violento. Quizá sería más apropiado un certero derechazo en la mandíbula. Como mínimo, lograría que se levantara del suelo. —Este poema—anunció el chico con grandilocuencia—, lo escribí en su honor ayer por la noche. Simón resopló. El anterior había sido una grandiosa rendición a un soneto de Shakespeare, pero uno original era más de lo que podía soportar. — ¡Duque! Simon levantó la mirada para ver que Daphne por fin se había percatado de su llegada. Simon asintió, un poco extraño de estar con ella en presencia de aquellos cachorros. —Señorita Bridgerton. — ¡Que alegría verlo! —exclamó Daphne, con una sonrisa en la cara. Aquello ya estaba mejor, Simon levantó las flores y empezó a caminar hacia ella, aunque se encontró con tres jóvenes pretendientes por el camino, y ninguno de ellos parecía dispuesto a moverse. Simon atravesó al primero con su mirada de hielo y el chico, porque no debía tener más de veinte años y, por lo tanto, casi no podía ser considerado un hombre, tosió de manera bastante obvia y se sentó en una silla que había junto a la ventana. Simon avanzó un poco más, dispuesto a repetir el procedimiento con el siguiente chico, pero entonces la vizcondesa le salió al paso; llevaba un vestido azul oscuro y el brillo de su sonrisa podría incluso rivalizar con el de su hija. — ¡Duque! —dijo, eufórica—. Es un placer volver a verlo. Nos honra con su presencia. —No me imagino en cualquier otro lugar —dijo, al tiempo que le cogía la enguantada mano y se la besaba—. Su hija es una joven excepcional. La vizcondesa suspiró con satisfacción. — ¡Y qué flores tan bonitas! —dijo, después del manifiesto de orgullo materno—. ¿Son de Holanda? Han debido costarle mucho. — ¡Madre! —interrumpió Daphne. Apartó la mano de la de un pretendiente particularmente fuerte y se levantó—. ¿Y qué respuesta va a darte el duque ahora? —Podría decirle lo que me han costado —dijo Simon, con una maliciosa sonrisa. —No lo haría. Simon se acercó, de modo que sólo Daphne pudiera oírlo. — ¿No me recordó usted misma ayer por la noche que soy un duque? —dijo—. Pensaba que me había dicho que podía hacer lo que quisiera. —Sí, pero eso no —dijo Daphne, agitando la mano—. Usted no sería tan grosero. — ¡Claro que no es grosero! —Exclamó Violet, horrorizada de que Daphne se atreviera a pronunciar esa palabra delante del duque—. ¿De qué hablabais? ¿Qué resultaría grosero? —Las flores —dijo Simon—. El precio. Daphne cree que no debería decirle lo que me han costado. —Ya me lo dirá luego —le susurró la vizcondesa al oído—. Cuando no nos escuche. Luego volvió junto al sofá verde donde se habían sentado Daphne y sus pretendientes y reorganizó a todo el mundo en tres segundos. Simon quedó admirado de la precisión militar con la que llevó a cabo la operación. —Mucho mejor—dijo Violet— ¿No está mucho mejor así? Daphne, ¿por qué no te sientas con el duque aquí? — ¿Quieres decir donde hace un momento estaban lord Railmount y el señor Crane? —preguntó, inocentemente, Daphne. —Exacto —respondió su madre, en lo que a Simon le pareció una admirable muestra de sarcasmo obvio—. Además, el señor Crane dijo que tenía que reunirse con su madre en Gunter a las tres. Daphne miró el reloj. —Madre, sólo son las dos. —El tráfico —dijo Violet —. Es horrible. Hay demasiados caballos y carruajes por las calles. Simon, sumándose a la conversación, dijo: —Lo peor que puede hacer un hombre es hacer esperar a su madre. —Muy bien dicho, duque —dijo Violet—. Puede estar seguro de que les he dicho eso mismo a mis propios hijos. —Y si no está seguro —dijo Daphne —, para mí sería un placer responder por ella. Violet se limitó a sonreír. —Si alguien debería saberlo, eres tú, Daphne. Ya ahora, si me disculpan, tengo que atender algunos asuntos. ¡Señor Crane! ¡Señor Crane! Su madre jamás me perdonaría que no le dejara marcharse a tiempo. —Violet salió, llevándose al pobre señor Crane por el brazo, que apenas tuvo tiempo de despedirse. Daphne miró a Simon sonriente. —No sabría decirle si es terriblemente educada o exquisitamente maleducada. — ¿Exquisitamente educada? —preguntó Simon. Daphne agitó la cabeza. Entonces, como por arte de magia, los demás hombres que estaban en el salón se levantaron y se despidieron. —Muy eficaz, ¿no le parece? —dijo Daphne. — ¿Su madre? Es una maravilla. —Volverá, no crea. —Lástima. Y ahora que creía que ya la tenía en mis garras. Daphne se rió. —No sé por qué lo consideran un vividor. Su sentido del humor es sencillamente excepcional. —Y yo que creía que los vividores éramos muy chistosos. —El sentido del humor de un vividor es, esencialmente, cruel. Aquel comentario cogió a Simon por sorpresa. La miró a los ojos marrones, aunque sin saber demasiado bien qué buscaba. Alrededor de las pupilas tenía un pequeño círculo de color verde; un verde muy intenso. Se dio cuenta de que nunca la había visto a la luz de día. — ¿Duque? La suave voz de Daphne lo devolvió a la realidad. Parpadeó. — ¿Disculpe? —Parecía que estaba muy lejos de aquí —dijo Daphne, arrugando las cejas. —He estado muy lejos de aquí. —Simon tuvo que hacer grandes esfuerzos para no volver a perderse en sus ojos—. Esto es totalmente distinto. Daphne se rió; un sonido muy musical. —Ha estado en países muy lejanos, ¿verdad? Y yo nunca he ido más allá de Lancashire. Debo parecerle de lo más provinciana. Simon prefirió hacer caso omiso de ese comentario. —Debe disculpar mi actitud. Creo que estábamos discutiendo acerca de mi absoluta falta de sentido del humor. —No es cierto, y lo sabe —dijo Daphne, colocando los brazos en jarra—. Le he dicho, concretamente, que tiene un sentido del humor muy superior al de la media de los vividores. Simon arqueó una ceja. — ¿Y pondría a sus hermanos en ese saco de vividores? —Ellos creen que lo son —lo corrigió—. Hay una gran diferencia con serlo. Simon resopló. —Si Anthony no lo es, compadezco a la mujer que se cruce con uno en su vida. —Un vividor es mucho más que seducir a una legión de mujeres —dijo Daphne, alegremente—. Si un hombre no sabe hacer otra cosa que meterle la lengua a una mujer hasta el esófago y besarla... A Simon se le hizo un nudo en la garganta pero, aún así, consiguió decir: —No debería hablar de esas cosas. Daphne levantó los hombros. —Ni siquiera debería saberlas —dijo él. —Cuatro hermanos —respondió ella, a modo de explicación—. Bueno, tres, porque Gregory todavía es demasiado joven. —Alguien debería decirles que vigilaran lo que dicen delante de su hermana. Daphne volvió a levantar los hombros. —La mayoría de las veces ni siquiera se dan cuenta de que estoy en la habitación. A Simon le costaba creerlo. —Pero parece que nos hemos desviado un poco del tema original —dijo ella—. Lo que quiero decirle es que el sentido del humor de un vividor se basa en la crueldad. Necesitan una víctima porque no saben reírse de sí mismos. Usted, en cambio, con esa actitud crítica con usted mismo, es mucho más inteligente. —No sé si darle las gracias o ahogarla. — ¿Ahogarme? Santo Dios, ¿por qué? —dijo Daphne, riéndose, un sonido que a Simon le llegó a lo más profundo. Simon suspiró profundamente pero no le sirvió para calmarle el pulso tan acelerado que tenía. Si Daphne no dejaba de sonreír, juraba que no podría responder de las consecuencias. Sin embargo, ella no dejó de mirarlo y sonreír, una de aquellas sonrisas que parecían estar perpetuamente al límite de la risa. —Basándome en el principio general, voy a ahogarla —gruñó Simon. — ¿Y qué principio es ése? —El principio general de todo hombre —respondió él. Ella arqueó las cejas, curiosa. — ¿Uno opuesto al principio general de toda mujer? Simon miró a su alrededor. — ¿Dónde está su hermano? Está siendo muy descarada. Seguramente, debería venir alguien para controlarla. —Estoy segura de que no tardará demasiado en ver a Anthony. En realidad, estoy sorprendida de que todavía no haya venido. Anoche estaba bastante enfadado. Tuve que soportar una charla de una hora sobre sus defectos y pecados. —Le aseguro que los pecados son, en gran parte, exagerados. — ¿Y los defectos? —Posiblemente sean ciertos —admitió Simon. Aquel comentario hizo que Daphne volviera a sonreír. —Bueno, ciertos o no, mi hermano piensa que usted quiere algo. —Es que quiero algo. Daphne ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco. —Cree que quiere algo pecaminoso. —Ya me gustaría a mí —dijo Simon, para sí mismo. — ¿Cómo dice? —Nada, nada. Daphne frunció el ceño. —Creo que deberíamos explicarle a Anthony nuestro plan. — ¿Y qué sacaríamos con eso? Daphne recordó el sermón que le había dado su hermano la noche anterior y se limitó a decir: —Bueno, dejaré que lo averigüe usted mismo. Simon arqueó las cejas. —Mi querida Daphne... Daphne abrió la boca, sorprendida. — ¿No pretenderás que te llame señorita Bridgerton? —Dijo Simon—. Después de todo lo que hemos pasado. —No hemos pasado nada, no diga tonterías, pero supongo que puede llamarme Daphne. —Excelente —dijo Simon, asintiendo con condescendencia—. Tú puedes llamarme duque. Daphne le dio un golpe en el brazo. —De acuerdo —dijo él, sonriendo—. Si te parece mejor, llámame Simon. —Sí, me parece mucho mejor. Simon se inclinó un poco, y la miró con fuego en los ojos. — ¿De verdad? —dijo—. Me gustaría mucho oírtelo decir. De repente, Daphne tuvo la extraña sensación de que Simon hablaba de algo mucho más íntimo que la mera mención de su nombre propio. Empezó a notar un extraño calor en los brazos e, inconscientemente, dio un paso atrás. —Las flores son preciosas —dijo. —Sí, que lo son. —Me encantan. —No son para ti. Daphne se quedó de piedra. Simon sonrió. —Son para tu madre. Ella abrió la boca, sorprendida. —Eres muy listo. Así seguro que cae rendida a tus pies. Pero este gesto te va a salir muy caro, lo sabes, ¿no? Simon la miró a los ojos. — ¿De verdad? —Sí. Estará más decidida que nunca a llevarte al altar conmigo. En las fiestas, estarás igual de asediado que si no hubiéramos tramado este plan. —Bobadas —dijo él—. Antes, tenía que aguantar a decenas de madres deseosas de endosarme a sus hijas. Ahora, toda mi atención se centra en una. —A lo mejor te sorprende su tenacidad —dijo Daphne. Luego se giró hacia la puerta—. Debes de gustarle mucho, porque nos está dejando solos más de lo habitual. Simon se quedó pensativo y se acercó a Daphne. — ¿Y no puede estar escuchando detrás de la puerta? —le susurró. Daphne agitó la cabeza.
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