CAPÍTULO DOS
Catalina abrió los ojos mientras la luz cegadora se debilitaba e intentó entender dónde estaba y qué había sucedido. La última cosa que recordaba era que había estado luchando para abrirse camino hacia una imagen de la fuente de Siobhan y había clavado su espada en la bola de energía que la había unido a la bruja como aprendiza. Ella había cortado ese vínculo. Había ganado.
Ahora, parecía que estaba al aire libre, sin ningún rastro de la cabaña de Haxa o de las cuevas que había detrás. Se parecía solo un poco a las partes del paisaje de Ishjemme que ella había visto, pero los campos llanos y las explosiones de bosque podrían haber estado allí. Eso esperaba Catalina. La alternativa era que la magia la hubiera transportado a algún rincón del mundo que ella no conocía.
A pesar de la rareza de estar en un lugar que no conocía, Catalina se sentía libre por primera vez en mucho tiempo. Lo había conseguido. Había luchado contra todo lo que Siobhan, y su propia mente, le habían puesto en el camino, y se había librado de la opresión de la bruja. Al lado de esto, encontrar el camino de vuelta al castillo de Ishjemme parecía algo fácil.
Catalina escogió una dirección al azar y partió, caminando a pasos regulares.
Continuaba avanzando, intentando pensar en qué haría con su recién descubierta libertad. Evidentemente, protegería a Sofía. Eso por descontado. Ayudaría a criar a su sobrinita o sobrinito cuando llegara. Tal vez podría ir a buscar a Will, aunque con la guerra eso podría ser difícil. Y encontraría a sus padres. Sí, eso parecía una cosa buena que hacer. Sofía no iba a poder deambular por el mundo en su busca a medida que avanzaba su embarazo, pero Catalina sí que podía.
—Primero tengo que descubrir dónde estoy —dijo. Miró a su alrededor, pero aún no había puntos de referencia que reconociera. Sin embargo, había una mujer un poco más lejos en un campo, doblada sobre un rastrillo mientras sacaba malas hierbas. Tal vez ella podría ayudar.
—¡Hola! —gritó Catalina.
La mujer alzó la vista. Era mayor, con la cara arrugada por tantas estaciones trabajando allá fuera. Para ella, Catalina seguramente tenía el aspecto de una especie de bandida o ladrona, armada como estaba. Aun así, sonrió mientras Catalina se acercaba. La gente era amable en Ishjemme.
—Hola, querida —dijo—. ¿Me dirás cómo te llamas?
—Me llamo Catalina —Y, como eso no parecía suficiente, y como ahora sí que podía asegurarlo—: Catalina Danse, hija de Alfredo y Cristina Danse.
—Un buen nombre —dijo la mujer—. ¿Qué te trae por aquí?
—Yo… no lo sé —confesó Catalina—. Estoy un poco perdida. Esperaba que usted pudiera ayudarme a encontrar mi camino.
—Por supuesto —dijo la mujer—. Es un honor que hayas puesto tu camino en mis manos. Es lo que estás haciendo, ¿verdad?
Esa parecía una manera extraña de decirlo, pero Catalina no sabía dónde estaba. Tal vez solo era la forma en que la gente hablaba aquí.
—Sí, supongo que sí —dijo—. Estoy intentando encontrar el camino de vuelta a Ishjemme.
—Claro —dijo la mujer—. Yo conozco los caminos a todas partes. Aun así, creo que un favor merece otro. —Alzó el rastrillo—. Hoy en día no tengo mucha fuerza. ¿Me darás tu fuerza, Catalina?
Si eso era lo que hacía falta para regresar, Catalina trabajaría en una docena de campos. No podía ser más duro que las tareas dispuestas en la Casa de los Abandonados, o del trabajo más agradable en la forja de Tomás.
—Sí —dijo Catalina, tendiendo la mano hacia el rastrillo.
La mujer rió, se echó hacia atrás y tiró de la capa que llevaba. Salió y, al hacerlo, todo en ella parecía cambiar. Siobhan estaba frente a ella y ahora el paisaje a su alrededor cambiaba, mutando a algo muy conocido.
Se lanzó hacia delante, sabiendo que su única opción ahora yacía en matar a Siobhan, pero la mujer de la fuente era más rápida. Lanzó su capa y, de algún modo, se convirtió en una burbuja de puro poder, cuyas paredes agarraban con tanta fuerza como cualquier celda de prisión.
—No puedes hacerlo —exclamó Catalina—.¡Ya no tienes poder sobre mí!
—No tenía ningún poder —dijo Siobhan—. Pero me acabas de dar tu camino, tu nombre y tu fuerza. Aquí, en este lugar, esas cosas sí que significan algo.
Catalina golpeó con el puño contra la pared de la burbuja. Resistió.
—No querrías debilitar esa burbuja, Catalina querida —dijo Siobhan—. Ahora estás muy lejos del camino plateado.
—No me obligarás a ser de nuevo tu aprendiza —dijo Catalina—. No me obligarás a matar por ti.
—Oh, ya hemos pasado eso —dijo Siobhan—. De haber sabido que causarías tantos problemas, nunca te hubiera hecho mi aprendiza para empezar, pero algunas cosas no se pueden prever, ni tan solo yo.
—Si soy un problema tan grande, ¿por qué no me dejas ir? —probó Catalina. Incluso mientras lo decía, sabía que no funcionaría así. El orgullo obligaría a Siobhan a más, incluso aunque nada más lo hiciera.
—¿Dejarte ir? —dijo Siobhan—. ¿No sabes lo que hiciste cuando clavaste una espada forjada con mis propias runas en mi fuente? ¿Cuándo cortaste nuestro vínculo, sin importarte las consecuencias?
—No me diste opción —dijo Catalina—. Tú…
—Tu destruiste el centro de mi poder —dijo Siobhan—. Buena parte de él, liquidado en un instante. Apenas tenía la fuerza para sujetarlo. No me falta sabiduría, ni modos de sobrevivir.
Hizo un gesto, y la escena más allá de la burbuja brilló. Ahora reconoció el interior de la cabaña de Haxa, grabada en cada superficie con runas y figuras. La bruja de las runas estaba sentada en una silla, observando la silueta quieta de Catalina. Evidentemente la había arrastrado o la había traído desde el espacio ritual de lo más profundo de las cuevas.
—Mi fuente me alimentaba —dijo Siobhan—. Ahora necesito una vasija para hacer lo mismo. Y resulta que hay una que está oportunamente vacía.
—¡No! —gritó Catalina, golpeando de nuevo con la mano contra la burbuja.
—Oh, no te preocupes —dijo Siobhan—. No estaré mucho tiempo allí. Solo el tiempo suficiente para matar a tu hermana, creo.
Catalina se quedó helada al oírlo.
—¿Por qué? ¿Por qué quieres a Sofía muerta? ¿Solo para hacerme daño? Mátame a mí, en su lugar. Por favor.
Siobhan la miró.
—Realmente darías la vida por ella, ¿verdad? Matarías por ella. Morirías por ella. Y ahora nada de eso basta.
—¡Por favor, Siobhan, te lo suplico! —exclamó Catalina.
—Si no querías esto, deberías haber hecho lo que te pedía —dijo Siobhan—. Con tu ayuda, podría haber dispuesto las cosas en un camino donde mi hogar hubiera estado a salvo para siempre. Donde yo hubiera tenido poder. Ahora, tú te lo has llevado y yo tengo que vivir.
Catalina todavía no entendía por qué eso significaba que Sofía tenía que morir.
—Entonces vive dentro de mi cuerpo —dijo—. Pero no hagas daño a Sofía. No tienes ninguna razón para hacerlo.
—Tengo todas las razones —dijo Siobhan—. ¿Crees que disfrazarse como la hermana pequeña de una gobernante es suficiente? ¿Tú crees que morir en una única vida humana es suficiente? Tu hermana lleva un hijo. Un hijo que gobernará. Lo transformaré en algo nonato. La mataré y le arrancaré el niño. Lo tomaré y creceré con él. Me convertiré en todo lo que necesito ser.
—No —dijo Catalina mientras se daba cuenta de todo aquel horror—. No.
Siobhan rió y en ello había crueldad.
—Matarán a tu cuerpo cuando yo mate a Sofía —dijo—. Y tú te quedarás aquí, entre mundos. Espero que disfrutes de tu libertad de mí, aprendiza.
Murmuró unas palabras y pareció disiparse. Pero la imagen de la cabaña de Haxa no lo hizo y Catalina se puso a chillar al ver que su propio cuerpo respiraba hondo.
—¡Haxa, no, no soy yo! —exclamó y, a continuación, intentó mandar el mismo mensaje con su poder. No pasó nada.
Sin embargo, al otro lado de esta fina división, pasaban muchas cosas. Siobhan respiraba agitadamente con sus pulmones, abría sus ojos y se incorporaba con el cuerpo de Catalina.
—Tranquila, Catalina —dijo Haxa, sin levantarse—. Has tenido una larga y dura experiencia.
Catalina observaba cómo su cuerpo se sentía de manera insegura, como si intentara descubrir dónde estaba. Para Haxa, debía parecer que Catalina todavía estaba desorientada por su experiencia, pero Catalina veía que Siobhan estaba probando sus extremidades, averiguando qué podía y qué no podía hacer.
Finalmente se puso de pie, levantándose de forma insegura. Con su primer paso se tambaleó, pero el segundo fue más seguro. Desenfundó la espada de Catalina y la hizo zumbar en el aire como si comprobara el equilibrio. Haxa parecía un poco preocupada por ello, pero no se retiró. Seguramente pensó que era lo que Catalina podría hacer para comprobar su equilibrio y coordinación.
—¿Sabes dónde estás? —preguntó Haxa.
Siobhan la miró fijamente usando los ojos de Catalina.
—Sí, lo sé.
—¿Y sabes quién soy yo?
—Eres la que se llama a sí misma Haxa para intentar ocultar su nombre. Eres la guardiana de las runas y no eras mi enemiga hasta que decidiste ayudar a mi aprendiza.
Desde donde estaba atrapada, Catalina vio que la expresión de Haxa cambiaba a una de terror.
—Tú no eres Catalina.
—No —dijo Siobhan—. No lo soy.
Entonces avanzó, con toda la velocidad y el poder del cuerpo de Catalina, clavando la ligera espada de modo que apenas fue más que un parpadeo cuando se clavó en el pecho de Haxa. Sobresalió por el otro lado, atravesándola.
—El problema con los nombres —dijo Siobhan— es que solo funcionan cuando tienes aliento para usarlos. No deberías haberte alzado contra mí, bruja de las runas.
Dejó caer a Haxa y, a continuación, alzó la vista, como si supiera dónde estaba la posición de Catalina.
—Murió por tu culpa. Sofía morirá por tu culpa. Su hijo y su reino serán míos por tu culpa. Quiero que pienses en ello, Catalina. Piensa en ello cuando la burbuja se desvanezca y tus miedos vengan a ti.
Saludó con la mano y la imagen se desvaneció. Catalina se lanzó contra la burbuja para intentar llegar hasta ella, para intentar salir de allí y encontrar un modo de detener a Siobhan.
Se quedó quieta mientras las cosas a su alrededor cambiaban, convirtiéndose en una especie de paisaje gris y borroso ahora que Siobhan no le estaba dando forma para engañarla. Había un leve destello de plata a lo lejos que podría haber sido el camino seguro, pero estaba tan lejos que también podría no haber estado allí.
Unas siluetas empezaron a salir de la neblina. Catalina reconoció las caras de las personas a las que ella había matado: monjas y soldados, el maestro de entrenamiento de Lord Cranston y los hombres del Maestro de los Cuervos. Sabía que eran solo imágenes más que fantasmas, pero eso no hacía nada por reducir el miedo que la atravesaba como un hilo, haciendo que su mano temblara y que la espada que llevaba pareciera inútil.
Gertrude Illiard estaba allí de nuevo, sujetando una almohada.
—Yo voy a ser la primera —prometió—. Voy a asfixiarte como tú me asfixiaste a mí, pero no morirás. Aquí no. No importa lo que te hagamos, no morirás, aunque lo supliques.
Catalina los miró y cada uno de ellos llevaba algún tipo de herramienta, ya fuera un cuchillo o un látigo, una espada o una cuerda de estrangular. Cada uno de ellos parecía ansiar hacerle daño y Catalina sabía que se echarían encima de ella sin piedad tan pronto como pudieran.
Ahora veía que el escudo se desvanecía, haciéndose más translúcido. Catalina agarró su espada con más fuerza y se preparó para lo que estaba por llegar.