—¡Marianela, mi hija, date prisa, a Gertrudis no le gustan las personas impuntuales! – grita María González desde el principio de las escaleras.
—Tranquila tía, ya estoy lista. – devuelve el grito desde su habitación la joven mujer, de 20 años, procedente de Colombia.
—Bien, entonces te espero en la cochera. – la mujer mayor toma las llaves para ir calentando su auto, este no era nuevo y necesitaba algunas reparaciones, pero aun así la llevaba a todos lados. La casa de María estaba en Laurelton, NY. Este es un vecindario de clase media entre Queens y Jamaica.
—Bien. –Marianela toma su pequeño bolso y sale para ir con su tía a la mansión de los Stone, donde trabaja la mejor amiga de su tía como ama de llaves y encargada de la mansión desde que la señora Stone murió al dar a luz a su hijo, el pequeño Mathew, hace cinco años.
El camino fue cómodo, su tía vive a algunos veinte minutos en auto de la mansión. Llegaron hasta la puerta principal, María tocó el timbre con alegría de volver a ver a su amiga, con la que solo ha podido tener contacto por teléfono por el horario complicado que tiene.
—María, qué bueno verte, hace tanto tiempo que no te veía. –dice Gertrudis al abrir la puerta
Las mujeres mayores se funden en un gran abrazo. Son amigas desde la escuela en su amada Colombia. Llegaron juntas a Nueva York en los años 80 donde María se casó con un hombre de clase media y trabajó en limpieza en un hospital. Para ese entonces las oportunidades de trabajo abundaban. Gertrudis no tuvo la misma suerte, esta nunca se casó, ha vivido al servicio de los Stone desde que llegó. Fue la encargada de criar a los hermanos Dimitri y Arnold Stone, los ama como si fueran sus propios hijos y cuando el primero enviudó no dudó dos veces en ir a cuidar a su pequeño, pero debía ser sincera, ya no daba abasto con la casa y el cuido de un chiquito de cinco años necesitaba ayuda y decidió contratar a la sobrina de su mejor amiga, sabiendo que es una niña con valores innegables e inteligente.
—A mí también me alegra verte Gertrudis. —se separa de su amiga—. Mira ella es mi sobrina Marianela —toma la mano de la joven mujer para acercarla.
Gertrudis le sonríe amablemente y le da un cálido abrazo.
—Bienvenida. –Marianela le regala una hermosa sonrisa—. Tienes muy buenas referencias, espero que puedas con el pequeño Mathew.
—Sí señora, de seguro me lo gano. Soy muy dulce para los niños. –dice la chica, sus palabras se escuchan sinceras. A Marianela siempre le han gustado los niños, más si aún son pequeños. Ella es dulce y con mucha paciencia, en su país siempre cuidaba a los ninos de sus hermanas.
Gertrudis las invitó a pasar hasta la cocina para explicarle con detenimiento en qué consiste el trabajo de la chica. Marianela escucha atentamente todo lo que la mujer de avanzada edad decía. Todo es muy conveniente para ella, la paga, los días libres y más aún cuando la comida y el dormitorio lo cubre el dueño de la casa. Solo tiene que ir a vivir a la mansión y estar disponible las veinticuatro horas para el niño. Marianela aceptó todo sin ningún problema. El dinero que ganase lo enviaría a su país y así podría mantener a su familia que tanto lo necesita.
A las pocas horas su tía partió a hacia su casa dejando a las mujeres para que hicieran su trabajo, se fue feliz porque sabía que Marianela estará segura bajo el ala de su amiga.
Marianela ayudó a Gertrudis a preparar el desayuno, el señor de la casa ya debía estar por bajar a desayunar para ir a la empresa, por lo general el niño se levantaba más tarde. El reloj marca las siete de la mañana. Dejaron todo preparado, Gertrudis acompañó a Marianela hasta su nueva habitación para que se instalara. Esta queda al lado de la habitación de la mujer mayor en el área de empleados.
La habitación es muy espaciosa, tiene una cama pequeña, un armario, el baño lo compartía con los demás empleados. Tenía lo necesario para poder dormir tranquila. Organizó todo a la velocidad de un rayo para ir a conocer al pequeño que cuidará. Subió a la cocina, pero no encontró a Gertrudis, así que decidió aventurarse y caminar por la casa para buscarla.
La mansión es una obra de arte, sus paredes blancas le agregan iluminación, la decoración en cristal y plata le daban ese toque de elegancia. Caminó por un largo pasillo encontrando una sala de estar donde había una gran colección de pinturas originales. Miró con cautela muchos de los cuadros donde la firma siempre era la misma, B. Stone. Se envolvió contemplando cada una de las obras. Hasta que fue sorprendida por una gruesa voz masculina.
—¿Quién eres tú? –pregunta en un tono hostil y desagradable a la joven mujer.
—Yo… — Marianela voltea para enfrentarlo, pero no pudo. En cambio, abrió la boca en O.
El hombre se veía de mal humor, pero eso no le quitaba lo guapo y atractivo que era.
—¿Qué rayos haces aquí? – la toma por el brazo para jalonear de ella. Ella no sabía qué hacer. Ni sabía dónde estaba, ni quién era el hombre.
—¡Suéltame, suéltame! –grita Marianela tratando de soltarse del fuerte agarre del hombre.
—Señor, Marianela. – dice Gertrudis y el hombre la mira con ira contenida.
—¿Qué te he dicho de pasearte por esta parte de la mansión? — Gertrudis baja la mirada, era evidente que no ganaría nada con refutar. Todos los tenían prohibido, hasta el pequeño Math. Solo él podía pasearse por ese lugar. Él mismo se encargaba de quitar el polvo de los cuadros y la limpieza.
—Lo siento señor, olvidé comentárselo a la joven. No volverá a ocurrir. —dice Gertrudis buscando aplacar el coraje de su jefe.
—Quiero qué se vaya –ordena contundente y Marianela niega asustada.
—Por favor señor, no volverá a pasar. –suplica la joven mujer que es un manojos de nervios.
—Sí señor, ella no lo sabía. En todo caso a quien debe sancionar o despedir es a esta anciana que está perdiendo la memoria. –argumenta Gertrudis para ayudar a librarse del regaño del señor Dimitri Stone, quien suelta a Marianela de golpe.
—Bien, pero que no se vuelva a acercar. No la quiero cerca de este lugar. —las dos mujeres asienten en repetidas veces.
—Así será señor –afirma la mujer mayor.
Marianela lo mira aún con temor, pero logra ver su mirada triste a pesar de verse malhumorado. Sus ojos verdes estaban llenos de dolor y rencor con la vida. Su porte de odioso solo es una coraza para no lastimar su corazón ya herido. Marianela no pudo dejar de mirarlo. Parecía un hombre sacado de un cuento de hada. Sus facciones perfectas, su nariz perfilada y unos labios perfectamente delineados. Todo un adonis. Salió de su ensueño cuando Gertrudis tomó su mano para salir de la habitación donde se encontraban.
Marianela y Gertrudis fueron directamente a la cocina. La mayor de las mujeres soltó un suspiro de alivio cuando cerraron la puerta de esa área a la casa que muy pocas veces por no decir que nunca el señor entraba. El corazón de la joven mujer latía a toda prisa.
—¿Por qué no me esperaste aquí? –la regaña Gertrudis. Marianela baja su mirada ante la mujer. Nunca fue su intención conocer al señor de la casa de esa manera.
—No pensé que hubiera restricciones para los empleados. No volverá a pasar. –la mujer niega al ver sus ojitos de borrego asustado.
—Tranquila, ve, sube al segundo piso, la única puerta abierta es la del niño. Verifica si ya despertó. –dice la mujer con una sonrisa conciliadora. Sabía bien que la chica no lo había hecho con ninguna intención.
—¿Así sin presentación, ni nada? — pregunta indecisa. No quería que la corrieran. Ya había tenido bastante con el Señor Stone para que ahora el niño saliera con alguna rabieta y quedará fuera.
—El niño Mathew está acostumbrado a tener niñeras nuevas cada dos semanas. Es lo más que duran. – Marianela abre grandes los ojos.
—¿El señor las despide? – Gertrudis niega.
—Ellas se van solas, llegan con las expectativas de hacerse amante del señor de la casa y al darse cuenta de que a ese hombre no lo aguanta ni a su madre, se van, dejando al niño desamparado. –se encoge de hombros, sirviendo jugo en una jarra.
—Que bárbaras, de veras que se pasan de sobradas. – la mujer mayor mira con reprobación a la chica–. No diga esas cosas. – Marianela se encoge de hombros saliendo de la cocina.
Gertrudis ríe por lo bajo de las ocurrencias de la muchacha a la que está acabando de conocer. Algo le dice que es la correcta para cuidar al niño y tal vez, solo tal vez, al señor de la casa. Ella ya está vieja para esos trotes. Se apresuró a llevar el desayuno a Dimitri.
El hombre lee como de costumbre su periódico. Se informa de lo que ocurre en el país mientras toma su café en la mañana. Para él no hay días libres. Es de los que dice que es un desperdicio de vida descansar. Por eso trabaja los siete días. A su hijo lo ve muy poco. Le recuerda a su amada Bárbara. Es la copia de ella y lo evitaba lo más que podía. Cuando no estaba en la oficina estaba en la sala donde guarda todas las pinturas de su amada Barbie, como le decía de cariño.
Cerró el periódico al recordar el coraje que sintió al ver a la joven mujer observando las pinturas. Su rostro al verlo. Una pequeña sonrisa broto de sus labios al recordar su asombro. Se sintió poderoso y feroz al ver a la mujer reducida.
—Esta será otra que querrá meterse en mi cama –dice negando con su cabeza.
Volvió a tomar las hojas de papel para seguir leyendo, pero los ojos de la mujer llegaron a su mente. Debía admitir que su mirada era pura y sincera. Muy distinta a la de las otras niñeras que su pequeño hijo ha tenido. Si bien le pareció un poco ingenua y asustada no se fiaría de ella. Esas son las peores. Como siempre decía su padre, “del agua mansa libremente Dios, qué de la brava me libro yo”. Salió de sus pensamientos cuando Gertrudis puso su desayuno al frente.
—Gracias— dice con total calma.
—¿No se le ofrece nada más? – pregunta la mujer, antes de salir del comedor.
—¿Cómo ha estado el niño? ¿Necesita algo? –Gertrudis niega.
—El pequeño Mathew está bien, cada día más grande. En la escuela va perfecto y bueno… — Dimitri la mira para que siga hablando— Siempre pregunta por usted —Dimitri suelta los cubiertos.
—Aun no puedo – Gertrudis asiente. – siento que aún no lo supero del todo.
—Lo entiendo señor. Usted sabe que lo quiero como el hijo que no tuve. –la mujer se acerca con temor, Dimitri ya no es ni la sombra del chico amoroso que ella crio–. Pero es su hijo y también lo necesita. El también perdió a su madre.
—Lo sé, lo sé, me lo repito diario, pero son tan idénticos que me da miedo. – dice con el corazón en la mano— Miedo de perderlo a él también.
—No tenga miedo, han pasado ya cinco años, debería acercarse a él. –Dimitri asiente.
—Lo pensaré —dice a la mujer mayor.
Gertrudis solo asiente y se marcha dejándolo con su pensamiento.