UNO
Sobre los campos agostados por el implacable sol de enero, la quietud de la siesta parecía haber fusilado a los habitantes del lugar. Sólo el zurrar monótono de las palomas torcazas ponía una nota melancólica sobre el paisaje. A unos quinientos metros de las casas, un derrame de verdor denunciaba la presencia de un arroyo. Como una cicatriz en la llanura, una serpenteante masa de árboles poblaba la cañada que excavaran las aguas.
Un grupo apretado de lacios sauces circundaba una pequeña depresión cubierta de tréboles que llegaba justo hasta la orilla y, a la sombra protectora de los árboles, acostados sobre una lona, se alcanzaba a divisar las figuras de un hombre y una mujer.
Si bien la definición del género los alcanzaba, sólo eran dos adolescentes. Miguel era un robusto muchachote de dieciocho años que, aficionado desde niño a los trabajos del campo, había desarrollado una musculatura fuera de lo común para su edad. Su estrecha relación con los rudos trabajadores de la estancia lo había madurado antes de tiempo y ya desde los catorce años frecuentaba el único burdel del pueblo, convirtiéndose en un aventajado alumno de las solícitas prostitutas, que no escatimaban esfuerzos para satisfacer al hijo del estanciero más poderoso de la zona.
A pesar de esa experiencia o tal vez incentivado por el hecho de que fuera un fruto prohibido, desde el mismo momento en que había comenzado a desarrollarse, la muchacha que yacía a su lado lo tenía loco. Casi con indiferencia había asistido a los abultamientos que iban rellenando sus vestidos de niña pero cuando aquellos fueron ocupando los lugares que les correspondían, contempló estupefacto el crecimiento de los pechos, el estrecho adelgazamiento de la cintura y la consiguiente prominencia contundente de sus nalgas.
Con sus quince años recién cumplidos, Mariana era una típica chica pueblerina. Educada como correspondía en el único colegio religioso del lugar, o tal vez a causa de ello, había desarrollado un suspicaz rechazo por las monjas. En realidad y sin ella saberlo, cumplía con el ritual obligado de todas las muchachas del pueblo, hastiadas de la severa disciplina de las religiosas y su hipocresía. Entre las alumnas, era un secreto a voces la relación de la superiora con el párroco y la homosexualidad manifiesta de algunas hermanas que, sin embargo, calificaban de pecaminoso a todo lo que tuviera que ver con el sexo, al que nunca se nombraba dirctamente. Las muchachas encontraban en aquello un motivo para fastidiarlas, haciendo gala de sus virtudes físicas descaradamente y escandalizándolas con rumores de supuestos romances que sostenían con muchachos de la zona.
Sin embargo, esos esfuerzos las condujeron por caminos extraños y en su afán de inventar historias, habían caído en la lectura de libros inapropiados para su edad que, si bien las proveían de temas y léxicos eróticos necesarios, incentivaban sus fantasías más allá de lo prudente. Con los ojos perdidos en los rayos de sol que filtraban entre el follaje, se preguntó con temeraria expectativa cuando su cuerpo conocería las delicias del sexo que sólo conocía a través de la literatura.
Rubios, altos, elegantes y hermosos, los dos seres que yacían lado a lado sobre la loneta semejaban a modernos dioses de un Olimpo rural que parecían hechos el uno para el otro. Poniéndose de lado, Miguel clavó sus ojos en la grácil figura de Mariana y se conmocionó al contemplar la belleza de sus rasgos todavía infantiles. Extendió su mano y el dorso de los dedos se deslizó sobre la leve vellosidad de los brazos atezados por el sol, consiguiendo que la muchacha se estremeciera ante ese simple contacto.
Sintiendo como aquel leve roce colocaba en su entrepierna el calor de algo desconocido que la rondaba desde hacía un tiempo, cerró los ojos mientras su pecho acezaba entrecortadamente y de su boca surgía un leve gemido de ansiedad. Miguel se aproximó a ella y sus manos comenzaron a acariciar lentamente y con infinita ternura el rostro de la joven, recorriendo todos y cada uno de sus rasgos, una y otra, y otra vez. Paralizada por la emoción o lo insólito de esa caricia que anhelaba pero que esquivaba desde hacía tiempo, Mariana respondía a esos estímulos cerrando los ojos, confundida por los desmayados suspiros que emanaban de su boca en vaharadas de un perfumado resuello.
Observando como un irrefrenable temblor estremecía sus carnes, Miguel deslizó las manos por todo el cuerpo rozando apenas la liviana tela del vestido, consiguiendo que la niña se agitara como azogada, encogiendo sus piernas de manera instintiva y dejando que la amplia falda se arremolinara contra la grupa. Luego, con extrema delicadeza y como si fuera algo que debería de haber hecho hacía tiempo, desabotonó la larga hilera que cerraba la blusa para, despojándola parcialmente de ella, descubrir sus pechos temblorosos para comenzar a acariciarlos sobre la tersura del corpiño satinado.
Tan excitada como él pero con la naturalidad de lo cotidiano o inevitable, Mariana llevó las manos a la espalda y facilitándole las cosas, lo desabrochó. Entonces sus manos se apoderaron de los senos en una tierna caricia que paulatinamente fue convirtiéndose en un palpar y sobar que incrementaba su excitación. A pesar de eso, ella se mantenía semiparalizada por lo que consideraba la exhibición pública de su deseo y sólo el ardor que comenzaba a sentir en el bajo vientre le permitió relajarse.
El brillo dorado de la piel se le antojó a Miguel como el de una refinada escultura de carne sólida y los pechos tenían la apariencia de grandes peras. En su vértice, un cono más oscuro denotaba las abultadas aureolas exentas de todo tipo de gránulos y los casi inexistentes pezones apenas asomaban puntiagudos en su centro. Aquel cuerpo todavía aniñado lo turbó y sintiéndose culpable, extendió una mano que se deslizó en leve caricia sobre el torso de Mariana.
Aquella comenzó a manifestar en susurradas palabras ininteligibles la efectividad de la caricia y cuando se inclinó sobre su cara, abrió los ojos, expresando la expectativa cerval del animal acosado, hipnotizado por la presencia del predador. Miguel se consideraba experimentado pero ahora se daba cuenta que estaba tembloroso, tan excitado como nunca lo estuviera con mujer alguna y acercó su boca a la de Mariana con la garganta reseca por la emoción de ese primer beso. La lengua surgió entre los labios mojando con su saliva cálida los de la muchacha y luego los rozó tímidamente con el interior húmedo de los suyos.
Ambos jadeaban cada vez más hondo y los labios, como negándose el acceso al placer, comenzaron a unirse en pequeños besuqueos casi esbozados que ninguno de los dos se animaba a convertir en besos. Como si fueran imanes, la misma tensión que los separaba los compelió a unirlos y entonces sí, como si se hubiera gatillado un disparador, las bocas se convirtieron en ventosas que succionaban y sorbían las espesas salivas que transportaban las lenguas inquietas.
A Miguel lo excitaba la certeza de estar sometiendo a una boca virgen y al parecer, igual circunstancia vivía la muchacha, ya que su boca obedecía ciegamente al instinto y se hundía en la mareante danza del deseo. Aferrando la cara arrebolada entre sus manos, recorrió todo el rostro con menudos besos para volver a hundir la lengua en la boca gimiente. Se abrazaron tiernamente, extasiándose durante un rato en el besuqueo hasta que la boca de Miguel se escurrió por el cuello hacia los puntiagudos senos. Cubriéndolos de minúsculos chupones y, mientras la mano sobaba suavemente la carnosidad del otro, la lengua se lanzó tremolante sobre la elevación pulida de la aureola, fustigando con dulzura la insignificancia del pezón.
Mariana trataba inútilmente de sofocar con una mano los gemidos que el placer colocaba en su boca en tanto que con la otra acariciaba la cabeza de él, incitándolo a proseguir con la succión y los lambeteos. Miguel estaba extasiado, contemplando como ante la acción de sus dedos y boca el pecho de la joven se había cubierto de un granulado rubor y de los senos endurecidos, al influjo de su lengua, brotaba la carnosidad oscura de los pezones. Los labios reemplazaron a la lengua y encerrándola entre ellos, fue succionando la cada vez más dura y erecta mama.
Involuntariamente, Mariana había comenzado a tensar su cuerpo e imprimía a la pelvis un insinuado vaivén que recordó a Miguel la finalidad última de su voluntad. Mientras sus labios y lengua exploraban la tierna piel del torso, una de sus manos se escurrió debajo de la falda buscando la entrepierna. Hallando el obstáculo de la bombacha, se escurrió por debajo del elástico hacia la espesa pelambre y escarbando en ella, rozó los labios de aquella vulva prieta.
Aquello pareció aumentar la crispación de la muchacha que gemía una tímida negativa y Miguel, tras alzarle la falda hasta la cintura, se instaló entre sus piernas encogidas que abrió. Separando con los dedos el refuerzo de la prenda íntima, la abrió ampliamente acercando la cara al pubis y sus hollares se dilataron excitados por el recio aroma que exudaba el sexo, hundiendo la nariz sobre el vellón de retorcido pelo y olisqueándolo con ansias mientras lengua y labios lo recorrían ávidamente.
No era la primera vez que hacia aquello y acostumbrado a disfrutar de ese tipo de sexo, estaba dispuesto a practicarlo con toda su experiencia en la joven. La apretada rajita de la vulva comenzaba a dilatarse y en su interior entreveía la abundancia de rosados pliegues. Traspasada la maraña pilosa, los dedos recorrieron los oscurecidos labios mayores y, tras comprobar que rezumaban olorosos humores vaginales, fue separándolos para dejar al descubierto la rojiza filigrana de otros pliegues semejantes a retorcidas aletas.
Apartadas, estas dejaron ver la intensidad rosada del óvalo en el que se destacaba el meato que, en vez de ser un pequeño agujero, poseía una fuerte elevación con una generosa boca urinaria. Inmediatamente debajo, una delicada corona epidérmica rodeaba al apretado agujero de la v****a y en la parte superior campeaba el capuchón que protegía al clítoris.
Comenzó por cubrir toda la superficie interna y externa de diminutos besos que alternaba con furtivas lamidas tremolantes de la lengua y la sensación de que esas carnes se le ofrecían en una entrega total fue tan intensa, que la boca recorrió el sexo todo mientras lo chupeteaba denodadamente. Las manos de Mariana presionaban su cabeza contra el sexo y entonces la lengua, ágil y vibrátil como la de una serpiente se instaló sobre el triángulo carneo del clítoris azotándolo duramente mientras desde arriba lo excitaba con el dedo pulgar, viendo asomar su pequeña cabecita blancuzca.