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Promesa cruel

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Blurb

Ella quería ser amada.

Él quería destrozarla.

Para la familia Lacroux, el apellido significaba poder, imperio, sangre real y la posibilidad de destruir a sus enemigos. El dinero en sus cuentas estaba manchado de sangre, y los diamantes en el cuello de su hija aun tenían las huellas de sus enemigos. Siendo considerados la corona de la dinastía inglesa, nadie los enfrentaba, hasta una noche cuando un hombre encapuchado raptó a su hija.

El hijo renegado y la oveja descarriada de los Caronte, después de que sus empresas fueron quemadas, sus minas robadas y su hermano menor asesinado, decidió tomar venganza con la única posesión que al viejo Lacroux realmente le importaba: su hija.

En su mundo no existía peor mancha que la unión matrimonial entre una familia inferior por venganza, y Styx Caronte tomó posesión de Sierra Lacroux la misma noche en la que cumplió dieciocho años. Arrastrada, encadenada y con la boca cubierta, la llevó al altar para mancillar a su familia cuando le arrancó el Lacroux y la marcó con el apellido Caronte. En esos ojos azules estaba todo lo que odiaba, pero también lo que más lo excitaba.

Atada, encerrada y aislada, pensó que su venganza estaba completa, pero la verdadera tortura llegaría cuando descubriese que Sierra no era tan virginal como pensó, y que él no era tan animal como su familia le recriminó toda la vida.

Solo había tres reglas y una promesa:

No verla. No hablar con ella, y odiarla por la masacre de su familia. Prometió sobre la tumba de su hermano que los haría sufrir de la forma más cruel, pero cuando Sierra entró en su vida, la promesa cambió y una cuarta regla nació: matar por ella.

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Preludio
—El matrimonio es el acto más puro de amor, bendecido por Dios, y aceptado por la sociedad —dijo el sacerdote cuando miró a la pareja ante él—. El matrimonio es la compilación de varios sentimientos, de esperanzas, de ilusiones, de fe y el gozo de compartir el resto de la vida con la persona a su lado. Abrió un poco más su libro y miró a Styx. —Styx Caronte, ¿recibes por esposa a Sierra Lacroux, para serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la abundancia y en la escasez, en la tormenta y la tranquilidad, en los días buenos y los malos, desde este momento y para siempre? —preguntó. La mandíbula de Styx se tensó y sus manos se mantuvieron apretadas en la parte delantera. No miró a los lados, ni titubeó. —Acepto. El sacerdote miró a la jovencita a su lado. —Sierra Lacroux, ¿aceptas por esposo a Styx Caronte, para serle fiel en la salud y enfermedad, en la riqueza y pobreza, ser su apoyo, confidente y pilar en los días oscuros y los claros, en la dolorosa enfermedad y en la dulce salud, desde hoy y para siempre? Ella gruñó por debajo de la cinta que cubría su boca. Styx miró a su prometida arrodillada a su lado, con las manos y los pies atados, con lágrimas resbalando sobre la cinta plateada en su boca y un movimiento limitado de sus extremidades atadas. Sierra gritaba que lo detuvieran, que ella no aceptaba, que eso era un error, que ella no amaba al hombre parado a su lado, y que no quería ser suya. Intentó zafarse, romper la cuerda, morder la cinta, pero no resultó como esperaba y su cabeza cayó en un gemido de dolor. —Mi prometida acepta —respondió Styx por ella cuando la miró con desprecio—. De ahora en adelante, hablaré por ella. Sierra intentó gritar y más lágrimas resbalaron por sus mejillas. El sacerdote miró a Styx. —¿Tiene los anillos? Styx metió sus dedos en el bolsillo de su pantalón y miró a su prometida. Ella respiraba agitada cuando él se acercó y buscó su dedo. Ella lo movió, pero él ejerció fuerza para meter el anillo en su dedo. Cuando se levantó, también se colocó el suyo y enderezó los hombros. Era imponente, lucía imponente, y esa aura de posesividad fue la que la hizo temblar cuando lo miró. —Por el poder que me fue otorgado por Dios, los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote justo antes de recordar algo importante—. No pregunté si alguien se oponía al matrimonio. Styx no miró atrás, y el sacerdote escaneó la iglesia vacía. Solo estaban un par de hombres que eran los escoltas de Styx. Las bancas de madera estaban vacías, no había una flor en todo el lugar, y las luces eran tan tenues como un funeral. —No se moleste, Padre —dijo Styx cuando miró a Sierra en el piso—. Nadie se opondrá a este matrimonio. La satisfacción de Styx podía sentirse, olerse, palparse. Había vencido al titán, y de nuevo era el rey, no solo de las minas de diamante, sino del diamante personal del viejo Lacroux. —Siendo así, los declaro marido y mujer —agregó cuando los miró a ambos, tan diferentes, tan ajenos—. Puede besar a la novia. Styx la miró retorcerse en el piso, con los ojos azules llorosos y un quejido que retumbaba en su pecho. Estaba inmóvil, y era suya. Styx bajó el escalón que estaba por encima de ella y no se agachó. No le dio el placer de verlo arrodillarse ante ella, ni verlo sumido ante una mujer que era menos que él. Su familia arruinó a la suya, llevó a su padre al suicidio y a su madre a la tumba. Masacraron a su familia de tantas maneras, que poseer a una pequeña como ella era casi orgásmico para Styx. —Te haré un voto sin amor —susurró cuando miró sus ojos llorosos y movió los dedos en un puño apretado—. Prometo bajo el techo sagrado de esta iglesia, que hasta no verlos tocar fondo, hasta que no lloren la sangre Caronte que derramaron, y tu desees la muerte cada maldito día, no acabará mi venganza. La gruesa y aterradora voz de Styx la hizo reducirse a cenizas. Era alto, era fornido, era todo lo que le fue privado, y todo aquello de lo que su padre la protegió. Siempre la alejó de los hombres malos, y le colocó en el cuello los diamantes que les robó con sangre. Ese diamanté que llevaba sobre el escote de su vestido blanco, tenía las huellas de los hombres que mató para obtenerlos. —Cuando tu cielo se vuelva un infierno, habrá terminado —agregó cuando metió el dedo bajo el collar y la miró con ese odio que no mermaba—. Esa es mi promesa más cruel. Styx le arrancó el collar y los diamantes volaron por los aires. Ella inhaló y mantuvo el aire cuando él apretó los restos del collar y la miró como si ese pedazo de metal fuese ella, destruida. Sierra tembló y su boca se sintió seca. Su garganta ardía, al igual que sus rodillas, y su cuerpo temblaba. Nunca se sintió tan desprotegida, tan indefensa. Su inocencia fue interrumpida, y la noche de su liberación se convirtió en una tortura cuando la raptó. Esa era su nueva realidad, una que ardía igual que la soga en sus muñecas y que la humillaba tanto como estar debajo de él. Styx era el nuevo rey, y no estaba dispuesto a perder su reino por un par de lágrimas y un velo de encaje que se arrastraba sobre los escalones. Ella, al igual que sus diamantes, tenían un nuevo dueño. —Mis hombres te llevarán a tu nuevo hogar —dijo cuando se levantó, tiró el collar que ardía en sus dedos y apenas la miró dos segundos más—. Bienvenida al infierno, Sierra Caronte.

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