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1 La señora Gereth había dicho que iría al mismo tiempo que los demás a la iglesia, pero de repente le pareció que no iba a ser capaz de esperar para buscar alivio ni siquiera hasta la hora de la misa: en Waterbath el desayuno era una colación que se servía siempre a la hora exacta, así que aún tenía una hora por delante. Consciente de que la iglesia se hallaba cerca, se atavió en su cuarto para un corto paseo campestre, y al volver a bajar, mientras recorría los pasillos y observaba los desatinos de la decoración, la miseria estética de la mansión grande y espaciosa, sintió que retomaba la marea de la irritación de la noche anterior, sintió que resurgía en ella todo el sufrimiento secreto que podían causarle la fealdad y la estupidez. ¿Por qué se estaba sometiendo a semejante compromiso?, ¿por qué se exponía tan temerariamente? Ella había tenido, bien lo sabía Dios, sus razones para ello, pero la experiencia entera iba a resultar más aguda de lo que se había temido. Precipitarse fuera de aquello y hacia el aire libre, hacia la presencia de cielo y árboles, flores y pájaros, era una necesidad que le exigía cada nervio. En Waterbath probablemente las flores se habrían equivocado de color y los ruiseñores desafinarían; mas recordó haber oído describir el lugar como poseedor de los atractivos que se acostumbra calificar de naturales. Había sobrados atractivos que era patente que el lugar no poseía. Le era muy difícil creer que una mujer pudiese tener un aspecto presentable tras haberse pasado una serie de horas insomne a causa del papel pintado de su habitación; y no obstante, mientras crujían sus recias ropas de viuda cuando atravesaba el vestíbulo, la reconfortó la conciencia, que siempre contribuía al esplendor de sus domingos en sociedad, de que ella era, como de costumbre, la única persona en toda la casa incapaz de llevar en sus atavíos el horrible sello de esa misma elegancia única que haría las delicias de la esposa de un tendero. Habría preferido morirse a parecer endimanchée. Por fortuna no se la requirió, pues el vestíbulo se hallaba vacío del resto de las mujeres, que estaban entretenidas precisamente en emperifollarse con ese calamitoso fin. Ya en el exterior admitió que, teniendo un terreno, una vista, que sentaba la pauta, que les daba ejemplo a todos los moradores de la casa, Waterbath habría debido ser encantadora. ¡Con semejantes elementos en sus manos, cómo habría aceptado ella las delicadas sugerencias de la naturaleza! Inopinadamente, en un recodo de un sendero, se encontró con una de las invitadas de la mansión: una muchacha sentada en un banco en meditación profunda y solitaria. Ya había estado observando a aquella muchacha durante la cena y posteriormente: la señora Gereth siempre se fijaba en las muchachas en referencia, aprensiva o especulativa, a su hijo. En lo profundo de su alma estaba convencida de que Owen, a pesar de todos los sortilegios que ella había lanzado, al final se casaría con una birria; y esto no porque ella dispusiera de pruebas que pudieran describirse como fehacientes, sino sencillamente debido a la profunda ansiedad que ella experimentaba, debido a su creencia de que una sensibilidad tan sumamente especial como la suya sólo había podido serle infligida a una mujer como fuente de angustias. Iba a ser su destino, su castigo, su cruz, que le metieran vilmente en casa una birria. Esta muchacha, una de las dos Vetch, no tenía hermosura, pero la señora Gereth, en su empeño por encontrar algún signo de vida entre lo insulso, en un abrir y cerrar de ojos había sido capaz de clasificar a este personaje como la menor de sus aflicciones en ese momento. Fleda Vetch vestía con cierta idea, si bien tal vez no con mucho más; y eso representaba un vínculo en ausencia de cualquier otro, especialmente dado que en este caso la idea era genuina y no imitación. Desde hacía tiempo la señora Gereth había establecido como verdad general que la idiosincrasia de las birrias va fácilmente aparejada a cierta clase de belleza ordinaria. En la mansión había presentes cinco muchachas, y la belleza de ésta, delgada, pálida y de cabellos negros, probablemente daba menor pábulo que la de las otras a que alguna vez se produjera uno de esos típicos intercambios de perogrulladas. Las dos Brigstock menos creciditas, hijas de la casa, eran en especial cargantemente «preciosas». Una segunda mirada, penetrante, dirigida a la muchacha que ante sí tenía, le inspiró a la señora Gereth la balsámica seguridad de que asimismo ésta no había incurrido en el estigma de parecer ardiente y melindrosa. Aún no habían intercambiado las dos ni una sola palabra, pero aquí había una nota que podría servir eficazmente de presentación si la muchacha se mostraba mínimamente consciente de sus mutuas coincidencias. Esta última se levantó de su asiento con una sonrisa que no disipó sino parcialmente la postración que la señora Gereth había entrevisto en su postura. La mujer de más edad la hizo sentarse de nuevo, y por un instante, mientras tornaban asiento ambas, sus miradas se encontraron y se sondearon mutuamente. «¿Se encuentra usted a salvo? ¿Le importa que lo exprese así?», le dijo cada una de ellas a la otra, identificando con celeridad, y casi proclamándola, su común necesidad de escabullirse. El tremendo encaprichamiento, como posteriormente habrían de llamarlo, de que la señora Gereth estaba destinada a hacer objeto a Fleda Vetch comenzó virtualmente con este descubrimiento de que la pobre muchacha se había sentido impelida a huir aún más prontamente que ella misma. Que la pobre muchacha percibió con no menor rapidez lo lejos que ahora podía llegar, quedó de manifiesto por la enorme cordialidad con que espetó al instante: —¿No es verdaderamente espantoso? —¡Horrible, horrible! —exclamó riéndose la señora Gereth—; y es realmente un alivio poder decirlo. —La señora Gereth tenía la creencia, pues tal cosa era lo que ambicionaba, de que lograba mantener competentemente en secreto aquella embarazosa excentricidad que constituía su propensión a sentirse desdichada en presencia de lo feo. La causa de la misma era su pasión por lo exquisito, pero se trataba de una pasión que a su propio ver ella jamás manifestaba y de la cual no se vanagloriaba, contentándose con dejar que marcara su nimbo y asomara sutilmente en su existencia, recordando en toda ocasión que pocas cosas hay menos ruidosas que una devoción profunda, Por consiguiente se quedó impresionada ante la agudeza de aquella jovencita que había puesto tan de sopetón el dedo en su oculta llaga. Lo que era feo en esta ocasión, lo que era atroz, era la esencial espantosidad de Waterbath, y de tal fenómeno fue de lo que hablaron estas damas mientras permanecían sentadas a la sombra y extraían consuelo del vasto cielo tranquilo, del cual no colgaba ningún barato plato azul. Se trataba de una fealdad íntima y sistemática, resultado de la anormal naturaleza de los Brigstock, de cuya composición había sido excluido de forma extravagante el principio del buen gusto. En la decoración de su hogar algún otro principio, notablemente activo, aunque oscuro y misterioso, había operado en lugar de aquél, con consecuencias desasosegantes de considerar, unas consecuencias que adoptaban la forma de una banalidad absoluta. La casa era mala a conciencia, pero habría podido pasar de haberse limitado a dejarla en paz. Esta salvífica misericordia había estado más allá de sus alcances: la habían agobiado de ornamentos grotescos y de arte propio de un álbum de recortes, de extrañas excrecencias y colgaduras en manojo, de chucherías que bien habrían podido ser regalos para criadas y artículos indescriptibles que bien habrían podido ser premios para ciegos. Habían llegado espantablemente lejos con las alfombras y las cortinas; poseían un instinto infalible para las equivocaciones crasas y estaban tan cruelmente condenados a lo impresentable que aquello los volvía casi seres trágicos. Su salón —la señora Gereth bajó la voz para mencionarlo— la hacía sonrojarse, y estas dos nuevas amigas se confesaron mutuamente que en sus respectivos aposentos habían llegado a derramar lágrimas. En el de la mujer de más edad había una colección de acuarelas cómicas, broma familiar de algún genio familiar, y en el de la más joven un recordatorio de algún centenario u otra Exposición de esa ralea, cosas a las cuales aludieron con repelús. La casa estaba contumazmente atiborrada de souvenirs de sitios aún más feos y de objetos cuyo olvido habría sido piadoso deber. El peor de los horrores lo eran los miles de acres de barniz, elemento notorio y apestoso, con que estaba untado todo: Fleda Vetch abrigaba la convicción de que la aplicación del mismo, con sus propias manos y empujándose unos a otros de forma hilarante, constituía la diversión de los Brigstock en los días lluviosos. Cuando, conforme se fue haciendo más profunda la labor de crítica, Fleda dejó caer la insinuación de que acaso algunas personas encontraran seductora a Mona, la señora Gereth la interrumpió con un gruñido de protesta, exclamando ahogada y familiarmente un «¡Oh, cielos!». Mona era la mayor de las tres señoritas Brigstock, y aquella de quien más recelaba la señora Gereth. Ésta le confió a su joven amiga cómo habían sido precisamente esos recelos lo que la había traído a Waterbath; y confesar esto fue ir muy lejos, pues sobre la marcha, a modo de refugio, de remedio, la señora Gereth se había aferrado a la idea de que quizá pudiera sacarse cierto partido de la muchacha que tenía delante. De todas formas había sido su previsto riesgo lo que había agudizado su conmoción, lo que con un escalofrío terrible la había hecho preguntarse si de veras estaría maquinando el hado endilgarle una hija política educada en semejante lugar. Había visto a Mona en su apropiado marco y había visto a Owen, apuesto y torpe, mariposear alrededor de ella; mas por fortuna el efecto de estas primeras horas no había sido ennegrecer el panorama. Para la señora Gereth estaba todavía más claro que ella jamás podría darle su visto bueno a Mona, pero al fin y al cabo no era nada seguro que Owen fuera a pedírselo. Durante la cena él se había sentado junto a otra persona distinta y más tarde se había puesto a charlar con la señora Firmin, que era tan horrenda como todas las demás, pero que como detalle redentor ya estaba casada. La torpeza de Owen, que en su necesidad de espontanearse sacó ella generosamente a relucir, presentaba dos aspectos: uno era su monstruosa carencia de buen gusto y el otro su exagerada timidez. Si era cuestión de conquistar avasalladoramente a Mona no había por qué preocuparse, pues raras veces procedía él de semejante modo. Instada por su compañera, que le había preguntado si no era toda una maravilla, la señora Gereth había comenzado a pronunciar algunas palabras sobre Poynton; mas oyó un sonido de voces que la hizo callar de súbito. Se irguió inmediatamente, y Fleda vio entonces que su alarma no cedió en absoluto. Detrás del lugar donde se habían sentado el suelo se inclinaba en terraplén, formando una larga pendiente de hierba por la cual, vestidos para ir a la iglesia pero tomándoselo con campechano humor, en aquel momento estaban gateando Owen Gereth y Mona Brigstock ayudándose mutuamente. Cuando éstos hubieron arribado a terreno llano, Fleda consiguió inteligir el sentido de la exclamación con que la señora Gereth había expresado sus reservas acerca de la personalidad de la señorita Brigstock. La señorita Brigstock había estado riéndose y aun retozando, pero tal circunstancia no había aportado ni sombra de expresión a su semblante. Alta, derecha y bella, de largas extremidades y adornada de un modo insólito, se quedó allí de pie sin mirada en los ojos ni intención perceptible alguna en ningún otro de sus rasgos. Pertenecía a la tipología para la que hablar consiste únicamente en emitir sonidos, en la que el secreto del ser está guardado de modo impenetrable e incorruptible. Probablemente su expresión habría sido hermosa si la hubiese tenido, pero lo que ella comunicase lo comunicaba, de una manera que sólo ella comprendía plenamente, sin gestos. Tal no era el caso de Owen Gereth, quien sí que hacía muchos, y todos bien sencillos y directos. Robusto y desmañado, eminentemente espontáneo y sin embargo perfectamente correcto, parecía insustancialmente activo y agradablemente estólido. Al igual que su madre y que Fleda Vetch, aunque no por los mismos motivos, este par de jóvenes había salido a darse un garbeo antes de misa. El encuentro entre ambas parejas resultó sensiblemente embarazoso, y Fleda, que era perceptiva, y cuyas percepciones se intensificaban ahora por momentos, advirtió las dimensiones del golpe que le había sido inferido a la señora Gereth. Había habido intimidad —oh sí, tanta intimidad como puerilidad— en aquella juerga de la que acababan de tener un atisbo. Se agruparon todos juntos para encaminarse hacia la casa, y nuevamente Fleda cobró conciencia de la rápida operatividad de la señora Gereth por la forma como los amantes, o lo que quiera que fuesen, se vieron separados. Fleda caminó en retaguardia junto con Mona, mientras que la madre se apoderó por su cuenta del hijo, resultando empero vívidamente inaudible, mientras andaban, su intercambio de observaciones con él. Aquella m*****o del grupo en cuya conciencia, más profunda, buscaremos más provechosamente un reflejo del pequeño drama que nos ocupa, sacó una impresión aún más nítida de las intervenciones de la señora Gereth por el hecho de que diez minutos más tarde, camino de la iglesia, se hubiera efectuado otro nuevo emparejamiento. Owen caminaba junto a Fleda, y la muchacha se sintió divertida al experimentar la certidumbre de que ello sucedía bajo la égida de la madre. Asimismo Fleda se sintió divertida por otros motivos: por ejemplo, al advertir que la señora Gereth iba ahora junto a Mona Brigstock; al observar que era toda afabilidad hacia dicha joven; al reflexionar que la señora Gereth, d*******e y hábil, dotada de un gran espíritu lúcido, era uno de esos seres que se imponen, que se interponen; y finalmente al sentir que Owen Gereth era absolutamente guapo y deliciosamente tonto. Esta muchacha extraía incluso de sí misma maravillosos secretos de sutileza y orgullo; pero llegó más cerca de una absoluta convicción de lo que nunca había llegado en sus reflexiones sobre estos temas cuando ahora abrazó la idea de que era de buen efecto y bastante admirable ser estúpido sin ofender… de mejor efecto y realmente más admirable que ser inteligente e insoportable. En cualquier caso Owen Gereth, con su estatura, sus facciones y sus lapsus, no era ninguna de estas dos últimas cosas. Ella misma estaba dispuesta, si alguna vez se casaba, a aportar toda la inteligencia, y gustaba de imaginarse a su marido como una fuerza agradecida ante una dirección. A su humilde modo, ella era un espíritu de la misma casta que la señora Gereth. Aquel domingo emocionante y pletórico sucedió algo trascendental; la insignificante vida de Fleda Vetch fue consciente de un singular avivamiento. Su pasado exiguo se zafó de ella cual vestido anticuado, y mientras regresaba a la capital el lunes lo que contempló fijamente desde el tren en los campos del extrarradio fue un futuro lleno de las cosas que ella más amaba.
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