¿Qué pasa por la mente de una persona que ve a alguien a punto de suicidarse? Yo siempre he estado en plan de ser la que lo hace, lo he intentado un par de veces, el puente sólo ha sido uno de los tantos medios que uso para intentar quitarme la vida.
Me he preguntado varias veces el cómo reaccionarán las personas a mi alrededor, si llorarán o si me verán como una loca cobarde y se enojarán conmigo.
No entiendo el por qué la gente se enoja y culpa a las personas que deciden suicidarse, tenemos una razón para querer hacerlo y, además, la vida es nuestra, somos los que elegimos sobre ella.
Yo he intentado quitarme la vida desde los catorce años, por esa misma razón, no me gusta tener amigos, porque… cuando me vaya de este mundo, espero no hacerles daño a muchas personas, por lo mismo, entre menos lazos tenga en esta vida, mejor.
—Hola, Rousse —saludó la profesora Clarena, caminando hacia mí con su cuerpo regordete y las mejillas sonrojadas por el calor del medio día—. ¿Ayer Alejandro alcanzó a darte la bolsa?
Traté de no impresionarme al escuchar aquel fatídico nombre y mostré la sonrisa que tanto había practicado.
—Buenas tardes, señora Clarena —saludé—. Sí, muchísimas gracias —respondí con voz tranquila.
Parecía que a ella le gustaba mi sonrisa y me dio dos golpecitos en el hombro derecho.
—Menos mal… vi que lo dejaste en tu salón y me dije, “esto debe ser importantísimo para esta mujer y por andar con la carrera lo ha dejado”, así que le dije a Alejandro, que fue el primero que vi, que corriera a llevártelo; menos mal sé que siempre te vas por el puente de la avenida, de lo contrario te habrías quedado sin ese uniforme.
Qué cosas, le dio tiempo hasta de curiosear lo que llevaba en la bolsa y vio que era un uniforme extra de la universidad; ¿será chismosa esta profesora?
—Sí… muchas gracias —acentué con la cabeza y después, como quien no quiere la cosa, me alejé de ella.
Afortunadamente, las primeras horas de la tarde pasaron sin problema alguno, recibí a mis niños con un fuerte abrazo, fue como inyectarme la energía que me hacía falta para poder soportar aquellas horas.
Eso me hizo pensar que debía dar lo mejor de mí esa tarde para que ellos no notaran que su profesora estaba triste. Así que esa tarde practicamos aprendernos algunas palabras nuevas y largas por medio de unas canciones, hice que se levantaran de sus puestos e hicimos algunas mímicas con las manos del significado de las palabras y ellos se divirtieron mucho. Me llenaba de placer ver todas aquellas sonrisas y escuchar las risas de los niños, hasta había algunos que daban pequeños brincos en sus puestos.
Cuando se hizo el receso y debía avisar para que llevaran los refrigerios de mis alumnos, pude escuchar la voz de Alejandro en la recepción. Sentí que una oleada de corriente puso mis bellos de punta. Tragué en seco y recordé lo que había practicado para ese día.
Abrí la puerta y sentí el calor de la recepción abrazarme al dejar el salón climatizado. Había algunas personas esperando en las banquetas y una mujer de edad abriendo la puerta principal de madera oscura al entrar. Al fondo, se encontraba Alejandro conversando con un hombre que tenía a un niño agarrado de la mano.
Pasé con rapidez hacia la cocina donde, al entrar, sentí que me golpeó el calor que siempre caracterizaba aquel lugar.
—Buenas tardes —saludé con un poco de timidez.
Siempre se me había hecho difícil entrar allí y no saber a quién hablarle, ya que los cocineros siempre están caminando de un lado a otro, sirviendo la comida y todo ese uniforme blanco me intimidaba.
Pero, como se le había hecho costumbre al señor Eduardo, al verme, me sonrió con su rostro quemado de calor y se acercó a mí.
—¡Rossy! —Saludó—, ¡se me ha alegrado la tarde al ver esos hermosos ojos!
Ese hombre siempre me decía lo mismo cuando me asomaba en la cocina, y nunca sabía qué contestarle.
Me pasé una mano por mi cabello perfectamente peinado en una coleta mientras me sonrojaba y bajé la mirada.
—Ya envío los refrigerios a tu salón —me informó—. ¿Cuántos niños han venido hoy?
—Diecinueve —respondí con rapidez.
—¿Juanito ha vuelto a faltar?
—No, hoy ha venido puntual.
—Más le vale —soltó entre dientes—, por más que en el colegio la profesora intenta enseñarle a leer, sigue trabándose, sólo contigo es que no se atrasa, o si no estaría perdiendo el año.
Sonreí al no saber nuevamente cómo responder. No soy tan buena para recibir halagos, no me gusta que me los hagan, porque me toman fuera de base.
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Al volver a mi salón, vi que Alejandro estaba terminando de despedirse del hombre, que lo dejó con el niño, que se aferraba a una de sus piernas. Daba mucha gracia, porque no dejaba que Alejandro caminara bien, se había hecho una bolita alrededor de su pierna.
Era la primera vez que veía que uno de los niños era apegado a él; creía que le tenían miedo. Yo era una de las primeras que se intimidaba con la fuerte presencia que tenía su personalidad.
—Vamos, Pipe, ¿no me vas a dejar caminar? —preguntó al niño entre una carcajada.
—Cárgame —le pedía el pequeño con voz berrinchuda.
Noté que el niño no debía tener más de cuatro a cinco años y sus mejillas eran regordetas, además que traía una mochila con el escudo del superhéroe Capitán América.
Me quedé observando la imagen con una sonrisa conmovida mientras me abrazaba a mí misma.
—Bueno, pero no te podré cargar si no te sueltas de mi pierna —dijo Alejandro mientras se inclinaba un poco al niño, que, al ver que lo tenía más cerca, soltó su agarre y abrió sus brazos para que Alejandro lo cargara.
Me sorprendí al ver que el niño, al sentir los brazos de Alejandro rodearlo, sonreía satisfecho y se aferraba a su pecho cuando ya lo tenía cargado.
Alejandro, al voltear y verme, detuvo su paso y eliminó una sonrisa que le produjo el comportamiento del pequeño Pipe. Inspiró profundamente, mientras que el pequeñín acomodaba su rostro al ancho pecho de su profesor.
—Hola, Rousse —me saludó.
En aquel momento, yo reaccioné y mi pecho dio un pequeño brinco, haciendo que mi personalidad algo tímida y cohibida volviera a despertar.
—Buenas tardes, señor —respondí al saludo mientras bajaba la mirada, aunque sosteniendo la sonrisa que tanto había practicado.
—Espérame a la salida —me informó con su voz gruesa y seria.
Alcé la mirada con rapidez e impresión, tragando en seco. Mis labios temblaron por un momento y un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¿Esperarlo?
—Sí —fue lo único que me dijo, para después marcharse cargando al pequeñín que iba satisfecho con aquel regazo.
¿Qué me iba a decir? ¿Me diría que era mejor que pasara la carta de renuncia?
Me hice la cabeza trizas las tres horas que faltaban para salir. Quería que llegara la hora de irme, pero a la misma vez no, ya que sabía que debía esperarlo y eso me generaba mucha ansiedad.
No quería salir de mi salón de clases.
Había despedido a todos los niños, conversé con algunos padres que tenían dudas sobre el avance de sus hijos, y limpié el salón. Entonces, cuando me di cuenta que había llegado la hora de enfrentar al serio e intimidante Alejandro y mi incierto futuro en el centro de desarrollo, la ansiedad explotó en mi cuerpo.
Antes de salir hice algunos ejercicios de respiración, caminé en círculos por el salón, rasqué mi cráneo hasta que lo sentí arder y noté un poco de esquirlas de sangre en las puntas de las uñas.
Volví a practicar la sonrisa y algunos movimientos de brazos, aparte de masajear mis hombros para que se relajaran.
—Señor Alejandro, ¿qué quería hablar conmigo? —Practiqué, negué al ver que no lo estaba haciendo bien—, dígame, ¿por qué me pidió que lo esperara? Es muy extraño en usted ya que no hablamos…. —cerré los ojos al ver que sólo empeoraba mi ansiedad al repasar una conversación absurda.
Negué con la cabeza y suspiré para poder calmarme. Decidí abrir la puerta y enfrentar la recepción junto con todo su repertorio de profesores que se quedaban a conversar allí.
La profesora Sarita, que era tres años mayor que yo y junto a mí éramos las más jóvenes de las maestras, me vio salir y me barrió de pies a cabeza. Me extrañó ver que hacía eso, no era normal en ella. Su personalidad, junto con ese cuerpo delgado y pequeño, siendo adornado por su gran cascada rizada de cabello, no eran propios de ver tan despectivamente a las personas, así que, el que estuviera observándome de aquella forma, era para preocuparse, ya que, debía tener unas muy buenas razones para estar haciéndolo.
La verdad es que nunca me había gustado que ese grupo de cuatro (incluyendo a Alejandro) se adueñara de la recepción siempre a la salida del horario laboral, porque se notaba que lo hacían para observar a todo el que entraba y salía, siempre pensaba que era para criticarlos y hablar de ellos.
Así que no pasó mucho tiempo para pensar que Alejandro les pudo comentar lo que yo había hecho el día anterior y, por esa misma razón, Sarita me había observado de esa forma tan despectiva.
Y fue cuando mi ataque de ansiedad empeoró… seguramente todos en aquel lugar sabían que era una chica suicida.