Después de la muerte de mi madre, mi vida se convirtió en la de Cenicienta, con unos hermanos que me odiaban y una madrastra que alimentaba ese odio cada día. Un padre ausente al que solo veía una vez cada dos meses, quizás menos.
Deseaba cumplir la mayoría de edad para poder salir de esa casa donde nunca fui feliz. Ese deseo se hizo realidad antes de alcanzar la mayoría de edad. Tan pronto como mi padre fue detenido, su esposa e hijos me echaron a la calle, deseando que muriera de hambre o fuese estrangulada por algún loco. Esos eran los bonitos deseos que me tenían.
Pero, para su mala suerte, alguien me recogió y me llevó hasta él, al hombre con quien me casé y comenzó una guerra silenciosa en la que parecíamos dos desconocidos.
En el día de la boda, cuando todos los invitados se habían ido y nos quedamos solos en esa enorme mansión que nuestros padres habían construido para nosotros, justo cuando me disponía a subir a la habitación matrimonial, él dijo:
—Dos cosas, amo a otra mujer y nunca podrás ocupar su lugar—. Yo no tenía conocimiento de esa otra mujer. Escucharlo de su boca fue como dagas lanzadas directamente al corazón. Porque yo sí lo amaba, porque yo sí lo quería. Desde el día en que supe que era mi prometido y que en el futuro sería mi esposo, me dediqué a quererlo, amarlo y respetarlo, algo que él no hizo.
Acababa de confesar que había otra mujer en su corazón. Con eso, derrumbó mis ilusiones y esperanzas de tener una bonita relación llena de felicidad y amor verdadero, ser amada y querida como lo fui cuando mi madre vivía.
En el instituto, nunca le di oportunidad a ningún chico porque ya estaba destinada a él, porque era mi destino convertirme en su esposa, o al menos eso era lo que nuestros padres habían decidido.
Mi papá confiaba plenamente en que cuidaría de mí cuando él ya no estuviera.
Aprendí a quererlo y amarlo desde el primer día, y sus palabras acababan de atravesar mi corazón, rompiéndolo en mil pedazos y dejándolo hecho cenizas en un ardoroso dolor. Aunque doliera, a pesar de que pareciera que moriría, dejé notar el dolor que me causó y simplemente afirmé:
—¿Y crees que me importa? —le sonreí forzadamente—. Solo no te atrevas a tener hijos con ella porque sabes que nuestros padres jamás lo aceptarán—. Di media vuelta y subí las escaleras. En ese momento, mientras iba por la mitad de la escalera, él dijo:
—Aunque quisiera, no puedo tener hijos—. Tragué saliva y continué subiendo—. Nunca voy a amarte, Amaru. Eso tenlo claro claro.
Me encerré en la habitación, con la espalda pegada a la puerta y la mirada perdida en el balcón, pensando en cada una de sus palabras hirientes que cayeron en mi corazón como brasas y lo hicieron arder de dolor hasta reducirlo a cenizas.
Mis pupilas se dilataron señalando que pronto caerían lágrimas, sin embargo, las retuve con mucho esfuerzo. Si algo había aprendido en estos últimos años era a no mostrar debilidad ante pequeñeces.
Aunque tenía diecisiete años, no me dejaría derrumbar. Si él no me quería, si decía que nunca podría amarme, yo tampoco seguiría haciéndolo. Empecé a desecharlo de mi corazón porque no mantendría dentro a una persona que no podía brindar un amor recíproco.
Así lo hice. Comencé a ignorar su presencia, a hacer como si viviera sola y el hombre que pasaba una semana en casa y otra fuera no fuera más que un huésped. Así nos las arreglamos para convivir por más de un año.
Will no me dirigía la palabra en absoluto, siempre evitaba mi mirada y actuaba como si no existiera.
Me odiaba, aunque no lo dijo aquella noche, sabía que me odiaba. Las razones no eran de mi conocimiento, o quizás sí, pero no consideraba que fueran lo suficientemente fuertes como para que me detestara de esa manera.
—¿Y Will? —preguntó mi amiga mientras nos aplicábamos protector solar.
—¿Qué hay de él?
—¿Cómo van las cosas entre ustedes? —sonreí y ladeé la cabeza.
—Igual que siempre. Deambula por la mansión como un fantasma, en silencio, con una mirada fría, tenebrosa y espeluznante—. Mi amiga ladeó la cabeza y musitó:
—Llevan mucho tiempo juntos, deberían quererse un poco. ¿No has intentado conquistarlo?
—¿Para qué? Si me dejó claro desde el primer día que amaba a otra mujer con la que supongo pasa las semanas que no está en casa. Fue claro y directo, "Amaru, jamás voy a amarte".
—Sabes que el "jamás" tiene poca razón, ¿por qué no lo intentas?
—¿Intentar qué? ¿Conquistarlo? —asentí—. No, gracias. No quiero parecer una desesperada a la que terminarán rechazando—. Dejé caer mi cuerpo y cerré los ojos para recibir el sol.
—¿Y cómo piensan tener el hijo que sus padres quieren?
—No lo sé, tal vez por inseminación o algo así. Lo importante es que, de cualquier manera, sé que no será a través de una relación s****l.
—Deberías intentar algo más. Al fin y al cabo, en el futuro tendrán un hijo y, quieran o no, estarán unidos para siempre.
—Pues sí, ese es el destino que nuestros padres han elegido para nosotros.
—¿Y piensas vivir así toda tu vida?
—No, creo que en algún momento nos sentaremos a hablar y tomaremos una decisión.
—¿Cuando tu padre o el de él muera? —me encogí de hombros.
Pero era cierto, solo después de que los dos murieran podría divorciarme de Will, pero también perdería todo lo que mi padre me dejó.
Cabe recalcar que soy una bastarda producto de las infidelidades de mi padre, y desde los cinco años fui llevada a casa de su esposa porque mi madre murió. Desde entonces fui tratada con indiferencia, así que la indiferencia de Will no logró aplastarme, ya que desde niña lo había experimentado con mis hermanos y madrastra.
Cuando mi padre fue detenido, ellos se quedaron con todo, así que me echaron a la calle y los hombres de mi padre me recogieron para que, semanas después, me casara con Will Lewis, mi prometido de toda la vida.