Condado de Galway: Oeste de Irlanda, año 2024
(Perspectiva de Nora)
—¡Por todos los santos! ¡Esta casa se está desmoronando! —exclamé mientras intentaba colgar un simple cuadro. El martillazo que di provocó que la pared de madera se desplomara, liberando una nube de polvo, telarañas y astillas. Entre toses, esperé a que el aire se aclarara. Cuando por fin se disipó la polvareda, quedé atónita ante lo que vi: la pared derruida revelaba una habitación oculta.
—¿Una cámara secreta? —musité, entrecerrando los ojos. Empuñé el martillo como si fuera un arma y, con la mano libre, saqué mi móvil para iluminar el camino. La oscuridad era absoluta.
Apenas llevaba dos días en esta casa. Hacía tres, había decidido dejarlo todo atrás: mi pequeño apartamento en Wisconsin y mi trabajo como enfermera en urgencias. Todo cambió cuando me enteré de que mis padres, para mi asombro, me habían legado una propiedad en Irlanda. Sin embargo, al llegar, descubrí que se trataba de una casa vetusta que necesitaba innumerables reparaciones. No lo negaré: me sentí estafada. A simple vista, era evidente que llevaba años abandonada. No parecía muy sensato que una joven de 23 años se quedara sola en una casa decrépita, rodeada de montañas y lagos, alejada de la civilización. Al menos sé defenderme y, si las cosas no salen según lo planeado, siempre puedo vender la propiedad a buen precio e irme a la ciudad.
—¿Qué es eso? —susurré mientras me adentraba en la habitación. Con la linterna del móvil, busqué en las paredes algún interruptor, pero no encontré nada—. Esta habitación parece haber estado sellada durante décadas. Ni siquiera tiene bombillas —comenté para mis adentros, observando las numerosas cajas polvorientas, libros, papeles y otros objetos desperdigados.
Sin mucho más que hacer, decidí examinar el contenido, no sin antes colocarme el pañuelo que llevaba en el pelo a modo de mascarilla. El polvo era excesivo y podía ser perjudicial para mi salud. Mientras revisaba, me percaté de que eran libros de expediciones, dibujos de cazadores y fotografías antiguas de huesos y tesoros. Mis padres eran arqueólogos y, por lo visto, mis antepasados también lo fueron.
—Esto podría valer una fortuna. Mañana lo llevaré al museo para que lo examinen —dije al observar artefactos extraños que parecían valiosos, aunque también podrían ser simple chatarra. Mañana lo descubriría.
Mientras continuaba mi exploración, divisé un cofre al fondo. Era enorme y aparentaba ser muy pesado. Fácilmente podría caber una persona dentro si se acomodaba bien. Me recordó a los cofres del tesoro que se ven en películas y dibujos animados. Arqueé las cejas, intrigada, y decidí investigar. ¿Y si realmente hubiera un tesoro que me hiciera millonaria? Con ese pensamiento en mente, dejé mi móvil en alto con la linterna encendida y comencé a quitar el montón de objetos que tenía encima. Descubrí que estaba cerrado con un candado.
—Si tiene un candado, debe de guardar algo importante —murmuré, limpiándome el sudor de la frente. La falta de ventanas en aquel lugar, sumada al esfuerzo de levantar cajas y demás objetos, empezaba a resultar sofocante. Con el martillo que aún sostenía, comencé a golpear el candado. Parecía antiquísimo, así que confiaba en que cedería fácilmente.
Martilleé una y otra vez y, para mi sorpresa, ¡funcionó! El candado oxidado y viejo se deshizo en pedazos. Con la adrenalina a flor de piel, abrí lentamente el cofre, esperando encontrar joyas, oro o piedras preciosas. Sin embargo, lo que hallé fue... nada. El cofre estaba vacío. Ni siquiera albergaba insectos; lo único que contenía era polvo y telarañas.
—¿Por qué sellarían con candado un cofre vacío? Esto carece de sentido —murmuré, intrigada—. ¿Será posible que tenga algún compartimento secreto y que esto sea solo una fachada?
Recuperé mi móvil de encima del montón de cajas y, sin más dilación, comencé a examinar el interior del cofre. Metí la cabeza dentro, buscando algún indicio revelador. De repente, al intentar profundizar más en mi inspección, perdí el equilibrio y caí de cabeza dentro del cofre. En ese preciso instante, la tapa se cerró con un golpe seco.
—¡Ay! —exclamé, acomodándome y frotándome la cabeza mientras me iluminaba con el móvil. No me preocupaba en exceso que la tapa se hubiera cerrado, pues ya no tenía el candado. Sin embargo, de repente escuché un inquietante "clic", como si alguien desde fuera hubiera echado la llave.
Mis ojos se abrieron de par en par y al instante alcé las manos para intentar salir. ¡La tapa del cofre estaba sellada! Me habían encerrado, pero ¿quién?
—¡¿Quién anda ahí?! ¡Hola! ¡Déjenme salir, por favor! ¡Auxilio! —grité, presa del pánico. De repente, sentí que el cofre comenzaba a moverse—. ¡Ah! ¡Esto no tiene gracia! ¡Sáquenme de aquí! ¡Socorro!
El cofre se agitaba cada vez con más violencia. Al principio, el movimiento era lento, pero luego comenzó a sacudirse bruscamente. Me golpeaba contra las paredes interiores mientras era desplazada de un lado a otro. ¡Un ladrón debía de haber entrado en la casa y ahora me llevaba encerrada a quién sabe dónde! Envuelta en terror ante lo desconocido, comencé a llorar.
De pronto, algo aún más extraño sucedió: el fondo del cofre, donde estaba sentada, comenzó a humedecerse. Misteriosamente, percibí el aroma inconfundible del agua salada, seguido de la sensación del líquido infiltrándose en el cofre. Probé una gota y... ¡era agua de mar!
—¡Esto debe de ser una pesadilla! ¿Me habré quedado dormida? —susurré mientras el agua seguía entrando sin cesar. Nada tenía sentido, y la linterna del móvil era lo único que me mantenía iluminada. Sin embargo, algo aún más insólito ocurrió. Escuché voces en el exterior...
—¡Miren eso, es un cofre! —oí la voz lejana de un hombre. Temblando de miedo, hice lo que consideré más sensato, a pesar de lo absurdo de la situación.
—¡Auxilio! ¡Por favor, ayuda! —grité con todas mis fuerzas.
Comencé a golpear la tapa del cofre con desesperación, pero no surtió efecto. Las voces se hacían cada vez más intensas. El agua salada ya me llegaba a la mitad del cuerpo; si no salía pronto de allí, moriría ahogada.
Dios mío, ni yo misma podía creer lo que estaba sucediendo, pero así era. Entonces escuché más voces mientras el cofre se movía.
—¡Pesa una barbaridad! —exclamó un hombre con un fuerte acento irlandés.
—¡Ayúdenme, por favor! —grité de nuevo. Luego escuché que estaban forzando un candado. Podía sentir los golpes fuertes y el sonido metálico.
Nada tenía sentido para mí, absolutamente nada. Al menos parecía que ya estaba en tierra firme, porque el agua del cofre comenzaba a descender. Después de varios minutos de forcejeo, lograron abrir la tapa. Tuve que cerrar los ojos porque el brillo del sol me deslumbró. Poco a poco, unas sombras comenzaron a hacerme visera, y observé algo que desafiaba toda lógica...