El reloj marcaba las seis de la tarde cuando regresaron a la camioneta. El vehículo, antes espacioso, ahora se encontraba abarrotado de bolsas, cajas y provisiones. Los trillizos, con la agilidad propia de su naturaleza lobuna, se las arreglaron para encontrar un espacio en la parte trasera, acomodándose lo mejor posible entre el mar de compras. Ronan, con los sentidos en alerta máxima, escudriñó los alrededores antes de subir al asiento del conductor. Sus ojos recorrían constantemente los espejos retrovisores, buscando cualquier señal de persecución. Nora, desde el asiento del copiloto, podía sentir la tensión emanando de él en oleadas. Incluso los trillizos, usualmente bromistas, permanecían en un silencio vigilante. El silencio se volvió casi tangible hasta que Aidan, incapaz de sopor