DOS

1957 Words
Aquella no había sido una buena noche para Irina. En realidad, desde hacía bastante tiempo no tenía buenas noches. Últimamente se sentía rara. Una extraña incomodidad invadía su cuerpo y la sumergía en situaciones no deseadas. Con la vista clavada en la cuadrícula que formaba en el cielo raso la luz azulada que entraba por la ventana, dio un repaso a su situación; hija de inmigrantes rusos, había llegado al país antes de cumplir dos años y se había asimilado a las costumbres argentinas. Obtenida su nacionalización, cursó estudios hasta terminar la secundaria y allí fue cuando sus padres, que no habían abandonado sus creencias religiosas ni las viejas tradiciones rusas, la comprometieron con un coterráneo, varios años mayor que ella. A pesar de su empecinada oposición inicial, tuvo que aceptar esa imposición y a los diecinueve años ya era madre de un varoncito. En realidad, Sergio resultó ser un buen marido y durante estos veinte años no había hecho otra cosa que mimarla y halagarla. Sin embargo, una sensación de frustración se había hecho carne en ella durante el último año. Durante el festejo de los quince años de su hija menor y como una revelación, había cobrado conciencia de su propia juventud perdida. Educada en una severa religión que prácticamente le negaba todo por el sólo hecho de ser mujer, había aceptado sumisamente el matrimonio y pasó, sin más a ser adulta, parir, criar hijos y sostener las responsabilidades del hogar. Por suerte, su marido no era observante de las tradiciones ni de la religión y, como buen porteño, la convirtió en “la patrona”. Debía de reconocer que con él había comenzado a disfrutar realmente de la vida, vivir en una buena casa, disponer con el tiempo de un auto para ella sola y conocer otros países con motivo de las vacaciones. También la había iniciado en el sexo, del que desconocía todo y hasta llegó a creer que formaban una buena pareja en la cama. No obstante, y no por culpa de él, últimamente las relaciones se le antojaban sosamente rutinarias y le costaba alcanzar los orgasmos con el entusiasmo y la frecuencia a que estaba acostumbrada. A los treinta y ocho años y como si fuera una primeriza, una especie de vaginitis dolorosa le cerraba el paso al placer. Sus músculos internos se contraían rechazando al m*****o de su marido quien no pensaba que era una enfermedad y a su edad, le resultaba grato sentir el roce de su sexo contraído. Aunque no era afecta a los médicos, sentía que indefectiblemente debería de acudir a uno de ellos, cosa que dilataba para no tener la sorpresa de estar viviendo una menopausia prematura. Sus períodos eran cada vez más cortos y el flujo menstrual le parecía más pesado. En los momentos más inoportunos, la invadían como llamaradas calientes subiendo desde el vientre y rubores intensos cubrían su pecho y cara de cálidos sudores que rápidamente se convertían en escalofríos. Su cabeza y la corta melena solían cubrirse de transpiración mientras una sofocación extrema le llenaba el pecho acompañando las agitadas palpitaciones del corazón. También su sexo experimentaba cambios, ya que las secreciones se habían reducido notoriamente con lo que la lubricación era insuficiente y al mostrarse menos elásticos sus tejidos, las penetraciones se le hacían dolorosas o, por lo menos, incómodas. Un síntoma que no había sufrido modificaciones e incluso se había incrementado, era su pertinaz y casi permanente excitación. Cada vez más seguido y cuando no lograba alcanzar el orgasmo con su marido, debía recurrir a secretas y solitarias masturbaciones para, por lo menos, conseguir eyacular. Todo aquello la ponía nerviosa, la mantenía en vilo y, justamente, para superar esas súbitas depresiones y los sollozos o lloriqueos sin motivo, contradiciendo todas las indicaciones lógicas, había recurrido al auxilio del café. También fumaba en exceso y, cada vez con más frecuencia, tomaba algunos tragos de vodka ya que lo insípido de esa bebida no dejaba huellas en su aliento pero ignoraba que con ello contribuía a incrementar sus extemporáneos accesos de resplandeciente alegría o sus desconcertantes pérdidas de memoria. Esa especie de auto examen y el sempiterno latir del fondo de sus entrañas la habían desvelado. Tratando de no despertar a su marido, salió de la cama y se dirigió en la oscuridad hacia la cocina. El característico parpadear de la televisión en la oscuridad la atrajo hacia el living y se disponía a entrar en él para apagar el receptor cuando alcanzó a divisar la figura de su hijo en la penumbra. Fijando la vista en las imágenes de la pantalla, tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de sorprendida iracundia. Con una realidad que se le ocurría palpable, la imagen la mostraba a ella en toda su estupenda desnudez y realizando con su marido algunos de los actos más perversamente acrobáticos a los cuales habían sido aficionados devotos hasta no mucho tiempo antes. Ella creía que aquella grabación realizada subrepticiamente por su cónyuge en un hotel de Curitiba cinco años antes y que mostraba sin clemencia toda la profundidad de lo que su lubricidad la llevaba a cometer en una cama, ya no existía y no podía imaginar como había llegado a manos de su hijo. Alucinada por la crudeza del salvajismo que exhibía el video y cuando sus ojos se acostumbraron a la semi oscuridad, vio la actividad febril de las manos de su hijo masturbándose con aquellas imágenes. Incapaz de reaccionar, se dejó estar mirando hipnóticamente la masturbación del muchacho que mascullaba obscenidades acerca de la virtud de su madre y sus condiciones innatas para la prostitución. Cuando aquel llegó al orgasmo mientras bramaba de satisfacción eyaculando en violentas escupidas del falo que escurrieron abundantes por su mano, se deslizó silenciosamente hasta su cuarto y penetrando en el baño, refrescó el ardor de su sexo durante largo rato sobre el chorro helado del bidet. Por la mañana y luego de que su marido partiera para el trabajo conduciendo a Catalina al club, decidió tomar el toro por las astas y hablar con su hijo. Cuando entró al cuarto dispuesta a despertarlo, Matías se dio vuelta y al apartar las sábanas quedó al descubierto la impresionante carnosidad de su pene. Aun a pesar de su estado latente, la v***a tumefacta era impresionante, con toda la apariencia de una larga y gruesa morcilla. Tal vez a causa de los problemas hormonales y ginecológicos, de su voluntaria abstinencia s****l o por que nunca había tenido la oportunidad de conocer a otro hombre más que a su marido, quedó como fascinada por tan prometedora v***a. Como en tropel, acudieron a su mente antiguas sensaciones de tan larga data como el mismo nacimiento de su hijo. Su propia naturaleza reservada y tal vez su juventud, la habían hecho acallar el placer que le provocara el juguetear involuntariamente con los genitales del pequeño, introduciéndolos en su boca y sorbiéndolos apretadamente en un remedo inconsciente de masturbación. También evocó como la fortaleza del chupeteó del bebé a sus pezones colocaba un desasosegante escozor en su entrepierna que, sin llegar a la intensidad de un orgasmo, mojaba satisfactoriamente su sexo, especialmente en el puerperio. Tuvo que reconocer que ya en los últimos años, la intensidad de la masculinidad de su hijo y sin que ella se lo propusiera, con su mera proximidad, instalaba un cosquilleo animal y salvaje en sus riñones y sexo, obnubilando sus sentidos con un oscuro deseo primitivo. Nunca lo había hablado con otra mujer, pero suponía que esas llamadas ancestrales hacia sus cachorros eran comunes a las hembras, aun dejando de lado al famoso complejo edípico. Arrodillándose silenciosamente junto a la cama, estiró una mano y sus yemas, ligeras, rozaron apenas al m*****o dormido. Humedeciendo los dedos con saliva, recorrió tenuemente la superficie del falo que, ante esa leve caricia, lentamente, comenzó a cobrar mayor volumen. Sudorosa por las emociones encontradas que la inundaban y temerosa de que su hijo despertara pero obsesionada hasta la obnubilación por el tamaño preanunciado de la v***a, acercó su boca a ella y recorriéndola ligeramente con su lengua vibrátil, la excitó con la inconsciente esperanza de verla en toda su envergadura. O bien el muchacho sabía disimular muy bien o realmente tenía el sueño pesado. Fuera como fuere, aquello entusiasmó a Irina, quién tomando al m*****o entre sus dedos lo levantó cuidadosamente y la lengua pasó a escarbar la piel arrugada de los testículos, sorbiendo el acre sabor de sus sudores. La mujer era consciente de la monstruosidad antinatural que estaba cometiendo, pero a la vez, un instinto de salvajes reminiscencias habitaba su cuerpo conmocionado y como cualquier hembra de cualquier especie, el celo primigenio la incitaba a copular. El pene había devenido en un rígido falo de regulares dimensiones que, mediante el lento chupeteo superficial a que ella lo sometía, engrosaba ostensiblemente. Enceguecida por el deseo y una palpitante llamarada que subía desde sus entrañas, encerró entre sus labios la cabeza del m*****o y, chupándolo delicadamente, lo introdujo en la boca hasta alcanzar el delicado surco. Abrazando la v***a con la mano que resbalaba sobre la espesa capa de saliva, la sometió a una lenta masturbación mientras la lengua tremolante se esmeraba azotando la punta. Dejó que la baba que llenaba su boca escurriera a lo largo del tronco y fue introduciendo al pene hasta que le resultó imposible hacerlo más hondamente. Entonces, la boca retrocedió, succionando hasta que sus mejillas se hundieron por tanta fuerza y los dientes martirizaron la delicada piel del m*****o. Ella se daba cuenta que Matías había despertado por la forma en que su cuerpo se había ido envarando y eso contribuyó a excitarla más, aunque no se atrevía a alzar los ojos para no enfrentar la mirada de su hijo. Labios y lengua no se daban abasto para recorrer la v***a en toda su extensión y una mano se había dedicado con cruel dedicación a someter a un apretado vaivén la cabeza y el prepucio humedecidos. Cuando especuló por los sordos ronquidos que el muchacho estaba próximo a la eyaculación, envolvió a la v***a con sus labios y la introdujo en la boca hasta que se le hizo insoportable. Al sentirla rozar el fondo de la garganta, retenía trabajosamente la arcada pero luego la retiraba lentamente en su totalidad, volvía a repetir empecinadamente la maniobra, y así una y otra y otra vez. Acompasándola con la mano, inició un vehemente ir y venir que finalmente tuvo su fruto en la impetuosa ola espermática que inundó su boca y que deglutió con deleite hasta la última gota. Su hijo había despertado y, como enloquecido por ese sexo con el que había soñado tantas noches, se sentó en la cama. Avergonzada por lo que había hecho y en un sollozo culpable entremezclado con el intenso jadeo de su pecho conmovido intentó una medrosa actitud de escapar pero Matías la aferró con violencia de las manos y, doblándole las muñecas dolorosamente, la derrumbó despatarrada de costado sobre la cama. Sometiéndola con su peso, le arrancó a tirones la bata para después sacarle la bombacha por los pies y asiéndola por las caderas la obligó a girar la grupa. Cuando quedó arrodillada, su boca golosa de hundió desde atrás en la hendedura que separaba las nalgas. La lengua endurecida buscó vibrátil la negra y fruncida apertura del ano y estimulándola durante unos momentos, fue descendiendo y pasando por el perineo se alojó finalmente en el palpitante agujero de la v****a. Su mano buscó el capuchón del clítoris y mientras la lengua envarada como un pene se introducía en el sexo recogiendo las mucosas que misteriosamente habían reaparecido, los dedos se afanaron en una circular maceración del clítoris y sus adyacencias.
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