Capítulo 5

3102 Words
La alarma empieza a sonar. Es una suave tonada. An chroi laistigh.  Ahogo un gruñido en mi almohada, estiro la mano por la mesilla de noche y busco mi teléfono. Voy tanteando la pantalla hasta que la música se detiene.  Me siento pésimo, exahusta. Si dormí una hora exagero.  Tener a mi marido en mi cama, abrazado a mí no me dejó conciliar el sueño; mucho menos cuando le escuché llorar.  Por Dios...  Lloró por horas, mojando la almohada, mi cabello y mi cuello.  Su llanto silencioso, sus nulas palabras y su repentina necesidad de contención, me ha dejado realmente peor de lo que estaba.  Rashid, aquel sujeto invencible que todo podía controlar anoche resultó ser otra persona. Fue un hombre completamente diferente. Un hombre expuesto y vulnerable. Triste, deprimido, arrollado por la angustia.  Anoche me mostró su lado más roto y desesperanzado y eso me trae muerta de la preocupación.   Suspiro y despacio me quito la sábana y la colcha de encima. Miro a mi costado y acaricio con suavidad la frente de mi hijo, que duerme plácidamente.  Con pereza salgo de la cama, me pongo las pantuflas y mi bata, y entro al baño. Me desnudo, abro la ducha y en lo que el agua se calienta, me miro al espejo.  Tengo unas terribles ojeras y mi cara luce... Luce muy seria y angustiada.  Mierda.  A pesar de que me trae malos recuerdos verme así, es inevitable.  Saber que alguien que amas sufre, y que no tienes idea de cómo ayudarle porque sencillamente no te lo permite, es insoportable.  El vapor comienza a nublar el espejo, mas no dejo de mirarme. De mirar a la mujer amargada que devuelve el reflejo. Me analizo hasta que se empaña totalmente y no me queda otro remedio que meterme bajo el agua.  El brillo que tenían mis ojos ya no está. Me cuesta terriblemente esbozar una sonrisa y mis facciones delatan que estoy todo el tiempo a punto de largarme a llorar.  Hacía mucho que no me escudriñaba con tanta autocrítica.  Cada vez que pasaba por un espejo me decía a mí misma que se llamaba madurez. Sin embargo, hoy asumo que esa madurez en realidad transmutó a una profunda amargura. Y la amargura la disimula mi linda cara, mi atractivo cuerpo o mi yo fingida que últimamente le viene obsequiando al mundo la más forzada de mis sonrisas.  Me estremezco cuando el chorro impacta contra mi espalda, y me quedo un momento quieta, dejando que el agua me moje de la cabeza a los pies.  Unos minutos me alcanzan para enjabonarme, lavar mi pelo, secarme y envuelta en la bata, entrar al vestidor.  Con precisión elijo lo que voy a usar. Básico y sin mucho esfuerzo de combinación. Un traje gris perla, con pantalón de vestir ajustado en los muslos y suelto en la caída, y su holgada chaqueta confeccionada por un sastre de Nápoles. También una camisa negra de escote redondo y mangas cortas, y zapatos de taco medio, a juego. Me cepillo el pelo todavía mojado, y aunque no tengo ganas de gastar mi tiempo en un arreglo excesivo, me siento frente al tocador y me maquillo, me pongo perfume y pendientes.  La verdad es que...  A nadie le interesa ver los problemas de mi casa o con mi marido, reflejados en mi aspecto, tan natural como demacrado.  A nadie le importa ni le incumbe si tengo una crisis matrimonial, o si en definitiva estoy atravesando un mal momento.  Si algo aprendí en este tiempo, es que para mi hijo y para el afuera, Nicci será siempre arrolladora, una ganadora, la mejor.  La mejor mamá, la mejor mujer y la mejor empresaria.  Inspiro profundo, salgo del vestidor y me acerco a la cama. La rodeo y me siento en el borde, del lado donde Ismaíl duerme. Le sonrío tenuemente al pensar en lo bravo que se pone si yo no lo despierto o por el contrario, si él se despierta y no me ve cerca.  —Bebé —susurro, acariciando su regordeta y sonrojada mejilla—. Ismaíl —se remueve y frunce el ceño—. Bebé de mamá hay que levantarse.  Empieza a girar de un lado a otro. Se despabila poco a poco y con sus tiernas manitas se frota los párpados.  —Aiaaa, mami —esa es su peculiar y dulce forma de decirme hola.  Muerdo mis labios y atesoro este momento, como tantos que guardo en mi memoria. Disfruto enormemente de nuestro pequeño instante de amor porque sé lo efímero que es el tiempo. Lo comprendí a la perfección cuando en un abrir y cerrar de ojos mi hijo aprendió a llamarme mamá.  —Hola mi amor —me avalanzo sobre él y le lleno de besos y cosquillas.  —¡Mami! —se queja entre carcajadas—. ¡Mamá, no!  Paro y toco su pelo. Su brillante pelo azabache.  —Hay que vestirse y cepillarse los dientes. Te vas a poner muy lindo porque hoy es un día importante —retiro las sábanas de su cuerpo y lo cargo en brazos. Me mira, como expectante, en tanto camino a su cuarto—. ¡Hoy es tu primer día de guardería! —le informo con alegría, sentándolo en su sillón y cepillándole suavemente los dientes—. Vas a conquistar a todas tus maestras —enfatizo, al quitarle su pijamas.  Como si entendiera lo que digo arruga su frente y se sacude, rehusándose como cada mañana, tarde o noche que toca cambio de vestimenta.  —¡No! —me dice con autoridad.  Le cambio el pañal, limpio su colita y lo lleno de talco de bebé.  Aún no deja los pañales pero eso no me preocupa. Todavía no está listo; cuando lo esté, él mismo me pedirá no volver a usarlos. Así me lo explicó su pediatra y la aplicación de mi teléfono, ideal para mamás primerizas.  —Sí, hijo —le doy su Mickey de peluche, cuya distracción me facilita poder vestirlo.  —Aiaaa mimi —saluda a su amigo de juguete.  Enternecida por sus cortos diálogos idioma bebé, termino de ponerle los tenis.  Overol n***o, camiseta de Mickey y zapatillas deportivas. Así conquistará el mundo mi hijo, el día de hoy.  Le ayudo a bajar del sillón y le extiendo mi mano—. Vamos a desayunar.  Doy la vuelta cuando sus deditos agarran los míos pero no avanzo; me congelo en mi lugar.  —Buenos días —saluda él con frialdad, recargando el hombro en el marco de la puerta.  Viste bien y huele delicioso. Siento su perfume y su after shave.  Su traje n***o luce impecable, pero ni siquiera el más sobrio y atractivo atuendo disimula su noche carente de sueño o sus ojos hinchados de llorar.  —Buen día, Rashid —respondo adoptando un tono y una actitud igual a la suya.  Si así es como vamos a jugar, bien. Le voy a enseñar que no me daré por vencida, pero tampoco permitiré que me confunda ni que continúe tratándome con indiferencia.  Ya no más.  —Yo lo llevo a la cocina —se acuclilla, esperando que Ismaíl corra a sus brazos—. ¡Vamos campeón! —alienta, pero para su sorpresa no ocurre lo que él desea.  Mi pequeño niño se mantiene dubitativo. Como si no estuviera cien por ciento seguro de ir con su padre, atina a agarrar y estrujar la tela de mi pantalón sin dejar de mirarle con desconfianza.  Revuelvo su pelo y vuelvo a cargarlo en brazos. No puedo culparle y menos obligarle. La ausencia paterna y el tiempo, pasaron la factura aunque Rashid no haya querido darse cuenta.  Con lentitud nos acercamos—. Ve con papá, mi amor —desorientado y temeroso finalmente asiente, y accede a acurrucarse en brazos del magnate.   —Nicci...  Relamo mis labios y me repito por dentro que no debo sentir pena. Él necesita con urgencia entender que la distancia que impuso sólo lastima, provoca más indiferencia y a la vista está, también desconfianza.   —Cosechas lo que siembras —interrumpo en un susurro que Ismaíl no alcanza a escuchar—. Un año, Rashid —paso por su lado, salgo del cuarto de mi niño y añado—. Fue un año de indiferencia y ahí lo tienes. Lograste en parte lo que querías: que tu propio hijo te desconozca. Felicidades.  En un silencio casi sepulcral bajo las escaleras. Mi esposo me sigue de atrás; lo sé por los quejidos de Ismaíl a mis espaldas.  —Hola mi cielo —me recibe Meredith, con un beso en la mejilla y una cálida sonrisa.  Está en la sala. Leía un libro pero pegó un salto en el sillón enseguida que me vio.  —Buenos días, Mer —aprieto suavemente  sus brazos.  —Hay café y panecillos de jamón. También tarta de zarzamoras.  Río y palmeo su espalda.  —De tanto mimarnos, saldré por esa puerta rodando como una bola.  Antes de ir a la cocina, a preparar la leche caliente con miel que mi pequeñín adora, miro al magnate.  Nuestro hijo está incómodo. Es un niño alegre, extrovertido, dado con todo mundo pero con su padre, ahora está tenso... Y como su madre no pienso obligarlo a algo que no desea.  —Tiene que desayunar —digo con serenidad, extendiendo los brazos hacia mi bebé. Rashid se pone a cada instante más y más irritado. Puedo comprender su frustración, pero si quiere recuperar la relación que tenía con su primogénito deberá pasar tiempo con él; tiempo de amor y calidad—. Rashid, tiene que desayunar —repito, ante su duda de dármelo.  Finalmente lo baja al piso y brincando Ismaíl se acerca y agarra mi mano.  —Mer —me aclaro la garganta—. No te preocupes por mí. Tomaré un poco de café. A Ismaíl le voy a servir su vasito y una vianda con panecillos para que coma en el viaje. Tengo que llegar a las ocho en punto a la guardería y también tengo una reunión con Bruna en la clínica.  Hace cosa de un año, Dichezzare me pidió una mano. Quiso dejar su antiguo empleo y obtener un trabajo de medio tiempo con buena paga que le permitiera continuar sus estudios en bellas artes y ganar espacio durante el día para hacer lo suyo; su pasión: pintar.  Así fue como me hice de una secretaria personal que sin vérmelo venir, en el ámbito laboral me cambió la vida.  Pongo a calentar la leche con miel y cuando llega a la temperatura ideal la paso a su vasito térmico de Mickey, no sin antes batirla con frenesí y hacer la espuma que a mi hijo le fascina.  Aparte, guardo panecillos en una vianda. También galletas con chispas de chocolate, algunas nueces y su botella de agua.  Le doy la leche que con entusiasmo agarra y la bebe de a tragos largos. Nos acercamos a la puerta principal y de paso agarro nuestras cosas. Su mochila, el abrigo, su bolsita de merienda, su bolso de ropa, pañales y remedios por si acaso, mi cartera, mi notebook y mi saco.  —¡Las llaves del auto mi cielo! —grita Meredith, alcanzándome antes de salir.  Como puedo estiro una de mis manos, pero ella chasqueando la lengua, guarda la llave en el bolsillo de mi chaqueta.  —Deja que te ayude.  —Claro que no —niego—. Esto es entrenamiento, nana. Es puro entrenamiento madre e hijo.  Se ríe y cuando está a punto de comentar algo, se calla.  —¿Ya te vas? —pregunta él, con cautela y seriedad, sorprendiéndome con su interés tan repentino.  Sin dejarme embelesar por esa melodiosa interrogante, lo miro por encima del hombro.  —Sí —respondo a secas—. Ocurre que ésta es nuestra rutina, y tú decidiste no formar parte de ella, desde hace tiempo.  Me despido de Meredith, le deseo éxito en su día de empresario y de la mano de Ismaíl, con los bolsos al hombro, salgo al garage.  Hay humedad y no hace frío pese a que el otoño azota con bajas temperaturas y lluvias a Roma.  Una mañana de clima asqueroso.  Le quito la alarma a mi camioneta. Una Toyota gris oscuro del año pasado que compré asesorada por Rashid, después de haber recibido mi licencia de conducir.  Una camioneta elegante, hermosa y espaciosa que va conmigo y con mi vida. Me permite ser mamá plena mientras conduzco, porque cuenta con la comodidad ideal para mi hijo, pero también una distinguida mujer de negocios.  Guardo los bolsos en el asiento del acompañante y arreglo a mi pequeño en su silla. A su lado, en la bandejita que trae la silla despliego su desayuno. Su botella de agua, un panecillo, nueces y galletas. Tomo asiento frente al volante, pongo traba automática a las portezuelas, prendo el aire acondicionado y la música infantil y emprendo el viaje.  Al salir del garage; un amplio garage donde está el Audi y las dos camionetas que Rashid y Stefano utilizan para trasladarse, noto que la puerta principal está abierta.  En lo que aguardo porque el portón que me da acceso a la salida del pueblo y que conecta con la ciudad se abra, miro con curiosidad cómo mi esposo, parado bajo el umbral observa mi coche.  Mi corazón empieza a latir fuerte, pero trago saliva para controlarme.  No puedo perder mi autocontrol por sus repentinas demostraciones de interés.                                    ***  Después de treinta minutos de viaje llegamos a Montessori, la guardería y jardín de infantes de Ismaíl. Está cerca de la clínica y en educación inicial es de lo más prometedor en Roma.  Otorgando una formación que desde pequeñito le dará a mi rey independencia, determinación, un sentido de justicia, valores y sobre todo, moldeará su carácter de forma que nadie en un futuro le ponga el pie encima, pero que tampoco, el mundo opulento que le rodea ponga sus ínfulas por las nubes.   Quiero hacer de mi niño alguien pleno, feliz y noble. Es mi mayor proyecto de vida.  Aparco en el estacionamiento, salgo de la camioneta y abro la portezuela trasera. Agarro su mochila, su bolsita de merienda y su abrigo.  —Vamos —le digo, desabrochando su cinturón, y apreciando su mirada curiosa e interesada.  Lo bajo del coche y despacio, nos adentramos en el corto y colorido pasillo de la guardería.   Nos recibe Maggy, su maestra, con una cálida y encantadora sonrisa.  Nos reunimos hace una semana, cuando mencioné mi interés por inscribir a mi hijo. Ella disipó mis dudas, me enseñó porqué y a qué pretenden llegar con su base educacional Montessori y entonces se robó mi corazón.  Y sé que también se robará el de Ismaíl, porque con su simpatía, su dulzura y su dedicación se gana la amistad de cualquier niño.  —Muy bien —dice sonriendo y acuclillándose frente a mi hijo—. Hola Ismaíl, me llamo Maggy —le ofrece su mano y acertando a mi pensar, él se ríe y la toma—. Iremos a jugar un rato. Nos vamos a divertir muchísimo —se endereza y se centra en mí—. La separación, naturalmente tiende a ser más difícil para los papás, que para los niños —da la vuelta, avanzan unos metros y entran a una preciosa salita ambientada en colores cálidos, pufs y varios instrumentos musicales.  Yo les sigo, alejada de Ismaíl, hasta que en un instante determinado y obnubilado por su descubrimiento colorido, se olvida por completo de mi existencia.  ¡Maldición. Esto es tan lindo pero tan triste!  Al final Maggy tiene razón. Es sumamente difícil desprenderme de él.  —Aquí estará bien, a salvo y en buenas manos no se preocupe.  Con esa última frase repitiéndose en mi cabeza y tras despedirme amablemente de ella, me voy de la guardería.  Me voy a mi segunda y maravillosa obligación del día: mi trabajo; con el consuelo de que en dos horas estaré llenando de besos a mi hijo, otra vez.                                   *** —Cuando me habló, así, todo pedante y frío, me dieron ganas de tirarle algo por la cabeza —Bruna, sentada frente a mí, con el escritorio separándonos, bebe un sorbo de su latte con chocolate.  Me recargo en la silla y hago lo mismo. Tomo un trago de mi café n***o, extra azucarado.  —A mi también, ¡pero me enoja, me confunde y me preocupa tanto! —bufo—. Anoche apareció en nuestro cuarto. Fingí que dormía. Se acostó con nosotros, me abrazó... Y lloró toda la noche —rubiales me observa con pesar y suma atención—. Hoy a la mañana intentó ser más amable que de costumbre. Pero Ismaíl —suspiro profundo y dejo la taza sobre el escritorio—... Ismaíl no quiere saber nada con su padre. Estuvo tenso, incómodo, desconfiado y reticente con Rashid —hago una pausa, me tomo unos segundos de silencio, y sentencio—. Él tiene problemas. Tiene problemas gravísimos.  La siciliana también se queda en silencio. Pensativa, con el ceño fruncido, los codos recargados en la superficie amaderada del escritorio y sus manos acunando su mentón.  —Está tan irreconocible, que sus actitudes dejan mucho que desear —suelta en un murmullo.  —Y su actitud es lo que más me preocupa—replico—. Sus ansias porque lo detestemos o porque nos olvidemos de él —trago saliva—. Lo dijo anoche. Que tenemos que olvidarnos de él y que nos quiere proteger —le regalo una mueca triste—. Me estoy volviendo loca, Bruna. Mi cabeza piensa en millones de cosas.  —¿Y qué vas a hacer, Nic? ¿Cómo vas a...  —Como él —intervengo—. Voy a serle tan indiferente como él lo ha sido con nosotros. Lo conozco, está desbordado. Llegará un momento en que no lo soportará y explotará.  —¿Si fallas? —pregunta con seriedad—. ¿Si realmente es lo que Rashid busca?  —No nos vamos a separar. No voy a dar mi brazo a torcer. De alguna u otra forma voy a averiguar lo que le sucede.  —Yo... ¿Puedo decirte lo que estoy pensando justamente ahora? —pregunta temerosa. Tal parece eligiendo las palabras exactas para decir.  —¡Claro! —insisto, abriendo grande los ojos.   —Yo —toma aire y lo suelta despacio—. Yo creo que actúa así para evitarte una angustia mayor. Tal vez quiere evitarte un dolor realmente enorme y una verdad devastadora. 
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