Emma Hernández

1021 Words
Soy Emma Hernández, Tengo dieciocho años y soy de Mérida México. ¿Ustedes creen que sus vidas son duras? Yo te contaré la mía y de cuan dura puede llegar a ser. Mi madre falleció cuando yo tenía 14 años de edad, de cáncer. Desde ese trágico día quedé en custodia de mi Tía Elena, única hermana de mi madre y familiar viva que conozco. Mis abuelos ya habían fallecido cuando yo era muy pequeña. De mi padre nunca supe nada y no es que me importé mucho tampoco. De hecho, desde mi uso de razón siempre le guardé rencor por no formar parte de mi vida y la de mi madre, pero, aun así, nunca quise, ni busqué saber quién era ni dónde se encontraba. El día que mi madre falleció fue devastador para mí. Siempre supe cuán terrible era su enfermedad, pero en el fondo de mi joven corazón aún guardaba la esperanza de que pudiera sobrellevarla y así estuviéramos muchos años más juntas. ¡Juntas! Que bello sonaba eso en ese entonces para mí. Y ahora... bueno... todo fue a fondo y en picada desde que ese día n***o llegó. Antes de su muerte, mi madre y yo vivíamos en un pequeño departamento de renta a las afueras de la cuidad. Y aunque la finca que mis abuelos nos había heredado era lo suficientemente hermosa y grande para que pudiéramos vivir allí, mi madre prefirió no hacerlo por las diferencias constantes entre ella y mi Tía. Y por más de que no estábamos totalmente cómodas y éramos pobres, teníamos lo necesario para vivir con dignidad y sin deberle nada a nadie. Ella trabajaba como limpiadora en las casas más grandes y lujosas de la cuidad, donde ganaba lo suficiente para nuestro sustento y pagar mis estudios. Era bastante buena en su trabajo y por lo mismo muy querida por todas las personas que la contrataban Y yo... pues, como imaginarán, me dedicaba a estudiar y destacarme en mis estudios. ¿Qué más haría una joven de 14 años? Llegué a ser la mejor de mi clase y mi mayor objetivo siempre fue recibirme con honores para que mi madre se sintiera orgullosa de mi. Soñaba con llegar a ser una mujer importante alguna vez, recibirme de médico y conseguir un buen puesto para ayudar a mi madre y a las muchas personas que pudieran necesitarme. ¡Qué poco sabía yo en ese entonces lo que el destino me deparaba! Con su muerte todos esos sueños se truncaron. Tras el hecho fui obligada a mudarme con mi Tía en la finca y el peor temor de mi madre de quedarme sola y desamparada se hizo realidad. Mi pesadilla comenzó ahí. La Tía Elena, aunque físicamente era muy parecida a mi madre, su carácter siempre fue pésimo, y su modo de tratar bastante desagradable. Mi madre fue una mujer encantadora, cariñosa, amable y su sonrisa nunca desaparecía a pesar de las mil circunstancias por las que estaba atravesando y de las que estoy segura, aunque le dolían o molestaban, nunca se quejaba. Todo lo contrario, a ella, Tía Elena es... bueno... muy poco amable y sonreír es una misión imposible para ella, poco responsable, y lo peor y más triste de todo, alcohólica y adicta a los juegos de azar y otras cosas más que ni me lo pregunten por que no las sé de memoria. Aunque aparentemente de día llevaba una vida normal trabajando en el Golden Island Casino, uno de los mejores Casinos de esta ciudad, de noche es una persona totalmente distinta, no había ocasión en la que pudieras encontrarla sobria. Yo pensaba que no podía tener más miseria en mi vida, pues esto apenas empezaba y ya sabrán por qué lo digo cuando les cuente. Los primeros días transcurrieron calmados y con normalidad, hecho demasiado sospechoso para mí. Al transcurrir las semanas, fui obligada por las circunstancias a trabajar para pagar la comida que me llevaba a la boca y los demás gastos de la casa. Cuando mi décimo quinto cumpleaños llegó me dediqué a buscar trabajo desesperadamente. Era eso o morir de hambre. Por supuesto, elegí lo primero. Con mi poca edad y nula experiencia me fue muy difícil encontrar algo a la que dignamente pudiera dedicarme y sobre llevar mi vida. Después de días y días de búsqueda por fin me emplearon en un modesto Café Bar llamado Impala. Al principio Don Jorge, el dueño del local, se negaba a contratarme, pero al darse cuenta de mi necesidad me dio la oportunidad de demostrar mis habilidades, que no eran muchas en ese entonces. El trabajo en si era bastante bueno, y aunque el salario no tanto, fue suficiente para mí el ganar experiencia y conocer nuevas personas que rápidamente se hicieron mis amigos. Al mes ya fui parte esencial del grupo gracias a la dedicación que le ponía a aprender y demostrar lo capaz que podía llegar a ser. Amaba lo que hacía y a medida que la clientela aumentaba la gratificación también. Y eso era bastante bueno. Don Jorge afirmaba que muchos de ellos sólo venían por mí. Que se debía a la excesiva amabilidad con que los trataba y la sincera sonrisa con los que los recibía todos los días. Karen, una compañera de trabajo y mi mejor y única amiga, decía que se debía a mi belleza, lo cual, según ella, siempre dejaba embobado a la clientela masculina. Yo sólo reía de todas esas ocurrencias. Estaba claro que sólo exageraban. La verdad, mi madre me había dejado como herencia sus hermosos ojos avellanas y cabellos cobrizos ondulados, que al transcurrir los años y con el cuidado adecuado, siempre me hacía resaltar entre las demás. Fuera del trabajo, mi vida consistía en sobrevivir. Mi Tía me maltrataba muy a menudo. No sólo golpes físicos, sino también verbales, especialmente cuándo se emborrachaba. No entendía por qué lo hacía y sufría mucho por ese hecho, ya que sus maltratos eran muy constantes y agresivos. Así mis días fueron transcurriendo, viviendo y sobreviviendo, hasta que un día sucedió algo que cambió mi vida por completo...
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