Lloraba mientras su negros rizos caían al piso. Su corazón estaba en un puño, no sentía ni frío ni calor, solo dolor y desesperanza. Miró a su lado al pequeño cuerpo que dormía bajo esa sucia manta mientras el tren avanzaba a buena velocidad hacia su nuevo destino. Volvió su vista al espejo y continuó con la silenciosa tarea de cortar su preciada cabellera. Debajo de sus glúteos estaba aquel pequeño bolso de cuero marrón donde descansaban las joyas de su fallecida madre, los relojes de su padre, algo de dinero y unos cuantos libros.
Hace unas semanas su vida era la típica de cualquier chica de veinte años. Su padre la mimaba a ella y su pequeña hermana como si fueran delicadas princesas de las más altas esferas de la sociedad mendocina. Su habitación, rebosante de lujos y comodidades, se había convertido hace unos cuantos días atrás, en el doloroso lugar donde la venda cayó de sus ojos y la cruda realidad la miró con su peor máscara. Estaba aterrada, escondida junto a su hermanita que temblaba con verdadero pavor entre sus brazos, mientras aquel enorme hombre de pelo tan oscuro como la noche y porte intimidante buscaba en cada esquina de la casa a su querido padre. No sabía qué asuntos se habían presentado entre ellos, pero el solo hecho de que aquel sujeto, junto con tres más, se presentaron armados y a los gritos en la puerta de su enorme casa, le hizo reaccionar al instante y correr a la habitación de su hermana para luego llevarla con ella y ocultarse detrás de la enorme cómoda que se encontraba pegada a la pared sur de su cuarto. Allí, ocultas y aguantando las lágrimas, esperaron a que aquellos sujetos abandonaran su hogar acompañados por su atemorizado padre.
— Hija es necesario que me escuches — le decía su padre hace unos días con los ojos temblando de miedo —. Cualquier cosa que pase, cualquiera, no importa cual, tenés que agarrar este bolso — le extendió aquella bolsa de cuero marrón — y largarte de acá — Ella lo miró sin comprender nada.
— Pero papá…
— Escuchame. No preguntes y solo escuchame — le ordenó —. Agarrás lo que hay acá, algo de ropa y te vas. No te preocupes por mí, solo llevate a tu hermana. ¿Me entendés? — preguntó casi desesperado. Ella asintió. El hombre, regordete con una incipiente calvicie en la parte superior de su cabeza, suspiró aliviado y se giró para servir algo de whisky en un vaso.
— Papá decime qué pasa, tal vez yo pueda ayudarte…
— No pequeña — le dijo con ese amoroso tono paternal —, no te preocupes que de esto me encargo yo.
Suspiró derrotada y se aseguró que su pequeña hermana aún durmiera en ese incómodo asiento. Su cabello, el cual antes le llegaba a la mitad de su espalda cubriéndola por una cascada de bellos rizos oscuros, ahora estaba igual de corto que el de un hombre. Se secó las lágrimas con algo de rabia. Había tenido que abandonar todo lo que conocía, su casa, sus amigos, su vida, solo porque Armando, su padre, estaba metido en algún problema con aquel temible hombre. Lo primero que se le ocurrió fue abandonar Mendoza y tomar el primer tren que la llevara a la enorme ciudad de Buenos Aires, allí, entre tanta gente, difícilmente las iban a poder encontrar. La precipitada decisión que tuvo que tomar se vio impulsada al escuchar que aquellos sujetos sabían que Armando tenía dos hijas y estaban dispuestos a encontrarlas para presionar al hombre que cumpliera con un p**o que le exigían. Al saberse buscada por esos temibles hombres comprendió que lo mejor era alejarse de aquel lugar, del peligro que las acechaba.
— ¡Estamos arribando! — escuchó el grito en los pasillos del tren.
Se puso de pie y, con mucha suavidad, despertó a su pequeña hermanita. Los ojos azules de la niña se abrieron con lentitud y se clavaron en su hermana mayor. De a poco despertó del todo y abrió sus ojos muy grandes al ver el corto cabello de su hermana. Ella siempre había cuidado de sus rizos con enorme dedicación y ahora los había cortado por completo.
— Martina, tú cabello — le susurró aún sorprendida.
— Es mejor así Clara, y acordate que es Lucía — le dijo con tierna voz —. Además llevaré estas ropas — Y le mostró la jardinera enorme y esa camisa de cuadros que cubrían su cuerpo. Atrás dejaría los vestidos pomposos y los zapatitos delicados. Si ella pasaba casi como un hombre a la distancia sería mejor. Si bien de cerca sus delicados rasgos evidenciaban su condición de mujer, a la lejanía, con esas ropas holgadas y el cabello corto, bien podría pasar por un hombre flacuchento con rasgos femeninos, o eso esperaba. Solo necesitaba despistar a quién sea que pudiera buscarlas y esa fue la primera idea que se le ocurrió para lograr aquello.
Ambas se pusieron de pie, tomaron los pocos bultos que llevaban y bajaron con cuidado del tren. Los ojos celestes de Lucía, igual de claros y brillantes que su pequeña hermana, escanearon el andén de la estación. Nada sospechoso podía ver, nadie estaba esperando por ellas y eso la alivió. Suspiró y sujetó con más fuerza la pequeña mano de la niña.
Caminaron unas cuantas manzanas hasta llegar a un oficial de policía que custodiaba la calle más transitada por personas a pie y por esos nuevos costosos autos. Algunas carretas embarraban sus ruedas mientras atravesaban las sucias y barrosas calles de la ciudad, mientras que las personas esquivaban los enormes charcos que quedaban luego de las comunes lluvias que golpeaban la ciudad.
— Buen día — dijo amable al hombre que apenas se giró para mirarla —. ¿Me podría indicar alguna pensión económica donde pueda alojarme? — El hombre miró a la mujer que tenía aferrada a esa pequeña niña de cabello castaño.
— Tres manzanas más allá — señaló un punto a lo lejos — está la pensión de Doña Elisea. Ahí es barato y seguro — la miró de los pies a la cabeza —. Podrá pagarle — dicho esto se giró y continuó controlando las concurridas calles de esa movida ciudad.
Lucía caminó la distancia indicada hasta que llegó a ese ruinoso edificio que parecía caerse en cualquier momento. El portón de metal verde, con rejas en la parte superior, dejaba ver el interior y daba una triste bienvenida a un pequeño espacio abierto, rodeado por varias puertas que se extendían por toda la planta baja y el segundo piso.
Lucía respiró profundo, mala idea hacerlo en esas sucias calles con olor a podredumbre y muerte, para luego golpear con fuerza el metal. Una señora regordeta que rondaba los cincuenta años, salió limpiándose las manos en su delantal blanco, o más bien, en esa tela ruinosa que alguna vez había sido blanca.
— ¿Si? — preguntó la señora con algo de precaución.
— Quería saber si aquí es la pensión de Doña Elisea — La mujer amplió su sonrisa.
— Sí niña. Yo soy Elisea — le dijo abriendo el portón —. ¿Qué buscas? — Y ahí notó que había una pequeña de ocho años sujeta con fuerza a esa mujer —. Hola pequeña — le dijo a la niña con tono maternal. Clara levantó su mirada y con algo de vergüenza, devolvió el saludo.
— Queríamos saber si tiene lugar para nosotras — preguntó rápidamente Lucía.
— Por supuesto. Vengan — les dijo guiándolas al primer piso para ingresar a través de una puerta gris de madera a un pequeño cuartucho que tenía una mesa con dos sillas, las cuales difícilmente se mantenían en pie, y una cama en un costado. Enfrente de la puerta, detrás de la mesa, se encontraba un pequeño armario de madera que mostraba una parte de un espejo el cual, en años anteriores, debía cubrir el total de la puerta.
— Es perfecto — dijo ella no muy convencida. Lejos habían quedado los hoteles lujosos y las mucamas que las atendían como reinas —. Espero que su precio también — remató mirando a la mujer.
— Claro que sí. Cinco pesos al mes — Algo bastante económico teniendo en cuenta que ella contaba con doscientos pesos más las joyas que vendería en cuanto hiciera falta.
— Muy bien. Nos los quedamos — sonrió tratando de ser amable, no quería disgustar a la mujer que les daría alojamiento.
— Bien. Las dejo que se instalen. En la planta baja está la cocina y el baño. El agua caliente se acaba rápido asique pueden usar esa palangana — señaló un rincón del patio —, calentar agua y llenarla para bañarse aquí mismo, en su habitación — Lucía sonrió y Clara hizo un extraño gesto de desagrado.
La regordeta mujer las dejó y cerró la puerta al salir de ese pequeño espacio en la que apenas cabían las tres.
— Lucía no quiero estar aquí. Vamos a ese hotel que siempre nos llevaba papá — pidió la chiquilla.
— No se puede, Clara. Debemos cuidar del dinero que tenemos porque no sé cuánto me lleve conseguir un trabajo — le explicó mientras abría el armario para guardar sus cosas.
Lucía comenzó a revisar las tablas del piso hasta encontrar una suelta. La levantó y en ella introdujo las joyas, el dinero y los relojes. Volvió a colocar la tabla luego de sacar algunos pesos, y se puso de pie.
— Vamos a comer algo — le dijo con su mejor sonrisa a la pequeña aunque lo que realmente quería era echarse a llorar hasta que sus lágrimas se secaran de tantas que liberaría.
Salieron juntas a conocer el sitio donde estaban. Bastante diferente habían sido sus visitas a Buenos Aires en donde se quedaban en el mejor hotel de la ciudad y visitaban los clubes de campo más prestigiosos. Muy atrás había quedado la vida de lujos exagerados. Ahora, con una amenaza invisible sobre sus cabezas, debían ahorrar todo el dinero posible y mantenerse alertas a cualquier peligro que las rodeara. La mayor no sabía si podría con aquello, si su delicado espíritu soportaría la incertidumbre y la pobreza, si su fortaleza no se doblegaría un día y las dejaría a ella y a su pequeña hermana a merced de aquellos maleantes que las arrancaron de su idílica vida. Intentando alejar los pensamientos que poco colaboraban con su situación, apretó más fuerte la manito de su hermana y apresuró el paso.
Encontraron un pequeño bar donde la comida era decente y barata. Llevaban varias horas sin probar bocado, asique ese guiso, cargado de legumbres y pedazos de carne, se les antojó lo más delicioso del mundo. Antes ni por suerte probarían aquel platillo, pero ya no podrían ser delicadas con la comida, había que hacer tripa y corazón y afrontar su nueva realidad.