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4040 Words
El otoño pintaba de dorados y ocres las calles de la ciudad y empezaba a refrescar, obligando a los transeúntes a cerrarse el cuello de sus abrigos para protegerse. Eso no era un problema para Samsara, que ni siquiera se daba por enterada de que empezaba a bajar la temperatura y caminaba por la calle Dorchester como si nada en este mundo la perturbara. Sus botas beige de tacón de aguja sonaban rítmicamente sobre la acera al compás de su cadencioso andar, que hizo que más de un friolento transeúnte se diera la vuelta para mirarla. La falda plisada se movía entre sus piernas largas y torneadas y dejaba entrever su maravilloso trasero de diosa. El cabello rubio se le venía a la cara por culpa de la brisa, metiéndosele en los ojos, cosa que no le hacía gracia. ¡Si no fuera porque tenía prohibido alterar los elementos, ya habría parado ese puto aire de una vez por todas! Aún estaba sorprendida de que Cameron le pusiera tan fácil lo de ir a investigar al macho alfa/semental maravilloso/posible nefilim que se hacía llamar Adrian Sanders. Una de dos, o le tenía sin cuidado que se le subiera encima nada más verlo para hacerle una prueba de manejo personalizada, o simplemente haría lo que fuera para quitársela de encima. Se inclinaba por lo segundo. Miranda le advirtió que no se metiera en problemas ni hiciera enojar al guardián, de lo contrario la devolvería al camafeo y ahí se quedaría por otros dos mil años, así que no pensaba dejarse llevar por sus instintos, so pena de perder la libertad una vez más. Dio la vuelta en la esquina de la Calle Segunda Este y se encontró de frente con el edificio de ladrillos rojos que antiguamente albergó a una destilería. Bonita remodelación, ¡qué pena que ya no tuviera litros y litros de alcohol adentro! Ahora albergaba galerías que exhibían obras de artistas en ascenso, cambio drástico de rumbo, pero al menos no lo habían tirado abajo. La galería de Sanders se encontraba en la planta baja del edificio de aire industrial, aunque cuando entrabas en ella la ambientación cambiaba por completo, con una decoración elegante y ecléctica, digna de un museo. Mezclaba piezas antiguas con pinturas impresionistas y surrealistas, así como renacentistas y neoclásicas. En un exhibidor de cristal blindado, había una máscara mortuoria prehelénica que la dejó sin habla, dudosa de si algo así podía estar en una exhibición privada. Una hermosa estatua de Dánae presidia el centro de la sala principal de la galería, iluminada desde arriba por una corona de ojos de buey empotrados en el techo en un excelente trabajo de mampostería que daba la impresión de ser una cúpula suspendida. Le llamó la atención encontrarse con lo que debía ser una reproducción de la obra que hizo Klimt de la princesa griega, porque dos piezas del mismo tema eran algo más que una coincidencia, pensó Samsara. No había terminado de recorrer la sala principal cuando se le acercó una sofisticada morena de cabello largo y perfectamente liso, enfundada en un traje n***o que dejaba poco a la imaginación por lo ajustado. Si bien el vestido cubría prácticamente toda la piel de su cuerpo hasta la rodilla, era impresionantemente sexy, como un gato salvaje o una pantera. La mujer le clavó los ojos mientras sus labios delgados dejaban entrever un amago de sonrisa y, juntando las manos a la altura de la cintura en un comedido gesto de mujer de buenos modales, le preguntó si podía ayudarla. Samsara escuchó su pensamiento antes de que emitiera sonido alguno y alcanzó a percibir una alteración nerviosa ante su presencia, una vibración contenida que no terminó de identificar. —Buenos días, soy Amber Cunningham, encargada de la galería—dijo la mujer—. ¿En qué puedo ayudarla? —Buenos días, Amber. Mi nombre es Samantha Eliot y estoy buscando una pieza griega para mi colección privada. ¡He quedado sorprendida con la máscara mortuoria que tienen exhibida, es impresionante!— alegó Samsara gesticulando graciosamente con las manos e indicando hacia la exhibición principal detrás de ella. —Me alegro de que aprecie esta pieza, es única y su valor excede los cien millones de dólares. —La impecable mujer no le quitaba los ojos de encima a Samsara y guardaba una prudente distancia que indicaba precaución de su parte—. Estamos a punto de enviarla en calidad de préstamo al Museo de Bellas Artes para que se exhiba junto a otras piezas del mismo periodo en una exposición de arte prehelénico. —Realmente no buscaba una pieza de tal importancia, aunque no deje de admirarla— rio Samsara con pasmosa naturalidad—. Estaba buscando un jarrón de cerámica negra o tal vez una copa ¿Tendrán algo en el rango de los 50 mil dólares que pueda mostrarme? Amber se mantenía a un metro de distancia de ella, con un brazo cruzado sobre la cintura y el codo del otro apoyado sobre la mano, levantado como si sostuviera un cigarrillo invisible. No pudo dejar de apreciar sus uñas perfectamente cuidadas y pintadas de rojo oscuro, que alargaban sus dedos al punto de parecer garras estilizadas. Los ojos verdes eran almendrados y penetrantes, con ambos párpados delineados en n***o y unas pestañas tan largas como las uñas. Definitivamente, ella misma era una obra de arte que no desentonaba con el resto de lo que exhibía la galería. Seguía los movimientos de Samsara como un gato que acecha su presa, con los músculos en tensión, esperando un descuido para atacar. Era obvio que trataba de analizarla y que no la terminaba de descifrar.  —«Demasiado joven para llevar una falda plisada que hace tan poco por ella»—alcanzó a leer en la mente de Amber—. «Y sus gestos denotan que es una mujer que toma lo que desea sin miramientos, lo cual no encaja con su interés por una pieza prehelénica. Esta chica es más del tipo que compra joyas y autos de lujo, no arte antiguo». No estaba para nada lejos de la realidad, «buena observadora»—pensó Samsara. —Tenemos algo que puede ser de su agrado—dijo Amber, tomando la punta de un mechón de su cabello para darle vueltas entre los dedos—. Debo buscarla en la bóveda, si por favor me sigue a la sala de espera mientras la traigo. —¡Claro! —canturreó Samsara, como si no se diera cuenta de que la mujer la examinaba igual que Silvestre a Piolín. «Me pareció ver a un lindo gatito» –pensó divertida. La siguió a través de un pasillo cubierto de cuadros renacentistas que terminaba en una puerta doble de vidrio biselado con una escena de caza clásica grabada, mientras seguía el cadencioso caminar de Amber, que colocaba el pie justo donde levantaba el otro, cruzando los pasos como las modelos de pasarela. —«Interesante espécimen» –concluyó, sin perder de vista el movimiento muscular de las piernas de la mujer, que aparentaba estar en los treintas. Abrió la puerta y le hizo un gesto de que pasara a la sala con sillones de cuero n***o y una alfombra de piel de tigre en el centro. Una enorme araña de cristal colgaba del techo y espejos recubrían las paredes de la mitad hacia arriba, por lo que podías verte desde cualquier ángulo del salón de forma hexagonal. «Bizarro, propio de un César»—concluyó Samsara.  —Me encantaría saludar al señor Sanders, ¿está aquí? — le soltó Samsara de golpe a su anfitriona, asumiendo la misma pose de femme fatale que ésta tenía antes. La mujer no pudo disimular su sorpresa ante la pregunta. —¿Conoce a Adrian? —. Giró en redondo y fijó la mirada en los enormes ojos cafés de su interlocutora. —En realidad, no, pero me encantaría hacerlo. ¿Está? —. Samsara le sostenía la mirada con arrogancia y actitud de «no me das miedo, por si no te has dado cuenta». Amber estaba al borde de perder los estribos con ella, lo que la divertía.  Su voz denotaba una mezcla de sorpresa con celos que no entendía. ¿Esta mujer era una administradora o tenía algo más con el señor Sexo Candente? Y si era así, ¿dónde quedaba la inocente y simplona Katrina Parsons? Porque si tenía que apostarle a alguna de las dos, ni lo dudaba, la pantera tenía las de ganar. Era obvio que Sanders estaba con Katrina por un interés que nada tenía que ver con su escaso atractivo femenino. Las mujeres como Katrina no despertaban ni un mal pensamiento en hombres ardientes como Adrian Sanders. Su mojigatería no le permitía satisfacerlo. Lo que no se explicaba es que Cameron estuviera interesado en ella, porque en los milenios que tenía de conocerlo jamás había vuelto a mirar nada que no fuera una entidad maligna o un «colado» de otro plano. Y su interés duraba exactamente el tiempo que se tardaba en echarlos a patadas de su territorio, es decir, nada. Había que joderse, pero era tremendamente eficiente en su trabajo, ¡el mejor de todos los guardianes que había conocido en su larga vida! —Puedo ver si está en su oficina para que salga a conocerla, si no está muy ocupado, claro— dijo Amber de mala gana. —¡Sería genial! —aplaudió eufórica Samsara dando saltitos, sólo para mortificar un poco más a la gata alfa del lugar, que poco le faltaba para sisearle y mostrarle los colmillos. Acto seguido, se sentó en uno de los sillones y cruzó las piernas en señal de «ve y búscalo», mientras acomodaba los pliegues de su falda plisada, lo que terminó de descomponer el elegante rostro de Amber, que torció la boca en una mal disimulada mueca de rabia. Giró sobre sus pies y salió con paso enérgico del salón, cerrando la puerta tras de sí. —«Esto es más divertido de lo que pensé. Miranda, ¿me escuchas?» —dijo telepáticamente. —«Fuerte y claro»—le respondió la aludida en su mente. —«Esta mujer es muy rara, sé que no es humana, no tiene aura. Estoy a punto de pensar que es una proyección astral, pero tampoco percibo las ondas de energía que la materializan». —«¿Qué esperabas de alguien relacionado con Sanders? El tipo es una caja de sorpresas, cada vez se pone más interesante la investigación. ¡Me ha vuelto la vida! ¡Tengo dos días que no toco una novela ni como palomitas! ¡Si tengo suerte, bajaré un par de kilos de aquí a que averigüemos qué se trae este tipo entre manos!». —«Este lugar es impresionante, Miranda.  En la sala de exhibición principal hay una máscara de Egisto, lo reconocí en el acto. ¡Cómo olvidarme de ese desgraciado después que me hizo la vida miserable y por su culpa perdí al único mortal que me ha importado lo suficiente como para no matarlo por intentar cortejarme! Nadie tiene algo como eso en una colección privada, de hecho, aún no se ha descubierto su tumba. ¿Me puedes decir de dónde sacó Sanders su máscara mortuoria?» —«A este paso, no me extrañaría que fuera un ladrón de tumbas inmortal» —La risa de Miranda retumbó en la cabeza de Samsara, por lo que se tapó los oídos con el dedo índice de ambas manos, pensando que así dejaría de escucharla. —«¡No te rías como un timbre viejo, me vas a dejar sorda! ¡Espero que no tengan cámaras en este salón, porque por tu culpa van a pensar que padezco de esquizofrenia!» —«Lo siento, lo siento, estoy realmente emocionada, no me controlo.  No tienes idea de lo aburrida que puede ser la eternidad». —«Tengo una ligera idea, querida. Por si se te ha olvidado, he estado presa en un camafeo por milenios gracias a tí y al amargado de tu amigo el ángel. ¡Eso sí que es aburrido, esperar a que alguien te saque de un cajón y te invoque! ¡Es la mierda más grande que te puedas imaginar!» —«Pues, date golpes de pecho que te dejé salir.  Mi risa debería ser música para tus oídos, así que ponte a tono y no hagas que me moleste» —retumbó Miranda con voz enérgica en la cabeza de la chica—. «Además, tuve la delicadeza de proveerte de entretenimiento todo el tiempo, para que no te aburrieras. Te di un permiso especial para sacar libros virtualmente de la sección abierta al público de la biblioteca Akásica, fuiste de los primeros en tener un transmisor de radio cuando lo inventaron, igual cuando llegó la televisión y ahora tienes internet. ¿Qué más quieres?» Samsara resopló y puso los ojos en blanco, ante la velada amenaza de Miranda. La verdad que prefería aguantarse a la ex Moira antes que regresar al puto camafeo y dormir el sueño eterno en el cajón de su ropa interior donde lo guardaba. Encima de todo, ¡hibernar entre los aburridos panties de una diosa venida a menos! ¿¡Qué podía ser peor que eso!? —«Tranquila, tejedora, que lo tengo muy claro»—le contestó telepáticamente, resignada—. «Calladita me veo más bonita y te agradezco mucho el paseo y las vacaciones del castigo eterno…Y por el internet, ¡eso sí que fue un alivio para mi encierro!» —«Bien, parece que nos estamos entendiendo.  Prepárate, que viene la mujer y trae a Sanders.  Trata de que se distraiga para que no perciba tu energía, ¡pero no te le tires encima ni intentes seducirlo! Voy a bloquear tu mente y disfrazar tu energía desde aquí, espero que funcione, porque no tengo claro qué tanto poder tiene este tipo. No te pongas agresiva ni te emociones, porque eso eleva tus niveles áuricos y va a saber quién eres». En ese preciso instante, se abrió la puerta y entró el espécimen masculino más espectacular que Samsara había visto en los últimos dos milenios.  Bueno, en verdad no había visto ninguno de carne y hueso, pero eso no le restaba crédito al porte de Adrian Sanders. Debía rondar el metro noventa, complexión atlética, cabello n***o como la noche, igual que los ojos. Tenía el inconfundible porte de un dios griego, pero en versión oscura.  Hades debió verse como él en sus buenos tiempos. Aparentaba unos treinta y cinco años y llevaba puesto un jersey n***o de cuello alto, con pantalones negros de pinzas que le colgaban estupendamente de las caderas y una chaqueta gris de corte ceñido al cuerpo, muy europea. Parecía un maniquí de escaparate de lujo de Milán o París. ¡Como para comérselo con todo y ropa! Ya entendía a la paranoica controladora de Amber, ella también enseñaría los dientes por un tipo como ese. —Señorita Eliot, es un placer conocerla—dijo con voz grave y un peculiar acento que no terminó de identificar, adelantando su mano derecha para estrechar la de ella. Amber observaba la escena a un par de metros detrás de él, como un cancerbero. Esta mujer empezaba a cansarla— pensó Samsara mientras sostenía la mano de Sanders o, mejor dicho, el sostenía la de ella. Tenía unas manos enormes, que fácilmente doblaban en tamaño a las suyas y se le voló la mente de sólo pensar qué otras partes de su anatomía estarían maravillosamente desproporcionadas. «Tranquila, tranquila» —se dijo a sí misma—, «que primero tienes que averiguar si es animal, vegetal o mineral, no vaya a ser que no sea comestible». —Señor Sanders, qué gusto conocerlo. Me alegro de que no estuviera tan ocupado como para no salir a verme—dijo con una sonrisa mientras miraba por encima de hombro de Sanders la cara de pocos amigos de Amber—. Estoy encantada con su galería, es impresionante las piezas con las que cuenta. ¡Casi muero cuando vi la máscara mortuoria micénica que tiene en la exhibición principal! Adrian enarcó una ceja ante la alusión a la máscara, sorprendido de que la chica supiera que era micénica, porque no lo decía la placa que tenía colocada. —Habría sido una pena que muriera, señorita Eliot— comentó Adrian metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón y ladeando un poco la cabeza para mirar con interés a Samsara, que estaba a punto de saltarle encima—. Estoy impresionado con su profundo conocimiento del arte griego, muy pocas personas habrían podido identificar la máscara como del periodo micénico. ¿Es usted arqueóloga? —Historiadora, señor Sanders. He estudiado la Grecia Antigua desde que tengo memoria, es como si hubiera vivido en esa época―. Samsara lo miraba descaradamente a los ojos, tratando de ver si lograba leer sus pensamientos, pero no le llegaba nada, ni una sola palabra, ni un sonido.  Cero. —Fascinante, para una chica tan joven—agregó recorriéndola con la mirada de arriba abajo—. Me dice Amber que está interesada en un jarrón o una copa griegos. Creo tener lo que busca— dijo señalando una caja que Amber colocaba con cuidado sobre una mesa de exhibición a un costado de la habitación. «Esta mujer se mueve sigilosamente»—pensó —. «No la vi salir de la habitación para traer la caja». —«¿Qué esperabas?» —escuchó decir a Miranda telepáticamente―. «Estás demasiado ocupada pensando en lo que tiene guardado en los pantalones como para darte cuenta de quien entra o sale de la habitación. ¡Concéntrate o vas a perder la oportunidad de averiguar algo de este hombre!». —«No sabemos si es hombre»—le respondió mentalmente—. «Tendré que probarlo y ver a qué sabe». —«¡Enfócate!» —gritó Miranda con voz chillona, que retumbó en la cabeza de Samsara con su tono estridente de timbre viejo. Sanders le puso la mano suavemente sobre la espalda para guiarla hacia el lugar donde Amber abría la caja y sacaba un ánfora panatenaica excelentemente conservada.  «Este hombre sí sabe cómo ponerte los pelos de punta, es energía pura»—pensó la chica. A pesar de estar en el paraíso con la huella energética de la mano de Adrian Sanders cosquilleándole en la espalda, Samsara reconoció de inmediato lo que tenía enfrente como auténtico. Sobre una de las caras del vaso estaba retratada la frígida de Atenea, con su escudo, su lanza y el peplo blanco que no se quitaba de encima ni para ir al baño, en la típica pose tiesa y engreída que la caracterizaba, flanqueada por dos columnas. En la otra cara del ánfora el artista, que sin duda era Baccio, representó a un hombre completamente desnudo que lanzaba una jabalina. La imagen le recordó la época en que los hombres competían sin nada más que el sudor sobre sus cuerpos, mostrando la majestuosidad de sus músculos en movimiento, la perfección de una especie que había sido creada por intervención divina con la única intención de complacerse con su obra. No era de extrañar que otros seres de los Círculos Superiores se hubieran cabreado con tanta predilección y se rebelaran, lástima que les salió mal la movida. Afinó su sentido del olfato y pudo percibir el aroma a aceite de oliva que provenía del interior del ánfora que alguna vez fue ofrecida al vencedor de una contienda, dos milenios y medio atrás. Sanders no dejó de observarla durante todo el tiempo que su mente vagó rememorando el pasado y cuando regresó de su ensoñación, se encontró con su mirada escrutadora clavada en ella, que la alertó sobre la posibilidad de que tuviera habilidades telepáticas y hubiera captado sus pensamientos, a pesar del bloqueo de Miranda. «Este tipo va a ser duro de pelar»—pensó. —¿Y bien, señorita Eliot? ¿Reconoce la pieza? —. Adrian seguía mirándola atentamente y era claro que analizada cada uno de sus movimientos.  Su curiosidad por Samsara iba en aumento al percibir que la chica sabía más de lo que decía. Era obvio que el ánfora había disparado emociones en ella y, aunque no era capaz de penetrar sus pensamientos, si vio las perturbaciones en el aura rojiza que la que rodeaba, primero sobre su cabeza y luego en el plexo solar. —Es un ánfora panatenaica, pienso que de entre el 480 y el 470 AC.  Guardaban en ellas el aceite ofrecido a los vencedores de las distintas pruebas atléticas que se celebraban cada cuatro años en Atenas, con motivo de las Grandes Panateneas—contestó Samsara con cara de yo no mato una mosca, mirando coquetamente a su interlocutor, como si no acabara de hacer una poco común demostración de dominio de historia. —Vaya, vaya, señorita Eliot. Veo que no es usted neófita en la materia. Adrian acortó la distancia que los separaba e invadió con premeditación el campo áurico de Samsara. Al hacerlo, notó como empezaba a expandirse y se intensificaba justo en el área del kundalini, lo cual le arrancó una sonrisa. «No he perdido el toque»―pensó—. «Esta chica está más caliente que el Vesubio antes de su erupción». —Me halaga, señor Sanders, pero lo sorprendente no es que yo reconozca la pieza si no que usted la tenga a la venta, ¿no le parece?—. La mirada de Sanders se tornó turbia de inmediato ante el comentario. —Dígame, ¿de qué excavación proviene este magnífico ánfora?―. Samsara señaló la pieza que tenía junto a ella, sosteniéndole la mirada. Adrian retrocedió un paso y cruzó los brazos sobre el pecho, sin ocultar que no le había gustado su perspicacia. —Proviene de una venta de patrimonio. Estuvo en la familia del dueño anterior por varias generaciones. Su tatarabuelo recibió la pieza como obsequio de un amigo suyo, el anticuario y arqueólogo británico Richard Chandler, quien en 1766 compró un amplio terreno en el noroeste del Peloponeso en el que encontró restos de columnas y muros que aparentaban cierta antigüedad y, tras estudiarlos, dedujo que se trataban de restos de la Grecia Clásica. —Interesante…creo que es la pieza que estaba buscando. Me imagino que tiene documentada su procedencia con todos los detalles que acaba de contarme. Voy a necesitarla para rastrear su historia lo más hacia atrás posible. Por cierto, me gustaría ponerlo en contacto con mi experto personal, Cameron War, para que le dé un vistazo antes de firmar el contrato de compraventa. —Eso no va a ser problema y por supuesto que tengo toda la documentación e historia de la pieza en regla—. Sanders bajó la guardia ante la inminente venta, que rondaba los sesenta mil dólares, y sonrió nuevamente a su interlocutora.  Samsara aprovechó el momento para nuevamente tratar de penetrar su mente, sin éxito. Tampoco podía ver su aura, por lo que debía tener un escudo de bloqueo activo, lo que significaba que tenía dudas sobre ella. Sanders sacó del bolsillo interior de su chaqueta un elegante porta-tarjetas de plata y le extendió una tarjeta de presentación a Samsara. —Aquí tiene el número de mi teléfono móvil, para que su curador pueda contactarme—. La sonrisa de Adrian insinuaba que no sólo su curador podía llamarlo para aclarar dudas, de requerirlo. —¡Excelente! —dijo ella tomando la tarjeta de entre los largos dedos de su interlocutor y la guardó en su bolso Prada. Al tomarla, rozó la mano del hombre y le pasó un latigazo de energía que le quitó el aliento y la puso francamente nerviosa. —Cameron se estará comunicando con usted en el transcurso de la semana para sacar una cita. Que tenga un buen día, señor Sanders, y gracias por atenderme. El aludido se despidió con una inclinación de cabeza y su poco amigable administradora la acompañó hasta la puerta. Mientras salía de la galería con su andar decidido, puso sentir la mirada de Amber clavada en la nuca. Tal vez Cameron supiera qué clase de entidad era esa irritante mujer cuando la viera.
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