Katrina se había quedado dormida después de que Adrian tuvo sexo con ella. Aunque era un excelente amante, le faltaba la pasión de un hombre entregado, ni siquiera enamorado, simplemente con el fogaje del que pone los cinco sentidos en el acto mientras lo hace. Era de las cosas que más la molestaban y alertaban sobre él, no vibraba, no se estremecía. Era una máquina muy bien afinada que funcionaba a la perfección, de manera eficiente, pero no sentía nada.
Cuando despertó en la cama de cuatro postes del cuarto de Adrian, él ya no estaba. Nada raro, dejarla sola después del acto. Miró el alto techo del cuarto con su cúpula abovedada y por enésima vez alabó los frescos que la cubrían. El gusto de Adrian por el arte era impecable, para qué negarlo. Recreaban una escena de caza, Diana y un ciervo la presidían mientras hombres vestidos con túnicas esgrimían sus lanzas tras un jabalí en plena huida, aunque ya estaba acorralado. Pobre animal.
En estos momentos lo entendía mejor que nunca, porque se sentía abrumada por sus encuentros con Adrian, que no aceptaba ser rechazado por ella. Desde hacía algún tiempo era casi una imposición contar con su presencia al menos una vez a la semana, acompañada de sexo, por supuesto. Recién empezaron a frecuentarse llevó una bitácora de sus actividades juntos y no tardó en emerger el patrón: llamadas diarias, salidas todos los martes, flores los viernes, siempre doce rosas rojas. Al año hizo ligeros cambios e incluyó un encuentro adicional los sábados, nunca antes de las seis de la tarde, y éste era el nuevo día de sexo. Llegó a pensar que era una ofrenda a los dioses, una víctima propicia en el altar de cuatro postes, en la cama de Adrian.
Se levantó con las sábanas de seda azul, tan oscuras que parecían negras, envueltas alrededor de su cuerpo blanco y esbelto. Se miró en un espejo de pie colocado en una esquina de la habitación y vio lo dramática que lucía con semejante envoltorio. «Parezco un tulipán negro» —pensó.
Caminó por los pasillos del segundo piso en busca de Adrian. Su despacho estaba a dos puertas del dormitorio y, cuando se acercaba, escuchó su voz en una conversación sobre el cetro que le había mostrado antes.
Hablaba por su móvil de última generación, otra de sus debilidades, la tecnología, y no se había percatado de su presencia en el vano de la puerta de doble hoja del despacho. Las cortinas de terciopelo burdeos estaban cerradas y no podía verse hacia afuera de los altos ventanales que daban al patio y la rotonda de entrada. Sólo la luz del chandelier iluminaba la estancia, tiñéndola de color ámbar.
—Está confirmado, el cetro es griego. Una experta en arte antiguo lo ha revisado y logró traducir la mayor parte del texto que tiene grabado.
Adrian estaba de pie, de espaldas a la puerta y apoyaba los dedos de su mano izquierda sobre el escritorio. Llevaba una bata larga de seda azul marino anudada a la cintura y estaba descalzo, con el cabello n***o mojado, señal de que había tomado un baño, lo cual la molestó sobremanera. Alcanzó a ver cerca del borde de la mesa un vaso de cristal cortado con dos dedos de un líquido ocre. Whisky, lo más seguro.
—Si es lo que pienso, estamos en posesión de algo muy valioso—continuó Adrian—. Sólo hay que averiguar qué conexión tiene con la puerta.
En ese momento giró, notando la presencia de Katrina, a quien saludó con una inclinación de cabeza e hizo señas de que pasara.
—Debo dejarte, me llamas si averiguas algo.
Adrian cerró la llamada y dejó el móvil sobre el escritorio, tomando en su lugar el vaso con whisky. Empezó a caminar hacia Katrina, que seguía en el vano de la puerta, envuelta en la sábana. Miraba con disimulo el aura azul del hombre, titilando como un árbol de Navidad mal enchufado. En su experiencia, eso quería decir que estaba nervioso.
—Querida, has despertado—dijo al tiempo que le daba un beso en el cuello, que casi parecía apasionado—. Te dejé dormir un poco, no quise despertarte y me fui a dar un baño.
—Ya lo he notado—respondió mientras le pasaba los dedos por su cabello, visiblemente húmedo—. ¿Hace mucho que te levantaste?
—No tanto, recién salí de la ducha y llamé a mi curador personal para darle la buena noticia de que no fui estafado—. Su voz dejaba ver la sorna alusiva al comentario de Katrina cuando confirmó que el cetro era auténtico.
—La experta en arte antiguo te hizo el día, por lo que veo.
Adrian tomó la mano de ella con su mano libre y se la llevó a los labios para darle un beso en los nudillos. Al hacerlo, Katrina pudo ver cómo empezaba a aparecer la armadura color plata que ocasionalmente lo envolvía cuando se molestaba.
—Sabes que soy un hombre discreto y me gusta mantener bajo perfil, sobre todo con mis relaciones personales. Arnaud no necesita detalles de nuestra vida privada.
—Arnaud ni siquiera sabe cómo se llama la experta en arte antiguo, ¿o me equivoco? —. Katrina soltó la mano que sostenía Adrian y entró en el despacho, enfundada en la sábana de seda azul que arrastraba tras ella—. Tranquilo, amor, no es un reclamo, sólo aclaraba nuestra posición de cara al mundo.
Adrian la miraba impasible, como si no le molestara su tono, el reclamo velado que no terminaba de entender, pues Katrina no parecía estar interesada en ir más allá en la relación que sostenían. Nunca daba el primer paso ni lo buscaba y aceptaba el sexo sin mostrar entusiasmo, como parte inevitable de tener pareja estable. Aunque él no tenía la capacidad de comprender completamente a los humanos, sabía cuándo era deseado y éste no era el caso. De no ser por la alta estima en que se tenía y su seguridad de ser un espécimen muy atractivo para féminas de todo tipo, le hubiera ocasionado un trauma a su virilidad.
—¿De qué puerta hablabas con Arnaud? —. La cara de Adrian se contrajo por completo al escucharla.
—¿Puerta? ¿Hablé de alguna? —. En su mente no lograba elaborar una salida rápida para esa pregunta, había escuchado más de lo que debía y eso no era conveniente para sus planes.
—Sí, cariño, hablaste de una y de averiguar cómo se relacionaba con el cetro. ¿A qué te referías con eso?
Adrian sintió como su aura se oscurecía y su armadura se cerraba en torno a él. Su cuerpo etérico entró en alerta y sabía lo que venía después, no le había dejado opción. Se acercó a Katrina con paso lento, viendo en sus ojos un atisbo de miedo. Dejó el vaso sobre el escritorio y la tomó por la cintura, para que no escapara. Percibió el olor del terror corriendo por sus venas, su cuerpo en tensión resistiendo el abrazo, con el corazón acelerado en una arritmia severa. Los poderes síquicos de la chica se habían disparado y la alertaban de que algo estaba mal, muy mal. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver al guardián a******o de Katrina que se abalanzaba sobre él, invadiendo su campo áurico, por lo que le lanzó una descarga astral que lo desmaterializó de inmediato. No iba a regresar en un buen rato.
Sin dejar de mirarla a los ojos, llevó la mano derecha a su nuca y la sostuvo con la fuerza justa para no asustarla más de lo debido. Abrió la boca en un gesto que bien pudo pasar por erótico y cubrió sus labios en un beso apasionado, para disfrazar lo que venía después. Mientras la apretaba contra él con el brazo izquierdo, trasladó su mano derecha hasta la frente de Katrina, sin dejar de besarla y puso el dedo corazón sobre el tercer ojo de la chica, para recolectar de manera rápida los recuerdos de su conversación con Amber.
Sintió fluir la poderosa energía de ella por todo su cuerpo, como si le absorbiera el espíritu, y tuvo cuidado de no pasarse en la recolección de memorias. En la mente de Adrian se reprodujeron las escenas de los últimos cinco minutos y decidió que era preferible ir un poco más atrás. Vio a Katrina caminar por el pasillo, salir de la habitación, mirarse en el espejo de pie, envolverse en la sábana, disfrutar de los frescos del techo de su habitación. Justo en este punto y sin dejar de besarla, los teletransportó a ambos hasta la cama y desvistió sus cuerpos. En ese preciso instante, retiró su mano del tercer ojo de Katrina y la miró mientras despertaba, con él a su lado.
—Hola, preciosa— le dijo mientras la besaba suavemente—. ¿Te apetece darte un baño conmigo?
Katrina abrió los ojos como si no pudiera creer lo que escuchaba y una sonrisa apareció en sus pequeños y finos labios. Lo impensable en este hombre, un gesto de intimidad, ¿quién iba a imaginarlo? De vez en cuando la sorprendía positivamente… Esto compensaba con creces el que la usara para identificar objetos de arte después de una cita.
Contempló el rostro de Adrian como si lo viera por primera vez: el mentón cuadrado, los pómulos prominentes, la perfección de su nariz aristocrática y los profundos y misteriosos ojos. Su cabello n***o y corto enmarcaba perfectamente el conjunto y le confería un toque masculino muy clásico. Realmente era un tipo guapo, frío como una estatua de mármol y hermoso con éstas.
—Me encantaría—respondió con la satisfacción reflejada en el rostro.
Adrian la tomó de la mano, envolviéndola en la sábana de seda azul oscuro y la condujo hasta el baño privado que por primera vez le mostraba. Era una habitación enorme, con una bañera de hierro antigua en el centro, sostenida por garras de león en bronce, que había sido magistralmente adaptada para tener desagüe y agua corriente. En la pared tras la bañera colgaba un cuadro de Dalí que parecía una versión ampliada de La Metamorfosis de Narciso y que dudaba mucho fuera una copia, conociendo los gustos de Adrian en cuanto a arte, rodeada por un grueso y elaborado marco de pasta de oro que hacía perfecto conjunto con las patas de la bañera.
Una moderna cabina de hidromasaje, con paredes de vidrio templado que daban la impresión de no estar sujetas por ninguna estructura, ocupaba la otra esquina del gran baño. El interior, revestido en mármol n***o, reflejaba como un espejo las imágenes y contaba con una banca del mismo material para sentarse mientras se tomaba la ducha, que le recordó a un baño romano. El piso completo del baño era de mármol blanco con vetas negras y una enorme alfombra persa dominaba el otro extremo de la estancia, acompañada de un diván de seda brocada color rojo sangre y una otomana tapizada en piel de tigre y cuero n***o, tachonado con remaches dorados.
No había ventanas por ninguna parte, pero la iluminación era cálida, gracias a un impresionante chandelier n***o que colgaba en el centro del altísimo techo y de cuatro candelabros de pie de tres brazos cada uno, hechos en hierro, coronados por enormes velas blancas que Adrian fue encendiendo una a una y que daban una intimidad y aroma maravillosos a la estancia. Mientras lo hacía, Katrina pudo reparar en cada parte del bien formado cuerpo de su amante como no lo había hecho antes y deleitarse con la perfección que tenía frente a ella. Todo músculo y gracia, distaba mucho de la imagen que tenía de él hasta ese momento, como si hubiera llevado un velo sobre los ojos que le afectaba la visión y no le permitía verlo como realmente era.
La escena completa era majestuosa e invitaba al placer y la lujuria, alteraba los sentidos y predisponía el cuerpo a dejarse llevar sin limitaciones ni reparos.
Sin dejar de mirarlo, llegó a la conclusión de que no conocía a Adrian Sanders en lo absoluto.