Prólogo

1543 Words
Prólogo Ariel Hamm se inclinó sobre el papel que tenía delante, estudiando las ecuaciones con atención. Se mordió el labio mientras solucionaba los problemas; quería acabar los deberes para poder disfrutar de algo de tiempo libre antes de irse a la cama. Justo estaba terminando con el último cuando un grito agudo rompió el silencio y le hizo levantar la cabeza bruscamente y abrir la boca en una pequeña “o”. Miró con los ojos abiertos de par en par al enorme hombre sentado frente a ella leyendo un diario antes de ponerse de pie de un salto y salir corriendo hacia el pasillo. Henry Hamm sacudió la cabeza, mirando cómo su hija de seis años salía disparada como una bala antes de dejar escapar un suspiro. Se preguntó de qué debía tratarse esta vez y se dirigió hacia la puerta que llevaba al baño justo al mismo tiempo que Anna Hamm cruzaba el umbral, estremeciéndose. Henry abrió los brazos, rodeando con ellos a su esposa mientras esta maldecía en voz baja, y cuando miró por encima de la cabeza de su mujer vio a Ariel inclinada sobre la bañera. La niña sacó algo de su interior y lo acunó suavemente, girándose con los grandes ojos marrones inundados de lágrimas y la pequeña barbilla temblándole. Pero no fue su expresión lo que llamó la atención de Henry, sino lo que tenía entre los brazos. Una pequeña criatura marrón estaba intentando esconderse contra su pequeño cuerpo, y Ariel miró a su padre con los ojos muy abiertos en espera de su respuesta. ―No pasa nada, Anna. No es más que un cachorro de perro de las praderas ―dijo este, acariciándole la espalda a su esposa para tranquilizarla. ―Es algo más que un cachorro de perro de las praderas, Henry Hamm ―dijo Anna, fulminándolo con la mirada―. ¡Es toda una camada de perros de las praderas! ―Pero mami, Ariel tenía que ayudarlos. El señor Wilson los desenterró e iba a ahogarlos. Ariel no los podía dejar morir ―argumentó una Carmen de cinco años―. Tenía que cuidar de ellos. Ahora es su mami. Anna miró a su hija mayor por encima del hombro, que se erguía de manera protectora frente a la bañera de patas llena ahora de cachorrillos gimoteantes, antes de centrar su atención en su hija menor, que estaba de pie frente a Ariel para defenderla. Negó con la cabeza y se giró entre los brazos de su marido para mirar a ambas niñas con exasperación. La semana anterior habían sido tortugas, y la otra, lagartos, y la otra… Anna sacudió la cabeza con más firmeza; desde que Ariel había aprendido a caminar había empezado a traer a casa a todas las criaturas callejeras con las que daba, e incluso algunas que no eran callejeras, como los perros, gatos y pollos de los vecinos. Y la lista seguía y seguía. ―Eso lo ha heredado de ti, sabes ―empezó a decir, mirando al que era su marido desde hacía ya siete años por encima del hombro, llena de frustración. ―Lo sé ―respondió Henry con una pequeña sonrisa. ―No me gusta que haya animales en casa ―continuó Anna. ―Lo sé ―repitió Henry, dirigiéndole una mirada de advertencia a Ariel cuando esta empezó a protestar. ―No quiero bichos en mi bañera ―insistió Anna con firmeza. ―Pero… ¿pero dónde iba a ponerlos? ―preguntó Carmen confundida―. Ya no queda espacio debajo de la cama, ni en el… ―Se detuvo bruscamente cuando Ariel le dio un codazo. ―Calla ―siseó su hermana en voz baja. ―¿Debajo de la cama…? ―dijo Anna, llevándose una mano al cuello―. ¿Dónde más? ―preguntó, mirando primero a Ariel, que volvía a tener los ojos anegados, antes de dedicarle un gesto severo a Carmen―. ¿Qué más hay en mi casa? ―preguntó, girándose hacia el dormitorio que compartían las hermanas. ―¡No! ―chilló Ariel, sollozante―. Mami, por favor. ¡Me necesitan! Henry decidió que lo mejor sería ayudar a su esposa; era de ciudad y todavía les tenía miedo a todos los distintos tipos de criaturas que vivían en «el Wyoming salvaje», como ella lo llamaba. Anna entró en la habitación de sus hijas y estaba a punto de ponerse a cuatro patas para mirar debajo de la cama cuando Henry la sujetó por la curva de la cintura. ―Será mejor que me dejes a mí ―dijo con voz ronca. Ariel miró cómo su padre se arrodillaba de mala gana y empezaba a sacar las cajas de cartón que había ido reuniendo. Cada caja de zapatos estaba cuidadosamente etiquetada con un dibujo hecho con ceras de cada animal, y las tapas estaban agujereadas. Observó desesperada cómo su padre sacaba las seis cajas y las iba abriendo con cuidado; su colección de lagartos, ranas y tortugas iba creciendo. Después sacó dos cajas de mayor tamaño, una de ellas con varios gatitos y la otra con un bebé erizo. ―¿De dónde demonios has sacado esto? ―preguntó Henry, sorprendido. Cada caja contaba con agua, comida y tiras de tela vieja que había sobrado, todo cuidadosamente organizado. ―¡Así que esto es lo que lo he pasado a mi relleno para cojines! ―exclamó su madre al mismo tiempo que sonaba el teléfono. La madre de Ariel salió a toda prisa de la habitación para responder mientras su padre se acuclillaba en el suelo. ―Vale, antes de que venga tu madre, ¿qué más tienes escondido? ―preguntó, mirando cómo su hija mayor intentaba evitar que el cachorro de perro de las praderas se escapase. ―Tiene a Patrick y a Sandy en mi cama ―dijo Carmen a modo de ayuda―. Bueno… ¡es verdad! ―dijo, mirando a Ariel con inocencia cuando esta le dirigió un ceño fruncido. ―¿Quiénes son Patrick y Sandy? ―preguntó Henry antes de negar con la cabeza―. Quizás debería preguntarte qué son, no quiénes ―murmuró. Ariel intentó ponerse frente a su padre para detenerlo, pero este simplemente la cogió en brazos, perro de las praderas incluido, y la apartó. Henry se acercó a la otra cama de la habitación y levantó con cuidado la colcha formada por retazos de colores chillones, y contuvo una maldición al ver lo que se escondía hecho un ovillo debajo. ―Pero papi, tenían frío. Ya hace demasiado frío para dejarlas fuera, y quizás tengan bebés, y si los tienen los bebés pasarán frío, y… ―Ariel dejó de hablar al ver la palidez en el rostro de su padre. ―Oh, cariño, si tu madre las ve no volverá a entrar nunca en esta casa ―dijo Henry, mirando las serpientes del maíz de entre sesenta y noventa centímetros de largo que estaban hechas un nudo en el centro de la cama de Carmen. ―Por eso he estado durmiendo con Ariel ―susurró Carmen, mirando las serpientes―. No creo que les gustara que durmiese con ellas. Henry miró a su hija pequeña e intentó no reírse ante lo serio de su expresión. Volvió a cubrir rápidamente a las dos serpientes al oír cómo se acercaba su esposa por el pasillo y se llevó el dedo a los labios para asegurarse de que sus hijas sabían que no debían decir nada antes de girarse para mirar a su esposa, ahora furiosa. ―¿Qué pasa ahora? ―preguntó, intentando poner cara seria. ―¡No es divertido, Henry! Ariel, ¿qué más tienes escondido aquí dentro? ―dijo Anna, apoyando las manos sobre las caderas redondeadas. ―N… nada ―susurró Ariel, alzando la vista hacia su madre. ―Acabo de hablar con Paul Grove; al parecer su hija ha desaparecido. No sabrás nada de eso, ¿verdad? ―preguntó Anna con severidad. Aquella vez fueron los ojos de Carmen los que se llenaron de lágrimas. ―Pero mami, quiere ser nuestra hermana y las hermanas tienen que vivir juntas. Cuidaremos de ella, ¡lo prometo! Incluso he compartido con ella mi cena ―sollozó. ―¡Oh, Señor! ―dijo Henry en voz baja con una risita―. ¿Dónde la habéis escondido esta vez? Un pequeño ruido proveniente del armario llamó la atención de todos. La madre de Ariel se acercó a él y empezó a abrir la puerta con cuidado y de par en par en cuanto comprobó que no corría peligro. Una niña de unos seis años y cabello rizado les sonrió con inocencia, sentada sobre una montaña de mantas dobladas y con una botella de agua y varias galletas junto a ella. También la acompañaban el cojín de princesa de Ariel y la muñeca con forma de gusano que brillaba en la oscuridad de Carmen. ―Hola, mami Hamm ―dijo Trisha, dirigiéndole una sonrisa a Anna. Treinta minutos más tarde Ariel, Carmen, Henry y Anna observaron juntos cómo se alejaban las luces traseras de la camioneta de Paul Grove por la larga y sinuosa carretera de grava que llevaba a su casa. Ariel dejó caer los hombros y rodeó a Carmen con el brazo, quien seguía llorando por haber perdido a su hermana mayor. Anna se inclinó y levantó el pequeño cuerpo de Carmen, acunándola entre los brazos y girándose para entrar en la casa. Arrugó la nariz nada más abrir la puerta al notar el fuerte olor que provenía del interior. ―¡Oh, por todos los cielos! ―exclamó, cubriéndose la nariz con la mano libre―. Creía que habías tirado la col que sobró a la basura de fuera. Henry frunció el ceño y entró en la casa, olisqueando el aire. ―Y eso hice. El camión de la basura la ha recogido esta mañana. ―Oh, eso no es la col ―dijo Carmen, sorbiendo por la nariz y tapándosela con los dedos―. Son los nuevos gatitos que ha encontrado Ariel. Los que tienen esas bonitas rayas blancas en la espalda. Los tiene en el cuarto de la lavadora. Henry fue incapaz de seguir conteniendo la risa. ―Los encontraré y los llevaré fuera ―dijo mientras su esposa se daba la vuelta y volvía a salir fuera, sacudiendo la cabeza en un gesto de resignación. ―¡Pero papi, me necesitan! ―gimoteó Ariel con pena, siguiendo a su padre dentro.
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