PREFACIO DEL AUTOR-2

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Comenzó a aparecer en abril de 1896, y, tal como felizmente tiene tendencia a sucederme a lo largo de este proceso de revisión, conforme voy pasando las páginas reviven las antiguas, las marchitas concomitancias. Acechan entre las líneas; éstas son para ellas como la enrejada ventana de un serrallo tras la cual, ante la mirada del forastero que está a la luz de una calle oriental, semejan perfilarse y moverse formas indistinguibles; las «asociaciones», en definitiva, se ciernen sobre ellas con su infinita magia. Atisbando a través de esta celosía, recobro una villa en una zona de acantilados, a la cual, ante el primer aviso de la proximidad del verano, temible en Londres por la eclosión de fuerzas bien distintas de las «naturales», me había ido yo a terminar un libro en calma y a comenzar otro con temor. La villa era, en su género, la perfección misma; primordialmente en virtud de una pequeña terraza pavimentada que, curvándose hacia adelante rebasando el borde del acantilado cual la proa de un barco, colgaba sobre una vista tan rasa, tan púrpura, tan plena de ricos cambios, como lo es la extensión del mar. El horizonte era verdaderamente una cinta de mar; un pueblecito de tejados rojos, muy antiguo, asentado en lo alto de su roca marina, se arracimaba dentro del cuadro a la derecha; mientras que por encima de la cabeza de un servidor susurraba una densa sombra veraniega, la producida por un fresno amaestrado en arco, el cual se elevaba desde el centro de la terraza, rozaba el pretil con unas recargadas extremidades y cubría el sitio como una inmensa sombrilla. Debajo de dicha sombrilla y verdaderamente bajo una exquisita protección consiguió crecer más o menos simétricamente Los tesoros de Poynton. Recuerdo que yo me había comprometido a empezar, el día en que la terminara, por si anduviera escaso de horribles penalidades, La otra casa, obra que, no obstante, por muy provechosas que también pudieran ser las consideraciones para las que podría servirnos de pretexto, ahora no viene al caso… y a los notorios celos de la cual, semejantes a los de un vecino resentido, aludo tan sólo por mor de recobrar dulcemente el hecho, reconozco que interesante casi exclusivamente para mí, de que el ritmo del libro anterior no exhibe ninguna alteración del pulso. Me «gustó» el libro anterior: me aventuro ahora, tras el paso de los años, a dar asimismo la bienvenida al recuerdo de aquella placentera sensación, pues resulta inmensamente reconfortante sentirse atraído, de cualquier manera, hacia semejantes simplezas retrospectivas. A pintores y escritores, sospecho, se les suele preguntar, suponiendo que sean fácilmente accesibles a tales requerimientos, con cuáles de sus obras más han disfrutado; pero las declaraciones de disfrute siempre se me han antojado lo último que casa, para un artista, con una sincera referencia a su turbulento esfuerzo, que es siempre la suma, en su mayor parte, de numerosísimas lagunas y apaños, simplificaciones y renuncias. ¿Cuál es la obra en que el artista no ha renunciado, ante una penosa dificultad, a lo mejor que se había propuesto preservar? ¿En cuál verdaderamente, una vez hecho lo terrible, no se pregunta qué ha sido del objeto por cuyo mero deleite se hubo de llegar hasta tales extremos? Preferencias y complacencias, en estos términos, lo que hacen habitualmente es exagerar todo lo que pueden; empero, sin poner en cuestión ni un solo grano de esta rotunda verdad, todavía distingo, entre mis reexaminadas líneas, por así decirlo, el hecho de que por aquel entonces yo debí de asistir —con la decidida colaboración de mi terraza-palco y mi gran sombrilla verde— al crecimiento y apoteosis de Fleda Vetch. Pues sin duda algún ingrediente como Fleda Vetch había estado ya latente en la primera aprehensión que quien esto escribe había hecho del tema; al tema le hacía falta, para su tratamiento, un centro estructural, y, puesto que el centro más obvio había quedado «descalificado», este personaje, mientras yo estaba cavilando, había brotado, con toda la seguridad del mundo, como reemplazo. El centro verdadero, como digo, la ciudadela del interés, con la lucha dirimiéndose a su alrededor, iba a haber sido la sentida belleza y valía del trofeo de la batalla: los Objetos, siempre los espléndidos Objetos, situados en la luz central, competentemente plasmados y constituidos, con cada identidad vívidamente realzada, con cada carácter diferenciado, y con su colectiva conciencia de su gran papel dramático bien establecida. No habría sido verosímil, sin embargo, como ya he insinuado, que editor responsable alguno concediera el espacio suficiente para un tributo fáctico a aquellos honores; pues, en la medida en que se ampliara la brillante presencia de los objetos, en la medida en que sugiriera el destello de ídolos de latón y metales preciosos e insertas gemas a la suave luz de algún lugar de adoración lleno de arcos, tanto más se sentiría compelida la musa del «diálogo», la más usurpadora influencia de todas las poéticamente invocadas, a presentarse sin ceremonia a depositar su queja a los pies de sus propios dioses. Los tesoros de Poynton no tenían voz propia, y, aunque pudieran poseer, y de hecho poseyeran constantemente, cosas maravillosas que decir, su mensaje promovía a su alrededor un cierto susurro de sonidos de menor enjundia; como consecuencia de lo cual, resumiendo, habría sido muy costoso darles la preeminencia. Fue así como Fleda Vetch, a quien se podría mantener con mucho menor costo —aun cuando también ella, por lo que sé, era menos experta en disipar murmuraciones de lo que los lectores esperan hoy día de las heroínas de romance—, se congració de un solo golpe su lugar en mi proscenio. Ella sola se plantó en el centro, y ese solo golpe, como lo he llamado, la demostración tras la cual ya no podría ser relegada, consistió en el mero hecho de dejar ver que tenía personalidad. Pues de uno u otro modo —así fue la forma en que brotó el interés, no bien hubo sido trasladada la semilla al soleado alféizar de esa ventana orientada hacia el sur que es en mi caso una más concentrada atención— la personalidad, la cuestión de lo que por su parte iban a mostrar mis agitados amigos individualmente, en su más absoluta intimidad y en lo más hondo, sería inequívocamente la clave de mi modesto drama, y por sí sola podría en verdad hacer posible un drama de la clase que fuera. Sí, se trata de una historia de armarios y sillas y mesas: estos objetos formaban la manzana de la discordia; pero el simple tema de qué «sería» de ellos, espléndidamente pasivos, semejaba relativamente vulgar. Las pasiones, las capacidades, las energías que su belleza, como la de la antigua Helena de Troya, podría desencadenar, eran lo que, como pintor, uno había deseado realmente de ellos, eran la fuerza que desde el primer instante uno había valorado en los mismos. Por eso, categóricamente, tendrían que ser ofrecidos desarrollos morales, por muy terrible que se le perfilara tal perspectiva a un pobre ejecutante comprometido a la brevedad. Un personaje se hace interesante a medida que surge, y en razón del método y la duración del acto de emerger; al igual que un desfile es efectivo por el modo de desarrollarse, convirtiéndose en vulgar tropel si pasan todos a la vez. Mi pequeño desfile, lo vi como consecuencia desde un principio, se iba a negar a pasar a la vez; aunque yo lo podría más o menos moderar, desde luego, reduciéndolo a tres o cuatro personas. Prácticamente, en Los tesoros, se reduce a cuatro personas, aunque de hecho —y a ello me aferré como criterio para simplificar— los agentes principales, dependiendo completamente de ellos los otros, sean la señora Gereth y Fleda. Aquel solo golpe con que Fleda se había congraciado, en los inicios, su importante lugar, había consistido en que ella era capaz de entender; y decididamente, desde aquel instante, el progreso y la marcha de mi relato se convirtieron en el progreso y la marcha del entendimiento de Fleda, y así continuaron. Con esto, absolutamente me apliqué a convertir en mi acción y mi «historia» los movimientos de la comprensión y la p*********n de la mente de la muchacha; una vez más, por cierto, con la renovada percepción de que un tema iluminado mediante un tal método, un tema imbricado en los sentimientos intensos y concentrados de alguien hacia algo —alguien y algo que, faltaría más, debían ser lo más importantes posible—, puede ofrecer más belleza que bajo cualquier otra forma de explotación. Uno se ve así enfrentado obviamente al problema de esas importancias: en particular, no hay duda, con la del grado de percepción inteligente, percepción de la totalidad, o de algo que inquietantemente se le parece, que uno puede honestamente permitir que una figura representada semeje proyectar. Ya he tenido ocasión de realizar algún alegato en pro de esta causa, la de la inteligencia del maniquí dirigido, y difícilmente puedo esperar eludirla demasiado a menudo. Tal inteligencia, una honrosa cantidad de ella, por parte de la persona hacia quien más invita uno a dirigir la atención, no tiene sino que operar con la suficiente libertad y soltura, o digamos con la adecuada gracia, para garantizamos ese quantum de impresión de belleza que es la más infalible de las posibles ventajas del efecto que buscamos producir. Puede fallar, en su calidad de presencia perceptible, en otros puntos o en otras relaciones; pero queda a buen recaudo una parte aceptable del tesoro desde el momento en que se destila tal cualidad de vida interior, o en otras palabras desde el momento en que una capacidad crítica e interpretativa tan fina como la de Fleda Vetch —por citar el caso presente— se aplica sin desperdicio a la maraña que la circunda. Naturalmente es fácil objetar: «¿Por qué diantres entonces Fleda Vetch, por qué un simple manojito nervioso de enaguas, por qué no Hamlet o el Satán de Milton juntos, cuando lo que anda usted buscando es un supremo despliegue de “mente”?» A lo cual me temo poder responder tan sólo que en la pedestre prosa, y en la «narración breve», uno está, por muy buenas razones, no menos en guardia que al ataque; y también que siempre me he atenido, incluso inmerso en la curiosidad que pueden excitar los susodichos despliegues, a la regla de una exquisita economía. El quid está en alojar una irreprimible facultad apreciativa en alguna parte del corazón de la complejidad que uno maneja, mas donde una lámpara pequeña puede cargar con toda la llama soy propenso a mirar con recelo las grandes. Desde el principio hasta el final, en Los tesoros de Poynton, la función apreciativa, incluyendo la de la mismísima totalidad, la lleva a cabo Fleda; lo cual es precisamente la razón de que, casi a modo de grandiosa servidumbre, todos los demás personajes parezcan en comparación estúpidos; ya que la maraña, el drama, la tragedia y la comedia de aquellos que poseen una facultad apreciativa los constituyen en buena medida sus relaciones con aquellos que no la poseen. De la expuesta reflexión sobre esta verdad mi relato extrae, creo, cierta sólida apariencia de redondez y plenitud. Los «objetos» resplandecen, proyectando hasta muy lejos, con una monotonía inmisericorde, toda su luz, causando estragos sin piedad; y Fleda, casi endemoniadamente, se dedica a comprender no menos que a sentir, mientras que los demás se limitan a sentir sin comprender. De este modo obtenemos acaso un pequeño ejemplo concreto y bastante vivido de la verdad general, para el espectador de la vida, de que el elemento ineludiblemente presente en casi cualquier acción capaz de ser plasmada son los tontos que contribuyen, en una crisis dada, a la intensidad que experimenta el espíritu libre [1] que esté en relación con ellos. Los tontos resultan interesantes por contraste, por el relieve que adquieren, y por otro centenar de razones; mientras que el espíritu libre, siempre bastante atormentado, y de ninguna manera siempre victorioso, resulta heroico, irónico, patético o lo que fuere y, tal como lo ejemplifica la crónica de Fleda Vetch, sin ir más lejos, «triunfante», exclusivamente gracias a haberse mantenido libre. Reconozco que el novelista que siente debilidad por semejante base del interés se ve condenado a una insistencia poco menos que extravagante en los espíritus libres, viendo casi en cada esquina la posibilidad de encontrar uno; acaso me sea lícito considerar digno de mención que ocurre que este mismo tomo presenta otros dos casos de mi disposición a dejar que el interés triunfe o fracase apoyándose en la probada espontaneidad y vivacidad de la libertad de espíritu. De hecho, tal es la respetable razón de que yo haya incluido entre estas tapas Una vida londinense y La «carabina» [2] , habiendo sido mi propósito en esta edición agrupar mis producciones reimprimibles según su naturaleza tanto como fuera posible. Los dos relatos que acabo de mencionar son de la misma «naturaleza» que Los tesoros , al extremo de que ambos se centran en un atolladero contemplado a la luz, en pro del hechizo de la obra, de la cantidad de «facultad apreciativa» que puede serle imputada a su protagonista. Ambos son —y ciertamente aún quedan por venir más de ese estilo— «historias sobre mujeres», sobre mujeres muy jóvenes, que, dotadas de cierta elevada lucidez, gracias a ello se convierten en todo un carácter; a consecuencia de lo cual sus tejemanejes, sus sufrimientos o lo que fueren, asumen, lo doy por sentado, importancia. En Una vida londinense , Laura Wing posee, como Fleda Vetch, agudeza e intensidad, reflexividad y pasión, posee por encima de todo un operativo y participante punto de vista sobre la situación en que se halla envuelta; al igual que, en La «carabina» , Rose Tramore disfruta, casi hasta la insolencia, de prácticamente el mismo ramillete de atributos y características. Pertenecen así a la misma familia, familia que también para nosotros tendrá aún, parece advertírsenos, más miembros, y de ambos sexos. En cuanto a nuestra muchacha de Los tesoros, entretanto, brevemente regreso a mi pretensión de que existe una cierta distinción de belleza en el peculiar efecto logrado mediante su ayuda. Mi problema debía ser resuelto decentemente: el de conseguir que los otros personajes resultaran vividos en su apariencia de relativa estupidez, el de situarlos plenamente en la espesa penumbra de la periferia que rodea a la luz central, manteniendo al mismo tiempo sus movimientos, dentro de ella, nítidos, coherentes y «entretenidos». Pero es que por supuesto éstas son precisamente las cosas más «entretenidas» de hacer; nada, por ejemplo, es más remunerador desde un punto de vista artístico que el matiz de logro a que se aspira en una figura como la de la señora Gereth. También ella es todo un carácter, sin lugar a dudas, y sin embargo constituye el exacto reverso de un espíritu libre. Me he sentido tan complacido, lo confieso, al reanudar mi trato con ella, que, completa y en absoluto equilibrio como me parece que se yergue y se mueve allí, me resisto a lanzar cualquier rumor de reserva respecto de ella; sin el cual, no obstante, me veo incapaz de demostrar mi alegato de que, gracias al «valor» representado por Fleda, y a la posición a que se ve relegada debido a tal irradiación la mujer de más edad, esta última es en el mejor de los casos un carácter «falso», enredada como se ve en la oscuridad de una pasión desproporcionada. Ella es toda una figura, oh, vaya si lo es… lo cual es asunto muy diferente; pues se puede ser una figura estando a merced de toda la cegadora, toda la obstaculizadora pasión imaginable, y se puede poseer un aire grandioso sin salirse de lo que una visión más fina (que una vez más Fleda, por ejemplo, podría desplegar en cualquier instante) no calificaría sino como un absoluto remolino de torpeza. La señora Gereth estaba hecha, obviamente, con su orgullo y su coraje, de una pasta de admirable calidad; pero no era inteligente, tan sólo era lista, y por consiguiente no nos habría servido para nada como centro arquitectónico de nuestro proyecto (comparada con Fleda, que tan sólo era inteligente, no especialmente artera). En todo caso el pequeño drama ratifica de forma excelente, me parece a mí, aquella afirmación de la antigua sabiduría en el sentido de que la cuestión de la voluntad personal tiene mucho más que decir que ninguna otra en lo tocante a la verosimilitud de estas representaciones. La voluntad que dirige la crisis de modo más absolutamente triunfante es la de la terrible Mona Brigstock, que es toda ella voluntad, sin desviar la menor de sus energías hacia el buen gusto o la sensibilidad o la fantasía, hacia ningún sentido de los matices o las relaciones o las proporciones. No malgasta ni un solo instante en esa percepción de incongruencias en la cual se derrocha y se extravía la mitad del celo de Fleda, y hacia la cual la señora Gereth, para su infortunio práctico, o sea por culpa de esa virtud fatídica que es su sentido del humor, se ve ocasional y desinteresadamente descarriada. Todo el mundo, todos los objetos, en esta historia, son como consecuencia de ello estériles excepto la muy económicamente constituida Mona, capaz en todo momento de cargar de inmediato con la totalidad de su peso muerto sobre cualquier diminuta pulgada de superficie resistente. Fleda, que no tiene más remedio que negligir las pulgadas, no ve y siente sino en términos de acres y extensiones y azules perspectivas; a la señora Gereth también, en comparación, mientras su imaginación especula, se le escapan la mitad de los puntos de la telaraña que se propone tejer. H ENRY J AMES
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