17 DE MAYO DE 2007 Pasé unas horas en la playa tal como Umberto me había aconsejado. El suave calor del sol le sentó bien a mi piel, pero imaginaba sus rayos sobre la piel bronceada de mi amante, Gaia. Y a ella también la imaginaba junto a mí. Debía confiar en mi memoria e imaginación para lograr aquello, lo cual me causaba sufrimiento. Con el paso de las horas, cansado de la soledad de la playa, subí las escaleras hasta Casa Albertina y entré en mi habitación. Las finas cortinas se abrieron y una suave brisa pasó junto a estas y penetró vagamente en la habitación. Me senté al borde de la cama y miré fijamente al suelo. Tras unos instantes me levanté y deambulé alrededor de la cama, haciendo círculos circunscritos en el diseño de la alfombra. Aunque aquella era “mi” habitación, realment