Capítulo 3

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Capítulo 3 Mientras nos acercamos a las tiendas administradas por el gobierno, empiezo a ver a otras mujeres, siempre guiadas por una escolta. Es difícil identificar quién es quién. Nos prohíben socializar, y los burkas cubren todo, incluyendo nuestros ojos, lo que dificulta la visión. No podemos usar colores ni joyas que nos identifiquen, así que tenemos que depender de otros sentidos. —¡Assalamu Alaikum! —susurro suavemente mientras pasa un trío de mujeres. —Inshallah —una de ellas susurra de vuelta. Esa debe ser Sarah, a juzgar por su escolta, un hombre de aspecto enfadado con una barba negra y espesa. La tratamos hace seis meses por lesiones internas. Se apresura. No la pongo en riesgo de otra paliza extendiendo el diálogo. Pasamos por varios grupos más de mujeres, todas ellas cargadas de provisiones. Sus acompañantes caminan delante de ellas, con las manos vacías, saludando a los otros hombres Ghuraba. Están paradas como mulas de carga, esperando que los hombres las lleven a casa. Adnan saluda a los hombres, ansioso de atención. Dos Ghuraba tocando sus armas le revuelven el cabello y le preguntan acerca de sus lecciones del Corán. Estoy detrás de él, haciendo todo lo posible por no ser descubierta, mientras él charla emocionadamente sobre amigos suyos que se convirtieron en los últimos mártires. No me atrevo a recordarle sobre la medicina. Si es percibido como débil, sería malo para él, y mucho peor para mí. Por fin se separa de ellos. —Por este camino —dice. Se dirige hacia la plaza, rebautizada como Parque Medina. Me apresuro tras él, aterrada de quedarme sin escolta. Construido sobre los restos del viejo Lincoln Memorial se encuentra el escenario donde los Ghuraba celebran sus ejecuciones y mítines pre-batalla. Cada día, gente es ejecutada aquí: herejes y apóstatas, simpatizantes rebeldes, feministas y maricas. Siempre hay personas reunidas, pero hoy parece haber una multitud extra grande. —¿Probando? ¿Probando? Un técnico de sonido toca el micrófono mientras los camarógrafos ajustan el micrófono boom. —¡Un poco más a la izquierda! Otros dos Ghuraba caminan por el escenario, marcando cuidadosamente cada lugar con un punto naranja brillante. Los camarógrafos los rastrean y muestran las imágenes en las dos enormes pantallas de video que rodean el escenario, mientras que una tercera pantalla detrás de ellos muestra efectos especiales. —¡Adnan! —le digo susurrando—. Tenemos que conseguir la medicina. —¡Pero las ejecuciones de rebeldes son hoy! Agarro su brazo para tirar de él de vuelta a la calle. —¡Dije que veremos…! —me dice con un grito. Los hombres con las ametralladoras miran en nuestra dirección. Uno de ellos comienza a caminar. ¡Oh dios! ¡Oh dios! Escondo mi cabeza y fingo obsequiosidad, bajando los hombros para no parecer más grande que un niño. —¿Hay algún problema? —dice el Gharib que camina alrededor de mí, midiendo mi burka. Adnan espera hasta verme temblar antes de librarme de culpa. —No, está bien. El Gharib se aleja, cargando su M16 tranquilamente en sus brazos. Mantengo la boca cerrada, en lugar de reprender a mi hermano. Cuando era más joven él escuchaba la voz de la razón. Pero ahora, piensa que todo es un juego. Un Imán sube al escenario y comienza a cantar un Dua de venganza. Es una canción que todos conocemos bien. Los altavoces amplifican el himno mientras los espectadores cantan. Miles de sanguinarios hombres presionan contra mí. Me aferro a Adnan, rezando para que no nos separemos. El Dua se hace más fuerte cuando once prisioneros son traídos al escenario, vestidos de naranja, cada uno escoltado por un Gharib que lleva un shemagh n***o que cubre su cara, excepto sus ojos. A diferencia de los Ghuraba, todos los prisioneros están completamente afeitados. Es extraño ver hombres adultos sin barba. Los verdugos obligan a los prisioneros a arrodillarse sobre los puntos naranjas. Estos son nuestros enemigos... Enemigos de Alá... La multitud aplaude cuando un hombre de barba roja, el general Muhammad bin-Rasulullah, camina hacia el escenario, llevando una bolsa de basura de plástico verde. Viste un antiguo uniforme militar de los Estados Unidos, realzado con broches y armas adicionales. En su pecho resplandecen cinco estrellas torcidas que lo destacan como el Mahdi. La multitud aplaude en un alegre zhagareet mientras flexiona sus hombros, y luego levanta sus brazos en una victoriosa 'V'. —Esta mañana desbaratamos una conspiración para liberar a estos prisioneros —dice, mientras se inclina hacia adelante—. No querría privarlos del juicio de Alá, ¿verdad? —¡No! —grita la multitud. —Si quieren que algo se haga bien, siempre deben hacerlo ustedes mismos —busca algo en la bolsa—. Tienen mi palabra de que no habrá más intentos de escape. Sostiene una cabeza cortada. Las cámaras se acercan, capturando la expresión del hombre muerto. La proyectan en las dos pantallas de video, mientras también la transmiten en directo a las estaciones de propaganda de todo el mundo. La multitud aplaude. —¡Allahu-Akhbar! Me aferro a Adnan, diciéndole con un balbuceo: «¡Por favor! ¿Salgamos de aquí?» Él aplaude con ellos. Rasulullah lanza la cabeza hacia la multitud. Los hombres la patean. La pasan de un lado a otro como un balón de fútbol. Adnan la persigue. La cabeza se posa en mis pies. ¡Mi Señor! ¡Mi Señor! Mi estómago se aprieta. Cierro mi mano sobre mi boca para evitar vomitar. El hombre muerto me mira fijamente, con su boca congelada en un grito silencioso. —¡Eisa, pásamela! —dice Adnan, mientras se ríe. Un Gharib lo intercepta y le da una patada hacia él. En el escenario, el General Rasulullah sacude su puño para las cámaras; cada una de sus acciones se ve de manera imponente en las pantallas de video que rodean el escenario. —¿De verdad creía que podría vencerme, Coronel Everhart? —grita, mientras señala sus cinco estrellas torcidas—. ¡Olvida que aprendí las tácticas militares del Guardián! En el borde del escenario, un hombre alto aparece rodeado de guardaespaldas. La multitud se calla. Las tres cámaras de televisión hacen una panorámica para filmar al hombre que sube los peldaños. El Abu al-Ghuraba es un hombre alto, incluso más alto que su hermana que debe estar en sus 60, y viste una túnica negra para ocultar su pesada figura. Sobre su cabeza lleva un enorme turbante n***o, el que usa en todos los carteles de propaganda. Tiene rasgos faciales duros, una gruesa barba gris y ojos negros intensos que parecieran poder robar mi alma. Incluso el general Rasulullah se inclina ante el Abu al-Ghuraba. Inclina la cabeza con reverencia. —La paz sea con vosotros, Padre de los Extraños. El Abu al-Ghuraba pone su mano en la cabeza de Rasulullah. —Que Alá te bendiga por traer a Sus enemigos a la justicia. —Yo soy el siervo más leal de Alá —murmura Rasulullah. La multitud calla mientras el Abu al-Ghuraba se dirige a nosotros. Mira desde una fila de caras a otra, y luego hacia las cámaras. —Hoy es un día de alegría en el paraíso, ¡porque el Mahdi de Alá encontró el lugar donde los infieles se refugiaron! Gesticula a los prisioneros, casi olvidados. —Les hemos traído a sus líderes de más alto rango para que puedan ser testigos de su juicio por sus crímenes. —¡No has atrapado al Coronel! —grita un prisionero. La multitud murmura cuando el Abu al-Ghuraba se mueve para pararse frente al hombre. Es alto, rubio y luce afeitado. El tipo de hombre que solía adornar las páginas de los cómics de superhéroes antes de que los Ghuraba los quemaran. Pone su dedo debajo de la barbilla del prisionero. —Pero tengo a su hijo, ¿pensaste que no descubriríamos quién eras, Lionel Everhart? Agarra al prisionero por el pelo y lo lanza hacia las cámaras. —¡Ahora él te verá morir! Siento un escalofrío familiar mientras el Abu al-Ghuraba le hace señas a los hombres encapuchados de n***o que están detrás de cada preso. Con una coordinación bien ensayada, todos los once sacan sus curvos cuchillos janyar de sus cinturones y los sujetan ante las cámaras. —Allahu-Akhbar! —gritan. La multitud aplaude cuando el general Rasulullah se pone detrás del atrevido prisionero y toma el cuchillo del verdugo que lo vigila. —¡Ahora me vengaré del último hombre vivo en traicionarme! Presiona el cuchillo contra la garganta del prisionero, quien hace contacto visual conmigo, la única mujer en la multitud. —Aunque camine por valles sombríos —sus palabras vibran a través de mí—. No temeré mal alguno… Sus compañeros prisioneros retoman la oración cristiana mientras el Abu al-Ghuraba sostiene su brazo. —...porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento. Dispones ante mí un banquete en presencia de mis enemigos… Agarro mi tasbih. Imploro: «No. No. No. No. No.» —¡Que sus almas ardan para siempre en el infierno! El Abu al-Ghuraba baja su brazo. Los verdugos comienzan a aserruchar los cuellos de los prisioneros. Con firmeza, pongo mis manos sobre mis oídos, sollozando, mientras los prisioneros gritan. Sigue y sigue sin parar. Tal como afuera de la ventana esta mañana, la cabeza cortada de aquel hombre yace en alguna parte, olvidada, ahora como un balón de fútbol. Sus lágrimas de agonía inundan mis entrañas mientras sus gritos se convierten en agónicos balbuceos. Me doy la vuelta. —¡Hermana! —Adnan me agarra el brazo—. ¡No me avergüences! —¡No puedo ver! —grito. —¡Sólo los infieles desvían la mirada! Las cámaras se acercan mientras los verdugos prolongan la agonía de los prisioneros durante tanto tiempo como pueden. La muchedumbre se vuelve salvaje gritando “zhagareet” como si fueran banshees. Puedo sentir su sed de sangre. Olerla. Probarla. Vibra a través de mi alma como un animal salvaje y hambriento. Puedo sentir el poder que los Ghuraba devoran cada vez que matan. Finalmente, los gritos se detienen. Me obligo a mirar a hacia los once cuerpos decapitados. Toco mi tasbih y recito un dua por sus espíritus. Me encuentro con la mirada del general Rasulullah. Digo las palabras abierta, pero suavemente. —Que Alá tenga misericordia de sus almas. Tomo el brazo de Adnan. —Vamos, Mamá se enojará porque no conseguimos la medicina. —Pero… Me separo de él y empujando abro mi camino a través de la multitud. —¡Eisa, Eisa! —me llama. ¡Tengo que alejarme de él! Mi hermano, que disfruta viendo a los hombres cometer el mal. La multitud comienza a disminuir. Emprendo una carrera hacia la calle en el borde de la plaza. Una figura alta y negra se materializa delante de mí y agarra mi brazo. —Puedo ver tus ojos. El temor se aprieta en mi estómago mientras Taqiyah al-Ghuraba y su brigada al-Khansaa bloquean mi escape. Corren en grupos de seis, igual que las hienas. Seis mujeres que llevan pantalones usando batas de combate y látigos bajo sus niqabs y chadores. Inmediatamente bajo la mirada. —Llevo dos velos negros debajo de mi burka, Sayidati —digo en voz alta. Taqiyah despliega su látigo. —¿Me estás llamando mentirosa? —No, Señora, tal vez sea un truco de la luz del sol. Todo mi cuerpo se estremece cuando Taqiyah agarra mi muñeca y empuja la manga de mi burka. Puedo ver tu piel —dice mientras agarra las cuentas envueltas alrededor de mi muñeca—. ¿Y llevas joyas? Se siente como si algo sagrado estuviera siendo violado mientras toca mi tasbih, ligeramente desgastado por el toque de innumerables oraciones. Me gustaría decirle: «¡No los toques, perra!», pero tengo que luchar contra el impulso de decirlo y atacarla. En vez de eso, digo mansamente: «Es mi tasbih, señora». La multitud se dispersa y dirige su mirada hacia mí. El general Rasulullah camina hacia nosotros, todavía empuñando su cuchillo de decapitación. —¿Cuál es el problema, Sayidati Taqiyah? —dice sonriendo. —¡Esta mujer se atreve a venir a la ejecución awrah! Tiemblo sin control mientras Rasulullah me agarra la muñeca. —Los rosarios de oración están prohibidos, ¿cierto? Toca las sencillas cuentas negras, de la misma manera que lo hizo Taqiyah, sólo que sus dedos permanecen en mi piel desnuda, y sus ojos verdes clavados en mi velo. —M-m-mi padre dijo que tales cuentas fueron usadas por la bendita Khadija. Que la paz sea con ella —digo mientras tartamudeo. Rasulullah me da una cruel sonrisa mientras desliza mi guante hacia abajo para exponer toda mi muñeca. Una multitud comienza a reunirse. Hombres. Curiosos de cualquier mujer que desobedezca las normas de pureza de la al-Khansaa. Ellos disfrutan viéndonos ser azotadas. Especialmente cuando Taqiyah rasga la ropa de nuestras espaldas para exponer nuestra piel, dejándonos desnudas, excepto por nuestras caras anónimas. —¿Sabes qué le pasa a una mujer que expone su piel? —dice Rasulullah, mientras desliza una mano para tocar mi pecho. —¡Hey! ¡Suelte a mi hermana! Como una bendición, mi hermano finalmente aparece. Rasulullah se voltea hacia Taqiyah. —Déjanos. Yo mismo exigiré el castigo. —¡Usted no hará tal cosa! —dice Adnan, mientras quita mi muñeca de la mano del general Rasulullah. — Soy el hombre de la familia. Es mi trabajo golpearla. ¡No el suyo! —No serás un hombre hasta dentro de dos semanas más —la voz de Rasulullah adquiere un tono peligroso—. Sólo tienes doce años. Adnan levanta la barbilla, con la misma expresión altanera que usaba en el almuerzo. —Ella es la hija del Guardián —dice—. Si la quiere, puede pagar el excrex y casarse con ella. Pero la mataré antes de dejar que se la lleve como esclava s****l. Por un momento, parece que Rasulullah lo matará, pero luego se ríe. Suelta mi muñeca y revuelve el cabello de Adnan con sus dedos ensangrentados. —Ahh, esta es tu hermana, ¿eh? —su sonrisa parece la de un lobo que descubre sus colmillos—. No debería esperar nada menos del hijo del Guardián, ¿no? Él y Taqiyah se ríen, como si se tratara de una broma interna. —Muy bien, entonces —dice—. Golpéala tú mismo. Pero ven a verme más tarde esta noche, ¿podríamos hablar de cuánto costaría hacerte mi cuñado? Adnan sonríe como un idiota. —¡Señor! Sería un honor. Agarra mi brazo y me arrastra lejos de la brigada al-Khansaa antes de que pueda hacer algo estúpido, como decirle a Rasulullah que preferiría estar muerta. —¡No me casarás con ese carnicero! —reclamo. —¡Puedo y lo haré! —dice Adnan—. ¡Has superado la edad en que deberías haber conseguido un marido! —Mamá me necesita, me está enseñando a ser médico. Adnan gira para mirarme, con una expresión de odio. —Estoy cansado de sentir vergüenza por la herejía de Mamá. ¡Todos mis amigos dicen que ella es una djinn! Cruzamos la calle para evitar caminar delante del enorme edificio de bloques de hormigón que incluso a él le hace temblar. La Ciudadela. Hogar de la policía secreta de los Ghuraba. Al otro lado del dintel, el nombre, Edificio J. Edgar Hoover, todavía da testimonio de que alguna vez fue un salón de justicia. Ahora, las pocas personas que entran nunca salen vivas. Llegamos a la farmacia. Entramos a comprar la medicina.
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