Capítulo 1: Sueño de una Noche de Infierno

963 Words
Era el hedor de un millar de cadáveres ardiendo en un fuego azul cuya llama no se apagaba nunca; el dolor de mil cuchillos clavándose en su pecho, mancillando aquel vestido de muselina blanca que acentuaba el azabache de los rizos cayendo sobre sus hombros. Cada paso en aquel puente de cuerpos humanos era un desatar de gritos. Los huesos se plegaban y rompían debajo de la carne en un suplicio era interminable. Era la serpiente que se mordía la cola en un ciclo repetitivo y constante, más, su mirada gris carecía de la conmoción que los humano sufrían al entrar en el último de todos los círculos del infierno. Ella, sin embargo, no era humana; nunca lo fue. Ella era Elizabeth Shendfield. Era Artemis caída. Artemis renacida. Al otro lado del puente, con la corona de huesos de marfil sobre su vasta cabellera negra trenzada con cintas de cuero y su túnica de humo delineando su tez oliva, Persephone reclamaba el beso de la nueva diosa que se adentraba en sus dominios. —Ven a mí, preciosa Artemis –habló aquella mujer de ojos oscuro llamando a Lizzy con sus manos—. Ven a mí si quieres saber toda la verdad. Elizabeth se obligaba a no seguir la línea que dibujaban los brazos de Persephone y halaban de ella hacia la diosa de los infiernos. Un solo paso era suficiente para que las espaldas de los condenados que forman el macabro puente de almas comenzaran a gritar despavoridos del dolor. Aun así, lo hizo; no porque quisiera, sino porque parecía que cada retazo de su cuerpo estaba siendo empujado hacia la de la corona de huesos. Sus ojos negros instaban a Lizzy a acercarse y a revelarle todos los secretos de su ánima mortal. Los gritos parecieron detenerse a mitad de su recorrido hacia la diosa, mientras su sonrisa se ensanchaba y sus brazos se abrían cada vez más. El puente se desvaneció tan pronto cruzó al otro lado. El más pequeño roce de la mano de la soberana del tártaro de los mortales, hizo que Elizabeth se rompiera del dolor, y, aun así, se obligó a no gritar y lucir vulnerable frente a la que era, en última instancia, su semejante. Su abrazo la consumía como si Persephone estuviera alimentándose de todo lo que ella era. Su sonrisa se hacía cada vez más enorme sobre su cara y parecía que su piel se iba a rasgar en cualquier instante para mostrar un rostro macabro debajo de su perfecta piel oliva, pero Lizzy no podía dejarla ir. —Mi hermosa Artemis —habló Persephone al oído de Elizabeth—. Mi favorita de las tres hermanas. Mi luna creciente. —¿Estoy muerta? —fueron las únicas palabras que brotaron de los labios de la luna. —Por supuesto que lo estás —sonrió la soberana de los infiernos pasando su dedo índice por los labios de Lizzy; sus labios rojos y mordidos, llenos de vida, y de sangre. Elizabeth lo sabía. La confesión Persephone no avivó un ápice de terror en ella, sino que algo de alivio se posó sobre sus ojos. Lizzy contempló sus últimos momentos en el mundo mortal y las imágenes de Christian traspasando sus pulmones con sus manos desnudas parecían regresar unidas al agonizante dolor de su último aliento. —¿Vas a torturarme? —el pragmatismo de la renacida Artemis llenaba a Persephone de curiosidad. Una parte de la reina de los muertos quería jugar con el sufrimiento y la carne de Elizabeth. No porque lo mereciera, sino porque se dedicaba al negocio del tráfico de las almas y esa era la máxima expresión de su placer. Todo es placer en el infierno. —Este es mi palacio, Artemis —respondió la de los ojos como vacías cavernas oscuras, clavando sus uñas en la espalda impoluta de Lizzy—. Y pudiera torturarte. Si quisieras, pudiera hacer mucho más que solo permitirte existir en un constante dolor. El placer es mi negocio, Elizabeth. No dudaba de sus monstruosas intenciones. Elizabeth temía sus ojos negros y sus labios marrones, pero más temía aquellos dientes filosos y la lengua bífida de serpiente en su boca. Ella quería atormentarle y lo estaba logrando, pues era terror absoluto eso que sentía la que había muerto como humana, pero se abstenía de exteriorizar. —Pero necesito a William vivo, mi pequeña cazadora —susurró Persephone enredando el cabello de Lizzy en su mano y tirando de él para que el cuello cuello quedara completamente expuesto a sus dientes—. Y necesito a las tres lunas en territorio mortal. Su beso fue feroz e indómito. Persephone limitó todo movimiento de Lizzy clavando las uñas en su espalda. La sangre corría por la piel de la mortal mientras la lengua de la reina de infierno se abría paso en su boca en la más abrazadora de las sensaciones, más, Elizabeth cedió a su invasión y cerró los ojos a su petición a sabiendas que un sabor ferroso se extendía por su boca. Cuando los abrió nuevamente, un techo de madera roja y una cama de sábanas negras que no conocía en lo absoluto la acogieron, a la vez que el sol se colaba entre las ventanas de aquel lugar completamente nuevo para ella, bañando de dorado al último rostro que había visto antes de morir. —Estás despierta —sonrió el chico de profundos ojos verdes y cabello n***o recogido en un moño bajo, pasando sus dedos por los rojos labios de la chica. Sammuel Fennigan besó la frente de Lizzy con la suavidad de un primer roce inocente, pero la ilusión de su presencia se desvaneció justo cuando el resplandor de una lámpara iridiscente estalló sobre los ojos de ella.
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