Cameron vio entrar a Katrina a la oficina del Museo de Bellas Artes donde trabajaba. La monitoreaba a través de la esfera de búsqueda y mantenía su mente conectada a los pensamientos de ella, por si captaba alguno que pudiera ayudarlo a averiguar quién era el misterioso señor Sanders.
Su despacho era un gran desorden. La habitación, ubicada en la segunda planta, tenía una hermosa vista de la arboleda detrás del majestuoso edificio construido en 1870 que albergaba al museo, todo un lujo. Se divisaban unos enormes pinos alineados en seis hileras y a los costados estaban unos cipreses centenarios. Katrina entró con un vaso de café en las manos, se quitó el abrigo y acomodó el jersey de cuello tortuga que llevaba, tratando de taparse las carnosas caderas que ya Cameron había notado la noche anterior. La verdad que para ser delgada tenía un trasero bastante generoso que, por lo visto, no le gustaba demasiado y trataba de cubrirlo como fuera.
Katrina fijó su mirada en una caja de madera que descansaba sobre la atiborrada mesa de trabajo y se dispuso a abrirla. Dentro estaban dos tablillas de arcilla, a todas luces mesopotámicas, pero Cameron no tenía el mejor ángulo para distinguir los signos grabados en ellas, aunque parecía escritura cuneiforme.
Encendió un cigarrillo, sin dejar de mirar la escena que se desarrollaba dentro de la esfera, observando todo desde arriba. Se dejó envolver por el placer que le proporcionaba el humo caliente al desplazarse por sus pulmones, suave y agradable. Contuvo el aliento para retenerlo unos instantes, alargando al máximo la sensación de paz que le proporcionaba, y empezó a expulsarlo con parsimonia, en perfectas volutas que flotaban frente a su nariz y tapaban un poco su visión de la esfera. Era una paradoja que algo tan simple tuviera semejante efecto calmante sobre él, se sentía completamente relajado y su humor, un tanto agrio después de la inesperada visita de Samsara, había mejorado. Ya hablaría con Miranda sobre la desatinada idea de mandarle refuerzos poco fiables y que, además, no eran de su agrado. Mejor le hubiera disparado a un pie, sería menos peligroso y fácil de remediar que tener a una fuerza incontrolable como Samsara investigando un caso que podía desencadenar una hecatombe.
Con expresión de satisfacción en el rostro y el cigarrillo balanceándose en su boca, Cameron se recostó del escritorio y cruzó un pie sobre el otro al tiempo que aspiraba grandes bocanadas de humo, como un viejo marinero sentado a la proa de su barco con la vista puesta en el horizonte. Sólo que el horizonte era una esfera de búsqueda con una vista estupenda de la oficina de Katrina.
La chica se puso unos anteojos que le quedaban bastante bien y empezó a examinar una de las tablillas, que venían acompañadas de las notas de campo del equipo que las encontró. Para su sorpresa, por fin había dado con el nexo para acercarse a ella sin levantar sospechas: las tablillas provenían de una excavación en Siria dirigida nada más y nada menos que por su viejo amigo Samuel Harrods. Sabía de primera mano que la casualidad no existía, así que éste tenía que ser el cabo suelto que necesitaba para descifrar qué estaba pasando. Alguien le estaba dando una mano y, a quien fuera, se lo agradecía.
Con esta nueva información, era muy probable que Samuel le mandara la piel de becerro dentro del sobre n***o para dejarle saber que se estaba acercando ―o que al fin había encontrado― la entrada a la Cueva del Conocimiento que tanto lo obsesionaba. Después de años de búsqueda y de no haberle dado ni una sola pista para ayudarlo (más bien había tratado de despistarlo todo lo posible), el cabezón de Samuel estaba a punto de lograr su cometido. Era un tipo perseverante, había que reconocerlo.
Lo que no sabía es que su afán por encontrar la cueva podía ser peligroso, no sólo para él sino para la Humanidad. Si no era capaz de contener su sed de reconocimiento y llevaba a la luz pública la existencia de una puerta de acceso a los niveles más oscuros del Inferos, el resultado podía ser fatal. No era algo con lo que se podía jugar, por lo que sería preferible mantener a Samuel bajo vigilancia hasta saber qué tan cerca estaba de encontrar la puerta y si sabía cómo abrirla. También debía elaborar un «plan B» para desacreditar el descubrimiento y conseguir que nadie, ni su madre, se interesase en la locura de un arqueólogo que clamaba ser el descubridor de una puerta nada más y nada menos que al Área 51 del infierno. Iba a ser pan comido.
El tener que cagarse en la vida de los amigos era de las cosas que más le repateaban el hígado de su trabajo de guardián, pero si no había más remedio, dejaría a Samuel con la reputación por el piso y sin ganas de seguir excavando en el lugar equivocado del desierto. Era eso, o el inicio del Armagedón.
Estaba tan ensimismado con el hallazgo que, sin darse cuenta, se teletransportó a la oficina de Katrina. Se encontró de pie en forma incorpórea justo a espaldas de ella y, para su asombro, la chica fue capaz de percibir su presencia, inquietándose de inmediato. Como seguía teniendo acceso a su mente, le llegaron una avalancha de temores sobre Sanders y la posibilidad de que descubriera que tenía poderes extrasensoriales de alto nivel y que, para colmo de males, también podía ver su armadura etérica. Estaba realmente atemorizaba de que su particular amante tuviera el poder de leerle el pensamiento y descubriera sus sospechas sobre él. Por lo visto estaba clara que este tipo tenía habilidades psíquicas y además era de cuidado, pero desconocía quién era en realidad.
—«No sabe mucho del tipo, ni qué clase de entidad puede ser, aunque le preocupa que sea un nefilim. Eso no sería nada bueno porque su lado angélico parece dominar al humano y puede ser un híbrido peligroso»—concluyó Cameron.
Viendo la manera como le parpadeaba el aura, podía estar empezando a experimentar con sus poderes sobrenaturales y no sabía qué hacer con ellos o como dominarlos. Si no tenía un maestro para entrenarlo, era posible que no llegara a canalizar toda la energía de la que era capaz o bien perder el control y armar un caos. Al mejor estilo de Samsara.
Cameron seguía de pie, pegado a la espalda de Katrina, y podía oler su aroma tan particular que se le antojó aún mejor que el del cigarrillo. Por su condición de guardián, su olfato era tan sensible como el de un sabueso y lo usaba para rastrear todo tipo de entidades no deseadas que tuvieran la osadía de colarse en el plano físico que patrullaba. En los últimos cuatro o cinco siglos habían sido pocos, lo que contribuyó a su aburrimiento crónico y su precario estado de ánimo actual. Acercó el rostro al cabello castaño de Katrina y enterró la nariz en él, aspirando con la misma energía y placer que si fuera uno de sus cigarrillos. A veces le incomodaba ser tan básico, como cuando su cabeza giraba como la de la niña de El Exorcista, casi a punto de salivar al olfatear algo que le gustaba, como esta chica. Tenía un aroma dulce, muy parecido al de la ambrosía, que realmente le agradada.
Mientras se deleitaba con el olor de Katrina, captó un nuevo pensamiento proveniente de su mente que lo dejó petrificado: ella sospechaba que el descubrimiento de Samuel tenía relación con el cetro que le mostró Sanders.
—«¡Por qué no se me había ocurrido, las tres cosas se relacionan!» –exclamó mentalmente, al mismo tiempo que la computadora de ella emitía un sonido que parecía una alerta de mensaje.
La siguió hasta el escritorio que tenía frente a la ventana por la que se veía la arboleda y comprobó que se trataba del resultado de algún tipo de búsqueda en una base de datos. Katrina había dibujado el cetro y escrito la traducción que hizo de los símbolos y parece que había una coincidencia. «Recursiva, esta chica» —pensó mientras miraba sobre su hombro la pantalla de la Sony Vaio color púrpura―. «Y tiene fijación por ese color».
Casi suelta una carcajada al descubrirse a sí mismo pensando algo tan tonto—. «Enfócate, hombre».
Había una referencia de un cetro similar al que Sanders tenía guardado bajo siete llaves en su bóveda blindada. Un tal Jean Claude Marguisse había documentado la traducción de una tablilla cuneiforme del periodo de Sargón El Grande (Sharrum-kin en acadio, «rey verdadero»). La tablilla era algún tipo de inventario de las posesiones del rey y entre las más valiosas, encabezando la lista, estaba «un cetro enjoyado cuyo poder provenía del cielo». La descripción era la misma: «Cetro de bronce con punta de cornalina roja en forma de pirámide, rodeada de jaspe y esmeraldas». Su punta era «capaz de abrir las entrañas de la tierra». Las entrañas de la tierra le sonaban mucho al Inferos, mala cosa esta.
Si el cetro era de un rey acadio, lo ligaba directamente a la piel de becerro que le habían enviado y que estaba escrita precisamente en esa lengua. Todo empezaba a encajar a la perfección y, para su pesar, también parecía apuntar a que alguien estaba tras una de las puertas ocultas al Inferos y seguro que no era para dar una miradita a los Círculos Inferiores. Olía a rebelión y eso no le gustaba para nada. Si los doce mil salían a la luz, el mundo tenía los días contados.
—Vaya, esto sí que es extraño. ¿Por qué un cetro acadio tiene escritura griega en él? Sólo que fuera un botín de guerra y la grabaran posteriormente—dijo Katrina mientras leía la información que imprimió para poder hacer anotaciones. —La datación es anterior a lo que le dijeron a Adrian y no le perteneció al rey Alkaios. Creo que el ruso no tenía idea de la procedencia del cetro y se inventó una historia más o menos creíble para poder venderlo. ¡Menudo truhan!
Katrina se subió los lentes y se lanzó de espaldas sobre un viejo sofá color café que había visto mejores días.
—¡Después de todo, sí lo estafaron! —soltó una carcajada y se arrellanó un cojín de motivos étnicos entre las piernas—. Pero tiene tanta suerte que salió ganando. ¡Tiene un cetro de más de cuatro mil años!