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4469 Words
Cameron llegó a su casa, un ático muy bien equipado en lo alto de un edificio restaurado en el Freedom Trail de North End, un barrio repleto de lugares históricos marcados por el paso de los inmigrantes que aderezaron con sus costumbres la ciudad y la hicieron más colorida e interesante. Los olores de sus calles lo maravillaban y le alegraban los sentidos. Prácticamente se alimentaba de ellos.  Esa fue una de las razones por las que montó su base de operaciones en el corazón de la Pequeña Italia. Los edificios de ladrillo y los toldos verdes salpicados por doquier en sus calles eran acogedores, pintorescos y rememoraban otras épocas, trayéndole buenos recuerdos de lugares lejanos por los que pasó antes de venir al Nuevo Mundo.  Para evitar suspicacias, cada ciento cincuenta años se mudaba de ciudad, así su identidad permanecía oculta y nadie preguntaba más de la cuenta. El problema es que siempre estaba de paso, porque un siglo era un soplo para un inmortal. A estas alturas, tenía propiedades en casi cualquier rincón del planeta y sencillamente las traspasada a un nuevo nombre, el de turno, como si fuesen una herencia. Era el precio de vivir eternamente y no poder darse el lujo de que nadie lo supiera. Su apartamento, ubicado en el ático de un edificio de ladrillos construido a mediados del siglo XIX, no era demasiado grande, pero era más que suficiente para él. Las paredes pintadas de gris claro estaban cubiertas de estanterías llena de libros, rara afición para un polemistís[1] . Con los siglos había adquirido el hábito de la lectura a sabiendas de que no lo necesitaba pues era capaz de acceder directamente a la Fuente del Conocimiento,  pero formaba parte de las distracciones que hacían más llevadera su perpetua soledad en el plano físico. Normalmente no se reflejaba en los espejos, pero lo hizo sobre la superficie pulida de un escudo dorio que tenía colgado en una de las paredes a modo de decoración. La imagen que vio le pareció ajena. Con un par de jeans desgastados y una camiseta blanca de cuello en «V», parecía un mortal común y corriente. Así de bien se había camuflado después de tres milenios. Su presencia pasaba completamente desapercibida en el plano físico, salvo por su estatura, que era muy superior a la del promedio. Cuando bajaba al Sheol para cubrir a Haz y darle un respiro, tenía que retomar la túnica blanca y el peto dorado como parte del manual de procedimientos para recibir almas. Prácticamente, todas las culturas reconocían a los de su especie como posibles miembros del comité de bienvenida al más allá y esperaban verlos vestidos de cierta forma. Dependiendo de la gravedad del trauma con que llegaran las almas al recinto, les estaba permitido desplegar sus alas para tranquilizarlas o controlarlas, según fuera el caso, porque algunas sufrían una muerte tan violenta que llegaban alteradas, tratando de protegerse de un agresor furtivo o un peligro inminente. Ese era otro lujo que no podía darse en el plano físico, mostrar sus alas, las que alguna vez fueron catalogadas como magníficas en los Planos Superiores, cuando regentaba el Quinto Cielo, antes de su destierro. —«Añorar…»—dijo para sus adentros con un dejo de nostalgia— «¿Quién ha dicho que puedo hacerlo?» Se recogió el cabello castaño oscuro en una coleta sobre la nuca y materializó ropa limpia sobre su cuerpo de poco más de dos metros. No había nada que le quedara bien en las tiendas, menos mal que no tenía que conseguir qué ponerse por la vía regular, ventajas del oficio. Generalmente, se adaptaba a las tendencias de cada época y se mantenía fiel a su esencia de hombre de armas, sobrio y simple. Algunos tiempos fueron menos complicados para mimetizarse entre sus protegidos, porque las usanzas eran básicas y fáciles de seguir y su gran tamaño en el plano material tampoco era algo que cuestionaran. Podía pasar sin problemas por un semidiós entre los griegos y romanos, incluso entre celtas y vikingos. ¡Buenos tiempos aquéllos! No necesitaba descansar, así que dormir no era algo que solía hacer cuando no detectaba peligro o la energía del área bajo su cargo no variaba de manera inusual. Desconectarse no era posible para un guardián, nunca lo hacían. Afortunadamente,  Internet lo había salvado del aburrimiento y pasaba horas revisando blogs y perfiles sospechosos o jugando Dark Souls. Creó un blog que tenía unos seis mil seguidores asiduos al que bautizó como Arcángel, en el que compartía algunas anécdotas de sus patrullas, las menos reveladoras, y unos cuantos inmortales jubilados de los interplanos también publicaban las suyas, en ocasiones hasta sin seudónimo, porque ¿quién se iba a creer que Zeus era un internauta? Luego estaban las inventadas por algunos locos que debían estar drogados o recluidos en un manicomio. Sus historias eran tan absurdas a la luz de un inmortal que prácticamente lo había visto todo, que no había manera de equivocarse con que eran ensoñaciones de una mente muy creativa o totalmente desequilibrada. El blog le servía de plataforma de investigación, porque era un excelente termómetro para conocer el grado de interacción de los humanos con los mundos paranormales y ver si había filtraciones de energía que él desconocía. En una ocasión, una revista de Investigación Paranormal lo había contactado a través del blog para pedirle una entrevista, pero, por supuesto, se negó y reforzó la seguridad de su firewall, por si acaso lo estaban tratando de hackear. Cameron recogió los sobres que había deslizado el conserje por debajo de la puerta y empezó a revisarlos. La mayoría eran folletos de ventas (era asiduo a las compras online), pero uno en particular le llamó la atención. Un sobre n***o con su nombre y dirección escritos con tinta color plata y la parte posterior cerrada con un sello de cera virgen, nada común en este siglo. Se lo acercó al rostro para olfatearlo y percibió un olor a almizcle y mirra que le recordó al inconfundible aroma de una celda de escribano de convento medieval. El sobre iba dirigido a Cameron War, lo que le puso en alerta de inmediato.  —«Esto está sospechoso. No sé si deba abrirlo»— pensó mientras lo levantaba para ponerlo a contraluz frente a la lámpara LED de look industrial del techo. Como era un sobre n***o, resultaba imposible ver a través, por lo que utilizó su visión paranormal para indagar el contenido. Dentro pudo ver un material orgánico, sobre el que identificó escritura cuneiforme, específicamente acadio. —¡Esto se pone cada vez mejor!— resopló mientras enarcaba una ceja y colocaba detrás de su oreja un mechón de cabello suelto de la coleta—. Escritura cuneiforme en pleno siglo XXI. Recapituló mentalmente las personas capaces de escribir en esta lengua y sólo recordaba tres, dos de ellos muy ancianos y el tercero estaba en Siria, trabajando por su cuenta en un sitio arqueológico clausurado debido a la situación política que atravesaba el país. No creía que Samuel Harrods le hubiese mandado el sobre, que no tenía sellos postales, aunque bien pudiera hacérselo llegar por un intermediario. Su último encuentro, hacía poco más de tres años, fue poco cordial, aún lo recordaba. Samuel no volvió a comunicarse con él después que se negó a guiarlo a la Cueva del Conocimiento que, según el arqueólogo, era la clave para encontrar la entrada oculta a lo más profundo del Inferos. Su obsesión con el inframundo era notable, casi enfermiza, y no era un hobby sano para ningún mortal, por lo que le había hecho un favor con no decirle palabra. Existían varias entradas que comunicaban con pasadizos subterráneos y conectaban con los niveles inferiores del territorio de Nergal, pero todas estaban clausuradas y era preferible que siguieran de esa manera.  El Inferos estaba vetado para todos los que no habitasen en él, con excepción del Ángel de la Muerte, quien regentaba el Sheol. Básicamente, existía una jerarquía de accesos. Un tema de seguridad que todos respetaban para mantener ambos mundos separados y el orden cósmico debidamente protegido. Por su parte, los residentes del Inferos tenían restringidos el resto de los planos, no podían pisar ni siquiera el plano físico, estaban obligados a permanecer eternamente en sus confines.  Se sentó en una poltrona de cuero negra que tenía a un costado de la biblioteca con el sobre en la mano, aún sin abrir. Al lado había una mesita de bronce con una lámpara cromada de aire industrial que encendió sin tocarla. Levantó el sello de cera virgen con cuidado, para no dañarlo e investigar después su procedencia, y abrió el misterioso sobre n***o. El contenido no era papel ni pergamino, era piel de animal, tal vez de becerro por su color marrón. Al desdoblarla le saltó a la vista una impecable escritura acadia, ligeramente desgastada pero legible, muy bien conservada. En este punto tenía claro que no había sido escrita en este tiempo y que quién lo hizo descansaba bajo tierra desde un buen par de milenios. Hacía más de tres mil años que no veía un texto acadio original y todas las moléculas de su cuerpo físico vibraron, produciéndole un estremecimiento que identificó como nostalgia. Las emociones de un inmortal no eran totalmente compatibles con las de los humanos y no siempre podía traducir sus sentimientos, aún después de tanto tiempo caminando entre mortales. —Acadio…—dijo en voz baja mientras acariciaba con las yemas de sus dedos los signos cuneiformes plasmados sobre la piel marrón que tenía sobre las rodillas. Antiguos recuerdos se apoderaron de su mente, memorias de otros tiempos en los que Marduk lo ayudó a desterrar a su gemelo de mónada[2] y lo lanzaron a lo más profundo del Inferos junto con sus soldados, donde permanecían desde entonces. Después de enfrentarse a Sam, se negó a ejecutar sus órdenes de acabar con sus semejantes, aunque se levantaran contra la voluntad del Hacedor.  En castigo a su desobediencia fue enviado a patrullar eternamente la tierra de los vivos, sin posibilidad de regresar al Quinto Cielo que alguna vez regentó. En cierta forma, era uno más de los caídos, un hijo olvidado del Hacedor, aunque técnicamente su condición era la de desterrado. —«Y se alzaron contra tí, oh Creador, los guerreros de fuego, y los sepultaste en los abismos, en las cuevas del infierno». Cameron traducía con fluidez los caracteres del antiguo texto en acadio, que dominaba perfectamente. —«Doce mil de tus fieles soldados, junto con su señor y aquél que compartía su esencia, se vieron privados de la Luz Eterna. Uno en las entrañas de la oscuridad, otro sobre la Tierra. Pero llegará el día en que la puerta se abra, cuando la llave de plata libere al que espera». —¿Qué diablos es esto, qué clase de broma me están jugando? —gruñó al terminar de traducir el texto de la piel—. ¡No hay nadie en este plano capaz de conocer esta historia y jamás supe de un texto antiguo con este pasaje! Su rostro se endureció, sus mandíbulas se apretaron con fuerza y sintió su aura oscurecida por el enojo y el presentimiento del enemigo al acecho. Sus ojos castaños se habían tornado dorados, como lo eran en el plano astral y diminutas lenguas de fuego danzaban en su iris, mientras sentía hervir sus moléculas. Preso de una anticipación nefasta, deseó tener acceso a los Círculos Superiores para llegar a la única fuente capaz de explicarle quién estaba detrás de todo este asunto. En lugar de eso, se quedó sentado en el sillón de cuero y cerró los ojos para salir de su cuerpo físico y proyectarse en la guarida de Miranda en los interplanos. Cuando transportó su esencia a la pequeña cabaña de su amiga, la encontró sentada frente a la chimenea, leyendo un novelón romántico mientras comía palomitas de maíz, arrellenada en un mullido sillón de un color espeluznante. —Luego te quejas de tu peso—dijo la imagen danzante de Cameron, que titilaba en el centro del pequeño salón, como cuando la señal del televisor tiene interferencia. —¡Detesto cuando te proyectas en forma astral y más si estás furioso y no puedes controlar tu materialización! —dijo la aludida sin dejar de comer palomitas, mientras Cameron trataba de ajustar su proyección con cara de pocos amigos. —Sabes que no puedo llegar hasta aquí en forma física, no tengo acceso. —Pues, me hubieras llamado y habría ido yo a tu apartamento—dijo Miranda cerrando de golpe el libro y dejándolo sobre la mesita de centro frente el sillón rosa en el que estaba cómodamente acostada. —Ven, querido, el rosa no mata, siéntate a mi lado con ese precioso culo fantasmal y cuéntame que te trae por aquí. Frunció el ceño y de mala gana se sentó en el borde del sillón escandalosamente colorido, porque no quería molestar al único ser capaz de orientar sus pensamientos y darle un poco de ecuanimidad y calma.  —¿Desde cuándo te fijas en mi cuerpo? Que yo sepa, nunca ha sido de tu interés—. Cameron lamentó no estar en su forma física para dejarse abrazar por Miranda, que insistía en invadir su espacio físico cada vez que se veían.  Como Cameron no tenía acceso a ningún plano superior, generalmente hablaban telepáticamente o usaban el Skype para sus tertulias a distancia. Aunque el popular sistema de videollamadas no había sido ideado para tener tanto alcance, con un par de modificaciones básicas, Cameron logró que funcionara a la perfección en los interplanos. —También te he extrañado, querido —dijo Miranda con voz suave, que dejaba ver el cariño que la unía al enorme ser translúcido que tenía junto a ella. Lo recordaba con su brillante armadura de litio, forjada con el más puro fuego celestial, y sus magníficas alas iridiscentes, las más hermosas que jamás había visto. Un ser imponente, atemorizante, el segundo guerrero más amado por el Hacedor. Siempre había sido especialmente recto, tirando a rígido, y su afán por la justicia y la honra le habían traído consecuencias que no merecía. Había peleado tantas batallas que era imposible recordarlas todas, sufrido el dolor de perder a sus hermanos, la tristeza de acabar con vidas que apreciaba y que no deseaba exterminar, todo por obedecer sin dudar a El Que Todo lo Puede. Y ahí estaba, sentado en forma etérea en un sillón que detestaba, sin armadura ni espada y con sus alas ocultas, como un mortal más.  Miranda lo miró por un instante y reparó que, aunque no llevara sus ornamentos de regente del Quinto Cielo, ni mostrara sus gloriosas alas o lanzara cañonazos de plasma, seguía siendo hermoso y poderoso, sin que se diera cuenta de ello y a todas luces se sintiera diezmado y solo. —A ver, hermoso, ¿qué te trae por estos lares del interplano? ―dijo Miranda acercando sus amplias caderas a las de su amigo, mientras se acomodaba en el sillón.  Cameron puso los ojos en blanco en señal de reproche al escuchar el epíteto que Miranda siempre utilizaba para sacarlo de quicio. Llamar «hermoso» a un guerrero celestial era una ocurrencia poco gentil por parte de una diosa retirada. Desde que el panteón griego fue desmantelado y sus dioses jubilados y relegados a los planos medios, Miranda se había recluido en una cabaña campestre en medio de un bosque de clima meridional que recreó con lujo de detalles en el interplano y el aburrimiento se había apoderado de ella. En lugar de decidir el destino final de los mortales, su amiga compraba compulsivamente por internet y se atarugaba de palomitas de maíz frente al televisor o mientras leía novelas románticas, un hábito que Cameron encontraba deplorable, aparte de preocupante. —Necesito tus dotes, si es que todavía recuerdas cómo usarlos —dijo Cameron con sorna a Miranda— porque tanta novela rosa y culebrones románticos pueden haberte oxidado la visión del tercer ojo. ¿Qué estás leyendo? —preguntó mientras tomaba con su poder telequinético el libro que Miranda había dejado sobre la mesita de madera frente el sillón—. La diosa de Creta. ¡¿Qué clase de lectura es ésta?! —exclamó con tono indignado. —Un libro muy bueno, para que lo sepas, no es un culebrón y está bien ambientado en su época, porque estuve allí y recuerdo los detalles. ¡Me encanta poder transportarme al pasado, a tiempos en los que el amor era grande y valioso y la gente se peleaba a muerte por defenderlo! Ahora no hay nada de eso, mi ángel, sólo revolcones poco creativos y hombres ineficaces en sus funciones de alimentadores de la energía femenina. ¡No sé cómo siguen naciendo niños, es un misterio para mí! ¡Cualquier día de estos empezarán a dejar de hacerlo! ¡Todos serán clones, sintetizados en laboratorios! Miranda parloteaba mientras acompañaba sus comentarios con su particular gesticulación, vivaz y apasionada, que tanto le gustaba. Se dio cuenta que su amiga se sentía tan infeliz como él de vivir siglo tan siglo y asistir al desmoronamiento de lo que alguna vez se consideró importante para el orden del Universo. Leer novelas rosas era un escape y comer palomitas de maíz como si el Armagedón fuera mañana, un signo de ansiedad por estar casi tan presa como él en su cabañita del interplano. —No me gusta estar intermitente—dijo Cameron mientras se miraba el cuerpo parpadeante, sin conseguir que su materialización se fijara —. ¿Crees que puedas trasladarte a mi casa? —Claro, cariño, ya te torturé bastante con mi sillón rosa.  Has pasado la prueba.  No eres homofóbico ni machista, después de todo. Además ¡así podré darte un abrazo! Dicho esto, Miranda hizo un ademán con su mano derecha, como si abriera un abanico invisible y los materializó a ambos en el centro del ático de Cameron. —No has perdido el toque, nena—dijo él en tono burlón, imitando a los personajes de los novelones de Miranda. —¡Eres un cínico! —gruñó la Moira mientras le daba un manotazo en el brazo y se apretaba fuerte contra el pecho de su amigo, que no dudó en abrazarla. —Me hacías mucha falta—dijo ella mientras se acurrucaba como un gato contra el poco mullido cuerpo de Cameron, que parecía de mármol macizo—. ¿Cuántos años hace que no estamos en el mismo plano? —Unos cien, si no me falla la memoria—dijo tieso como un poste, aunque sin resistirse demasiado al insistente abrazo, porque él también había echado de menos a su amiga.  —Debe estar pasando algo gordo, mi ángel—agregó Miranda mientras levantaba la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Qué sucede? Cameron la apartó cariñosamente, guiándola por el brazo hacia el sillón de cuero en el que anteriormente se había sentado él. En la mesita auxiliar estaba el sobre n***o con su nombre escrito en letras plateadas. —Ponte cómoda— le respondió —, porque lo que tengo que contarte es largo y además me gustaría que me des tu opinión del contenido de ese sobre que ves allí— le dijo al tiempo que señalaba con el dedo índice en dirección a la mesita. —Señor Cameron War… ¡Hay que ver que te queda bien ese nombre! —sonrió Miranda mientras abría el sobre y miraba dentro, como cuando buscas en el interior de un bolso—. Sobre todo, lo de War, muy apropiado. —No te metas con mi nombre mortal, al menos refleja mi esencia, pero el tuyo no tiene nada que ver con quien en realidad eres, me imagino que para no asustar a los parroquianos. Si supieran a quién tienen enfrente, se cagaban. Miranda soltó la risa al tiempo que apretaba el sobre contra sus pequeños senos, que no terminaban de encajar con el resto de su poderoso cuerpo.  –¡Eres un grosero! ¡Demasiado tiempo entre los mortales ha dañado tu estilo ceremonial y austero de Ángel de la Muerte! —siguió riendo a carcajadas mientras Cameron la miraba con los brazos cruzados, apoyando el peso de su cuerpo sobre su pierna derecha―. ¡Me los imagino corriendo en estampida y un par de ellos cagándose en los pantalones del susto! ¡Menos mal que no hay manera de que se enteren de la clase de personaje que tienen enfrente! —¡Vaya, qué gracia te ha hecho mi comentario! Estamos de buenas, mejor para mí —agregó Cameron encogiéndose de hombros mientras se sentaba en el piso de cemento pulido de su apartamento, junto al sillón que ocupaba Miranda. —Cariño, siempre estoy de buenas para ti, esa ha sido mi eterna perdición—comentó Miranda mientras Cameron la miraba con una expresión a medio camino entre gracia y frustración. —Veamos, qué tenemos aquí… un trozo de piel de… —se llevó el material a la nariz y lo olfateó como si fuera un sabueso —. Becerro, me parece a mí. —Eso pensé yo. —Esto parece auténtico, mi amigo, ¿de dónde lo sacaste? —Por eso estás aquí, para que me digas de dónde salió algo como esto. ¿Reconoces la lengua escrita en él? Miranda levantó la piel y la acercó a su rostro para leerla mejor, lamentando haber dejado en casa sus lentes Versace. «Ya no veía sin ellos»— pensó. –Bueno…parece… ¡Acadio! —dijo mirándolo con expresión consternada. —¡Exacto, es acadio! ¡No había visto esta escritura en tres mil años! ¡No tiene sentido que me dejaran una piel de becerro con acadio escrito en ella dentro de un sobre n***o y a nombre de Cameron War! ¿Quién puede saber quién soy en realidad y que puedo leerlo? Mi fachada es de contratista de inmuebles, lo normal es que me hubieran dejado un catálogo de compras de herramientas ¿No te parece? —Y ya lo tradujiste, me imagino, porque dominas esa lengua a la perfección—. Miranda se acomodó en el sillón de cuero y levantó ambas piernas para cruzarlas y colocar en su regazo el pergamino de piel.  Llevaba un vestido n***o de tirantes, largo y suelto, con un cardigan de cachemira rosa pálido y unas botas altas que le quedaban muy bien. A pesar de haber ganado peso a punta de palomitas y helado y llevar su melena caoba recogida con una pinza de pelo de manera descuidada, seguía siendo un ser impactante. Nadie pensaría que aquella mujer descomplicada había ostentado tanto poder en sus manos. Era más alta de lo normal, aunque no tanto como él, con una estructura ósea fuerte y la nariz perfecta, pero la atención se centraba en los ojos oscuros de la ex Moira del Destino Final. Negros como alquitrán líquido, tanto que no se distinguía la pupila y un borde color ámbar rodeaba al oscuro iris. Unos ojos imposibles de encontrar en un humano y que delataban su procedencia divina. —Sí, lo traduje, es un relato de la caída de Sam y una profecía sobre un retorno. Habla de una llave que no tengo idea qué es y nunca había escuchado sobre ella.  Por eso te necesito, si hay una llave que modifique el destino final de los doce mil, no la conozco, Miranda.  Tal vez tú sepas si hay por venir una guerra con los caídos para buscar esta llave y si el destino del Universo se va a ver alterado por este evento. —El Armagedón no involucra a esa legión caída, debe ser otra cosa —. Miranda tomó el pergamino de su regazo y empezó a leer de manera pausada—. «Y se alzaron contra tí, oh Creador, los guerreros de fuego, y los sepultaste en los abismos, en las cuevas del infierno»―. Definitivamente esta es la caída de Sam de los cielos, no cabe duda.  Miranda frunció el ceño y continuó la lectura. —«Doce mil de tus fieles soldados, junto con su señor y aquél que compartía su esencia, se vieron privados de la Luz Eterna. Uno en las entrañas de la oscuridad, otro sobre la Tierra»—. Y este eres tú, querido, tu destierro del Quintus Coelum —. «Pero llegará el día en que la puerta se abra, cuando la llave de plata libere al que espera». —¡Ufff! ¡Esto sí que es algo nuevo! No lo había escuchado antes. ¡¿Qué puerta, qué llave?! —vociferó Miranda—. ¿Habrá un portal oculto que no conocemos y que comunique el Inferos con los Círculos Superiores? Si es así, tenemos un problema a la vuelta de la esquina. Miranda se puso de pie con nerviosismo y empezó a caminar en círculos por el salón, con el pergamino en la mano. Volvió a llevárselo a la cara, para mirar los símbolos de cerca, mientras materializaba sus lentes Versace con un ademán rápido de su mano libre. A Cameron siempre le había gustado la gracia con que Miranda manejaba la energía, como si sus manos danzaran, con movimientos sutiles y rápidos. Se puso los aros negros en forma de ojos de gato en la punta de su perfecta nariz griega y entornó los ojos para enfocar mejor el documento, en busca de algo que se le hubiera escapado durante su rápida lectura. Cameron la seguía con la mirada, un tanto divertido por el frenesí que mostraba su amiga, y reparó en sus caderas generosas, que le quedaban a la altura de los ojos por estar sentado en el suelo, moviéndose de manera rítmica con los andares enérgicos de Miranda. La verdad que no estaba nada mal, para el poco uso útil que le había dado a su cuerpo en los últimos dos mil años.  —¿Qué piensas? ¿Habrá una llave que no conocemos y me están avisando de su existencia? Y de ser así, ¿quién dejó ese sobre en mi buzón? ¿Cómo sabe quién soy? —. Cameron se puso de pie y metió las manos en los bolsillos traseros de sus jeans, con la mirada absorta en la estantería de libros que tenía enfrente. —No lo sé, pero tendremos que averiguarlo—contestó Miranda mientras se desmaterializaba de la estancia. ____ [1] Polemistís (πολεμιστής): Guerrero en griego. [2] Mónada es una unidad espiritual, una chispa o célula en el cuerpo de manifestación del Logos. El Logos es interpretado como aquello que existía desde el principio (αρχη/arkhé) con Dios, la energía del Universo. 
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