—¿Por qué tan arreglado y perfumado? —preguntó Majo a su hijo Rodrigo cuando entró a cambiarle la jarra con agua. —¿No estarás pensando ir a trabajar? —cuestionó refunfuñando, lo miró con seriedad. —No soy un niño mamá, no es la primera vez que me accidento, tengo siete vidas como los gatos —bromeó divertido, besó la mejilla de su madre—, no pienso salir, voy a recibir una visita. Majo arqueó ambas cejas. —¿Tu novia? —cuestionó. Rodrigo negó. —¡No! —exclamó. Majo frunció sus labios, dibujó una mueca. —No es justo, todos mis hermanos tienen nietos, y yo, ni uno —reclamó—, ni tú, ni tu hermana se animan en hacerme abuela. —Pensamos que, como todo Duque, la idea no te agradaría. Majo arrugó el ceño. —Claro que no, yo me muero por tener un bebé en mis brazos, y me imagino a