Capítulo 1: El último suspiro
Tick tock, tick tock...
El sonido de un reloj resonaba en mi cabeza, cada segundo que pasaba se sentía como un martillazo, recordándome que mi tiempo se estaba agotando. Mi corazón latía desbocado, su ritmo acelerado era un eco de mi miedo. Intenté correr, mis piernas temblorosas se movían en una carrera desesperada, pero sabía la verdad en lo más profundo de mi ser: no había escapatoria.
Mi destino ya estaba escrito. Sería la víctima número veinte. Lo verían en los titulares de los periódicos al día siguiente, si acaso alguien reconociera mi cadáver mutilado. Nadie sabía quién era el asesino, ni siquiera yo, y eso que había pasado una semana en su tortuosa compañía. Una semana de un dolor inimaginable. Una semana en la que me despojaba, lenta y meticulosamente, de mi humanidad.
Me arrancó las uñas, una por una, con una paciencia infernal. El dolor fue indescriptible, pero lo que más me aterrorizaba era la calma con la que lo hacía, con esa sonrisa que se dibujaba en su rostro mientras mi sangre manchaba el suelo. Con una navaja afilada, me cortó dos dedos, la cuchilla fría se hundía en mi carne mientras su mirada brillaba con una perversión que me hizo sentir más helado que el metal. Nunca vi su rostro completo, siempre estaba oculto detrás de una máscara que cubría sus ojos y gran parte de su cara. Pero su sonrisa... esa retorcida curva de labios, era lo único visible, y era suficiente para hacerme temblar de terror.
No entendía por qué. ¿Por qué a mí? ¿Qué le había hecho yo? No me debía nada, ni yo a él. Simplemente lo hacía porque podía, porque quería, y porque disfrutaba deshacerse de nosotros, de sus víctimas. Nos exhibía como trofeos, en los lugares más altos y visibles de la ciudad, como si fuéramos parte de una grotesca obra de arte que él solo podía apreciar.
★ Me atrapó.
Estaba detrás de un árbol, intentando ocultarme, pero mi miedo era palpable. Podía escuchar los latidos de mi propio corazón como tambores en mis oídos, tan fuertes que estaba segura de que él también podía oírlos. Mis sentidos estaban en alerta máxima, cada pequeño crujido de hojas, cada susurro del viento, me hacía saltar de miedo.
"No podrás escapar", me repetía mi mente, una y otra vez, como un mantra maldito. "Él te encontrará. Es inevitable." Quería rendirme, dejar de luchar contra lo inminente, pero algo en mí se aferraba a la vida con uñas y dientes, aunque sabía que no había esperanza.
Cerré los ojos, intentando controlar mi respiración, pero el sonido de pasos sobre la hojarasca me hizo abrirlos de golpe. Allí estaba él, con su figura recortada contra la penumbra del bosque. Antes de que pudiera reaccionar, me lancé a correr nuevamente, el miedo me impulsaba, pero mis piernas ya no me respondían como deberían. El agotamiento, el dolor, y el terror absoluto habían tomado el control.
—Ya te encontré —canturreó en la distancia, su voz estaba impregnada de una macabra dulzura—. No te escondas más, de mí no podrás escapar...
No me detuve. No podía. Pero, de algún modo, me encontró. No sé cómo ocurrió, cómo mis pies se frenaron frente a él. Quizás mi cuerpo se rindió antes que mi mente.
Estaba allí, sin la máscara. Lo vi por primera vez, y lo que vi me dejó helada. Mis rodillas temblaron, y por un segundo, el mundo se detuvo. No... no podía ser él.
Reconocí esos ojos, esos labios que ahora se curvaban en una sonrisa sádica. Era alguien a quien conocía, alguien a en quien había confiado, alguien que jamás habría imaginado en esta situación. La revelación fue como una bofetada, una cruel burla del destino.
—¿Sorpresa? —dijo con una risa suave, alargando cada palabra como si disfrutara de mi confusión.
—No... tú... —Las palabras se atoraban en mi garganta, y el terror fue reemplazado momentáneamente por incredulidad.
—¿No es encantador? —se burló, acercándose un paso más—. Nunca lo habrías adivinado, ¿verdad? Que el monstruo que te atormenta desde hace una semana, el que ha destrozado cada fibra de tu ser, estuvo tan cerca todo este tiempo...
Sus palabras eran veneno puro, filtrándose en mi mente, contaminando cada pensamiento. Retrocedí instintivamente, pero me atrapó con un movimiento rápido, sus dedos envolvieron mi brazo con una fuerza brutal.
—Por favor... —susurré, aunque sabía que no había lugar para la misericordia en su corazón.
Él me acercó aún más, hasta que su rostro estaba a centímetros del mío, y pude ver el reflejo de mi propio miedo en sus ojos. Su sonrisa se ensanchó, y por un momento, vi una chispa de lo que solía ser, de la persona que creí conocer. Pero eso solo duró un segundo. Luego, lo que vi fue pura maldad, un abismo sin fondo.
—¿Por favor qué? —susurró—. ¿Por favor, detente? ¿Por favor, déjame ir? ¿Por favor, no me hagas más daño? Siempre dicen lo mismo.
Cada palabra era una burla, un recordatorio de que no había clemencia para mí. Mi cuerpo entero temblaba, cada músculo permanecía tenso, el dolor punzante en las manos mutiladas se mezclaba con el miedo paralizante.
—¿Por qué haces esto? —Mi voz era apenas un murmullo, un hilo roto de desesperación.
Él se rió suavemente, siendo un sonido bajo y gutural que resonó en mis oídos como una sentencia de muerte.
—Porque puedo, porque me gusta, y porque nadie va a detenerme. Eres solo un número, lo siguiente en mi lista. Pero no te preocupes, haré que tu muerte sea memorable.
Me empujó hacia el suelo con fuerza, y sentí la tierra húmeda bajo mí, las hojas secas crujieron bajo mi peso. Intenté levantarme, pero él estaba sobre mí en un instante, sus manos se aferraban a mi cuello, apretando hasta que el aire dejó de llegar a mis pulmones.
Luché, pateé, intenté rasguñar su rostro, pero no tenía fuerzas. La semana de tortura había agotado mi energía, mi espíritu estaba quebrado, y ahora mi cuerpo simplemente seguía el mismo camino.
—Relájate —dijo, casi como si me estuviera consolando—. No dolerá mucho más.
La oscuridad empezó a invadir mi visión, pequeños puntos negros que se expandían hasta que ya no podía ver nada más. Sentí mi cuerpo ceder, cada lucha inútil consumía lo poco que quedaba de mi resistencia. Sabía que este era el final.
Mientras el mundo se desvanecía, lo último que oí fue su risa, esa risa cruel y maligna, antes de que todo se volviera silencio.
Tick tock, tick tock... el reloj seguía contando los segundos, cada uno marcando la distancia entre la vida y la muerte, hasta que finalmente, el sonido cesó.
Mi nombre no importaba. Mi historia no importaba. Solo era un número más en su macabra colección.
Y pronto, la ciudad despertaría con la noticia de la víctima número veinte, colgada en algún lugar visible, siendo un recordatorio de que el monstruo seguía libre, y que nadie estaba a salvo.
Mi último pensamiento antes de que todo se apagara fue que ojalá alguien, cualquiera, lo detuviera. Pero en el fondo, sabía que eso no sucedería. Nadie vendría a salvarme. Nadie nunca lo hacía y el siempre exponía a sus amadas mariposas.