De un largo trago vacío mi taza de café. Aún estando caliente lo tomo de una sola vez.
—Explícame —digo, pero ella me mira. Sólo me mira. Con dudas. Como temerosa de meter la pata con lo que pueda llegar a salir de su boca—. ¡Vamos, Bruna por amor de Dios! —me altero—. Necesito que me digas lo que estás pensando!
La veo respirar profundo. Llena de aire sus pulmones y lo suelta despacio, varias veces. Se relame los labios, hoy los trae pintados de un color rosado fuerte que resalta el blanquecino tono de su piel.
—Me encantaría sonar disparatada. O que me digas que soy estúpida por mis ocurrencias —carraspea—. Pero analizando lo que pasa entre ustedes, ¿no te has preguntado si Rashid no estará...
Abro bien grandes mis ojos cuando se calla. Odio cuando lo hace. Cuando dice todo y a la vez nada. Cuando me deja en ascuas.
—¿Estará? —insisto—. ¿Estará, qué?
Para mi grandiosa mala fortuna dos toquecitos suaves en la puerta de mi oficina llaman mi atención.
Es Corinna. Su melena rizada asoma por la puerta, ahora entreabierta.
—Nicci, perdón la interrupción —se disculpa con la simpatía que la caracteriza—. Nos están llamando en recepción desde Milán. Gía, la asesora que contrataste para el evento dice que le urge comunicarse contigo.
Resoplo, enarco una ceja y le doy un asintimiento.
—Está bien, Corinna, gracias. Yo la llamo desde aquí —intentando sonar lo más cordial posible añado—. ¿Necesitas algo más?
Ella baja la mirada un instante.
¿Será posible?
Adoro a mis empleadas pero en este preciso momento estoy en el medio de una importantísima conversación personal.
¿No puede decirme rápido lo que quiere?
—Quería recordarte que hoy me retiro más temprano —contesta al cabo de unos segundos.
Inspiro hondo y abro mi agenda de la clínica. Tiene razón. Me pidió retirarse antes para visitar a su hermana al hospital. Acaba de dar a luz.
Cierro la agenda, apoyo mi mano sobre la tapa y le regalo una sonrisa.
—Vete tranquila, Corinna. Nos vemos mañana.
Nos saluda a ambas. A Bruna y a mí y se marcha, cerrando nuevamente la puerta.
Me aclaro la garganta, me repantigo en el asiento y observo inquisitiva a mi gran amiga.
—¿Podrías terminar de decirme lo que crees que pasa con Rashid?
El teléfono del despacho empieza a sonar y maldigo para mis adentros.
Bruna retira su silla giratoria y estira la mano hacia el tablero digital del teléfono.
—Iba a decir una estupidez. Así que mejor haz de cuenta que no dije nada. Ese hombre es un roble, olvídate de mis disparates —agarra el teléfono y acepta la llamada. Por su silencio estoy segura que la han dejado en línea de espera—. Lo mejor es que pares de maquinar con lo que sucede. Es decir, conoces a tu esposo mejor que yo, pero ambas sabemos que él, de cualquier problemita lo vuelve una bomba a punto de explotar —se encoge de hombros, dice algunas palabras y vuelve a quedarse en espera—. Siempre lo hace todo mal o al revés. Tiene un cerebro diminuto. Tan diminuto como el lío que se le vino encima. Seguro le está poniendo todo el drama. Sin drama Rashid no es Rashid.
Frunzo el ceño y mientras ella se enfrasca en una conversación con Gía, la organizadora de la exposición en Milán, yo la observo con desconfianza.
Sus palabras no me dan seguridad, tengo una angustia bestial, y mi pecho está oprimido. No es paranoia mía ni drama de Rashid. Yo sé que no es eso.
Me levanto de mi asiento y con la taza en mano voy a una mesa de vidrio redonda, frente al ventanal. Enciendo la cafetera y me preparo otro café. Igual de cargado y amargo que el anterior.
—Nicci —la voz de Bruna me sobresalta. Me distraje viendo cómo la taza se llenaba.
—¿Si? —apago la cafetera, doy la vuelta y me acerco al escritorio.
—Gía pregunta si harás pública la lista de invitados de mañana —sus dos cejas doradas se alzan—. A la prensa —agrega.
Mi contrariedad es perceptible para rubiales. Mi entrecejo arrugado de seguro lo denota.
—¿Qué lista? —digo con extrañeza—. ¿Qué es lo que hay mañana?
La siciliana rueda los ojos, le dice que sí a Gía y después de saludarla, corta.
—Mañana es la fiesta aniversario de la clínica, Nic —abre sus ojos y sus pupilas celestes me fulminan escandalizadas—. Se alquiló un salón impresionante, servicio de catering, decoración, música. Tú misma aceptaste el logo de las invitaciones la semana pasada.
Suelto un suspiro pesado y me siento en la silla. Mi mirada viaja por todo mi despacho.
—Me olvidé por completo.
—No te preocupes —dice ella, con tanta alegría que me obliga a ponerle atención—. Vamos a salir de compras. Vamos a elegir un lindo vestido que deslumbre en la fiesta de mañana.
Enarco mi ceja.
—No, Bruna. Buscaré vestidos en mi armario —elevo la taza, la pongo en mis labios y le doy un sorbo—. Aparte, en un rato tengo que ir a buscar a Ismaíl a la guardería.
—¿Y eso qué? —replica elevando el tono de voz—. A Ismaíl le encanta salir de paseo al centro comercial —se levanta de su silla, rodea el escritorio y se recarga en el filo, a mi lado—. Almorzamos, eliges un vestido, recorremos un par de tiendas y de paso te distraes un poco, ¿vale?
Esbozo una mueca de desagrado.
—Con sinceridad... No tengo ganas de ir. Me gustaría dar una disculpas y decir que tengo catarro, o una fuerte gripe.
Ella toca mi hombro y levanto la mirada.
Ya no luce alegre, sino molesta.
—Trabajaste duro. Con esmero y dedicación para llegar a lo que eres hoy, Geovanna. Es tu momento de rosas, de aplausos, de puro reconocimiento.
Geovanna. Cuando me llama así, es porque está enojada conmigo.
—Bru, no tengo ganas de ir —repito—. ¿Pedirle a Rashid que me acompañe después de todo lo que estamos pasando? ¿Recordarle que mañana es el aniversario de lo que fue nuestro emprendimiento y que me rechace? ¿Ir sola y ser la comidilla de la prensa porque mi marido, un exitoso empresario no estuvo a mi lado? —sacudo la cabeza, negando—. No. Por supuesto que no.
—Sabes, una vez, escuché a la desgraciada de mi madre decirle a mi hermana, que debemos fingir lo que somos, y ser lo que fingimos.
—¿Y? —murmuro, sin entender a qué se refiere.
—Que nadie tiene que saber lo que pasa puertas adentro de tu casa. A nadie le debe importar.
Vaya si lo tengo claro. Me repito eso a diario.
—Dime a dónde intentas llegar —sopeso.
—Amiga... —se para detrás de mí y me da un masaje en los hombros—. Lo que quiero decirte es que mañana, te vistas con lo mejor y más bonito que encuentres, seas firme y lleves a tu marido de los huevos si es necesario, a la fiesta.
Esbozo una mueca entre divertida y algo sarcástica.
—No va a ser tan fácil cómo piensas.
—¡Ay, Nicci! —replica con entusiasmo—. Quieres que cambie su actitud contigo, ¿cierto? —asiento lentamente—. Entonces actúa con inteligencia —se acerca a mi oreja y me susurra—. Tu indiferencia lo va a lastimar, pero ese cuerpazo que tienes lo va a dejar idiotizado.
—No te estoy siguiendo.
—Cuando llegues a casa ponle los puntos. Ignorarlo sólo te llevará al fracaso... Sin embargo seducirlo va a ser su jodido punto débil. La seducción, Nicci, es la debilidad de cualquier imbécil.
—¿Por qué no tomas clases para cupido?
Se recarga de nuevo en el filo del escritorio y me regala una mueca desinteresada.
—Sólo te hablo desde la experiencia. Nunca olvides que soy tres años mayor que tú.
Me rasco la frente y la analizo con sospechas.
—¿Qué me estás escondiendo, Bruna?
—¡¿Yo?! —lleva ambas manos a su pecho, escandalizada—. Yo quiero que se reconcilien con sexo. Con sexo del duro. En algún recóndito sitio de la casa donde nadie los pueda encontrar.
—¡Ay, para de divagar! —intervengo, achinando la mirada—. ¡Y no me cambies el tema!
—No lo hago —se defiende con picardía.
—Yo sé que me estás ocultando algo. Te conozco muy bien.
—¡Es la emoción por ir a una elegante fiesta!
—¿Y Alexander? —curioseo, terminándome la segunda taza de café—. ¿Alexander te va a acompañar?
Se ríe con malicia.
—No. Se fue anoche a visitar a su padre en Nápoles. Dice que se siente culpable por el poco tiempo que le dedica y la verdad, es que me vino bien un poco de libertad.
La observo alarmada. Ya imagino en qué puede terminar su noche, mañana. Alcohol, música, y el tío de mi hijo serán una mezcla un poco peligrosa.
—Bruna...
Trato de advertirle lo que ya sabe pero me corta con un quejido.
—¡Mira qué hora es! Te acompaño a buscar a Ismaíl. Hoy no hay trabajo administrativo así que las de recepción podrán hacerse cargo de la clientela que llegue, como lo hacen siempre —agarra mi mano y tira de mí—. ¡Nos vamos a elegir vestidos!
Respiro profundamente y accedo. Apago la laptop, organizo mi escritorio y agarro mi cartera, mi notebook y mi abrigo.
—Esta conversación no se quedará acá. La seguiremos luego —ella hace lo mismo; coge sus cosas y salimos de mi oficina.
Me despido de las chicas y con Bruna sentada del lado del acompañante, emprendo viaje. Un corto viaje a la guardería de Ismaíl.
Estaciono en el mismo sitio que un par de horas atrás, salimos de la camioneta y atravesamos el colorido pasillo del jardín.
Maggy se encuentra parada bajo el marco de otro salón. Uno de pintura y dibujo. Y me mira con elocuente confusión.
Estrecha la mano de Bruna y cuando menciono que vine a buscar a mi pequeño, su perplejidad aumenta.
—Nicci, ¿hubo algún problema? —me pregunta con seriedad.
Parpadeo varias veces.
—No... Sólo vine a buscar a mi hijo —contesto, mirando mi reloj de pulsera, por si acaso llegué unos minutos tarde.
Cosa que no. Recién dan las diez en punto.
—Pero... Ya se llevaron a Ismaíl —replica manteniendo el tono, cauto pero serio.
De repente. Por fracciones de segundos pienso en lo peor, y me descompongo.
Palidezco. Sé que palidezco.
—¿Cómo es eso de que se llevaron a Ismaíl? —digo en un alarmante gruñido—. ¿Quién sacó a mi hijo antes de hora de aquí?
—¡Oh, Nicci, por Dios discúlpeme! ¡No fue mi intención asustarla! —dice, notando el enojo que seguro refleja mi cara—. No me expliqué bien. Fue su esposo. Su esposo vino a buscar a Ismaíl.
—¿Mi... Esposo? —susurro imperceptiblemente—. Perdóname tú a mí, Maggy —modulo mi voz y trato de disimular la cólera que ahora siento y que lo tiene a Rashid como responsable—. Se le olvidó avisarme que retiraría a nuestro hijo.
Ella recupera su cálida sonrisa y aprieta mi mano.
—Descuide Nicci. Los esperamos mañana.
La saludo, y como alma que lleva el diablo salgo de la guardería.
Bruna nota cuán furiosa me estoy poniendo y me informa que irá en taxi a su casa. Que es mejor cancelar la salida al centro comercial. Que llegue a mi casa y no pierda la cordura.
Prometiéndole que me comportaré civilizadamente, nos despedimos, subo a mi camioneta y conduzco hasta mi hogar.
En el trayecto mi enojo empieza a desvanecerse pero no así mis ganas de reprocharle.
Es su hijo también y está en su derecho de sacarlo del jardín. Pero es su deber avisarme que lo hará. Por un momento imaginé lo peor; el peor de los escenarios.
Cuando llego, guardo la camioneta en el garage, salgo del coche y a paso rápido entro a la casa. En la cocina, merendando y jugando están Meredith y mi niño.
Les doy un beso a los dos y mientras abrazo a mi pequeño, miro a mi nana preferida.
—¿Dónde está Rashid?
—E... En el despacho —me contesta.
—Gracias. Enseguida vengo —giro y abandono de la cocina.
Me paro frente a la puerta de la biblioteca e inhalo hondo.
Entro y veo su perfil. Está parado, mirando por la ventana, cruzado de brazos.
—Estaba esperándote, Nicci —dice con frialdad.
—¿Ah si? —ironizo—. ¡Pues claro! ¡Recogiste a Ismaíl, sin avisarme que lo harías! ¡Fuiste por nuestro hijo y, ¿qué tanto te costaba enviarme un mensaje?!
Ladea la cabeza hacia mí y me regala un semblante sereno, frívolo y aunque trate de disimularlo, también triste.
—Tenemos que hablar —dice ocultando sus lágrimas, bajo la falsa fachada de tipo indiferente.
Trago saliva y me acerco a él. Lo hago con temor y precaución, olvidándome de la molestia de minutos atrás.
—No tengo ganas de hablar —mi voz se quiebra.
Es que aún desconociendo sus palabras, me duele.
Lo que sea que quiera decir, sé que me va a doler.
—Aunque tú no quieras hablar, habibi, yo sí tengo algo que comunicarte —cuando me acerco lo suficiente, me entrega una carpeta que traía bajo el brazo.
—¿En verdad?
Lo pregunto pero en mi mente la respuesta se formula por sí sola, clavándose en mi pecho como una estaca.
Al final y al cabo el amor se desgasta; amar con desenfreno a veces no es suficiente; y sobre todo y aún más doloroso que lo anterior, asumo que las promesas sólo se hicieron para romperse alguna vez.
—Nunca he hablado tan en serio. Quiero el divorcio, Nicci —es lo que llenándome de confusión y rabia, escucho de su propia boca—. Quiero divorciarme de ti.