Capítulo 2
Recuerdo ir a la escuela con ella. Solíamos viajar juntas en el autobús, antes de que lo hicieran explotar. Creo que su nombre era Becky, antes de que los Ghuraba le hicieran cambiarlo a Rasha. Todo lo que sé es que es tres años más joven que yo, ¿o quizá trece? Si no fuera por la insistencia de Mamá de que necesita un aprendiz, este sería mi destino.
—¡Quítamelo! —grita Rasha.
Mamá mira desde la sábana que cubre las rodillas de Rasha. La doctora Maryam McCarthy ya no ejerce su profesión, pero luce desafiantemente la misma bata blanca como lo hizo en la foto al lado de mi cama, sólo que ahora esta vieja y manchada. Al igual que nuestra sala de estar, que ahora es una improvisada sala de emergencia.
—No está dilatando —dice Mamá en árabe—. Eisa, revisa el corazón del bebé.
Aparto a las esposas-hermanas de Rasha, dos ansiosas mujeres vestidas de n***o, y presiono mi estetoscopio contra el hinchado abdomen de la muchacha. Reluce brillante y esperanzado contra mi abaya n***o. Si me encuentran usando este aparato, me azotarán, pero nadie me desafiará mientras lo use aquí en la sala de partos, el lugar donde nacen los futuros mártires.
—Treinta y siete latidos por segundo —digo—. Está errático, y demasiado lento.
—Se está desangrando —dice Mamá, levantando una mano, cubierta de sangre.
—¿Cuál es tu diagnóstico?
Echo un vistazo al gabinete donde guardamos el ecógrafo. Si tuviéramos electricidad, recomendaría usarlo, pero todo lo que tenemos es el resplandor suave y amarillo de unas lámparas de aceite.
—¿Placenta previa? —trato de inferir.
Mamá asiente, complacida.
—¿Y su tratamiento recomendado, tabib?
Miro a la Primera Esposa del Comandante, Taqiyah al-Ghuraba, la hermana del Abu al-Ghuraba y líder de la temida brigada al-Khansaa. Con casi dos metros de altura, apunto de llegar a los 60 años y bien alimentada, lleva un látigo para obligar a las mujeres a cumplir con las estrictas leyes de pureza de los Ghuraba. Todas quienes la enfrentan son azotadas públicamente. Y eso es si tienen suerte. Las desafortunadas son transportadas a La Ciudadela.
Mi voz se agita.
—Cesárea —susurro.
Los ojos de Taqiyah se vuelven amplios y salvajes, si es que es posible que luzca aún más fanática de lo que ya es.
—¡La cirugía es algo prohibido! —replica en árabe.
—Si no realizamos el procedimiento —dice Mamá —, tanto Rasha como su bebé morirán.
—¡Sólo Alá puede decidir qué mujeres dan hijos a los Ghuraba!
Los ojos de Mamá arden con un color ámbar como los de un águila. Reconoce la obstinación de Taqiyah por lo que es: un intento resentido de una Primera Esposa de deshacerse de un útero más joven.
—¿Eisa? —dice Mamá, apuntando hacia la puerta—. Habla con el comandante.
—¡Pero él la golpeó! —le digo, protestando.
—¡Nuestro esposo la encontró leyendo! —dijo Taqiyah, desenrollando su látigo y sacudiendo la parte posterior de éste cerca de su hermana-esposa en la mesa. Las dos esposas menores retroceden.
—¡No quise hacer daño, Sayidati Ghuraba! —dice Rasha sollozando—. ¡Era un libro sobre una princesa india! ¡Por favor, no me deje morir!
Mamá apunta hacia la puerta.
—Eisa, el Comandante.
Taqiyah bloquea mi paso.
—¡Dije que lo prohibía!
Ella presiona el mango de cuero marrón contra mi mejilla, caliente debido a su agarre firme y con el olor de la sangre de otras personas. Casi puedo sentir el ardor en mi espalda, el mismo que he soportado muchas veces.
—¿Mamá?
Miro entre las dos matriarcas en guerra. Taqiyah al-Ghuraba gobierna a las mujeres, pero Mamá se encarga de los partos.
Mamá inserta una intravenosa en el brazo de Rasha. No una verdadera intravenosa, sino que una hecha con frascos de vidrio reciclado y solución salina casera. La habitación se llena de olor a opiáceos, mientras Mamá llena el tarro con un etéreo líquido rosa.
—Grita por él si es necesario —dice en inglés—. Si él quisiera que muriera, no la habría traído a mí.
Levanto mis ojos para encontrar la mirada furiosa de la líder de la al-Khansaa. Pagaré por mi audacia más tarde. Pero por ahora, tengo que ser fuerte. Toco mi tasbih, ahora envuelto alrededor de mi muñeca.
—¿Sayidati?
Taqiyah se aparta, no porque tengo su consentimiento, sino porque el Abu al-Ghuraba necesita mártires y ella siempre se los ha dado. Influenciando a su hermano, se asegurará de que ocurra el momento cuando el niño cumpla cinco años.
Deslizo mi hijab por mi cara para formar un velo antes de salir por la puerta. No tenemos una sala de espera. Nuestro pasillo delantero sirve como recepción.
El comandante al-Amar pasea de un lado a otro en lo que antes era un hermoso vestíbulo. Es un gigante de dos metros de altura, comandante de la Ciudad del Califato, con el cabello rubio corto, una larga barba espesa y un shemagh n***o usado por los hombres de los Ghuraba. Creo que pudo haber sido guapo alguna vez, antes de que un trozo de metralla sacara uno de sus fríos ojos azules.
Bajo la mirada para evitar hacer contacto visual.
—¿Cómo está mi hijo? —pregunta.
—Rasha está muy mal —le digo—. Si no recibe ayuda, ella y su hijo morirán.
—¿Qué clase de ayuda?
— Cirugía, señor, necesita una cesárea.
Un largo y doloroso aullido se filtra a través de la pared. Aprieta el puño y se da la vuelta para mirar el cristal de la puerta exterior. Casi siento lastima por él, hasta que recuerdo que la golpeó.
—La cirugía es algo prohibido, ¿no? —pregunta.
Le respondo: «Sí. Esa es la interpretación literal...»
—El Profeta ordena misericordia —añado—, especialmente de un marido hacia su esposa.
El Comandante adopta una posición firme.
—Maryam es una mujer. Las artes de la medicina están reservadas sólo para un hombre.
—Está prohibido que un hombre sin parentesco toque a una mujer —le recuerdo—. Ningún médico se arriesgaría a eso. El castigo es la muerte, tanto para el médico como para el paciente.
Su voz se hace más gruesa.
—¿Así que ambos deben morir?
Me muerdo el labio, rezando por una respuesta que no sea: «Sí. Eso es lo que su cuñado ha decretado...».
Toco mi tasbih.
Imploro: «¿Por favor, mi Señor? ¿Dime qué decir?».
La respuesta viene a mí desde la Escritura, pero sacada de contexto. Algo que el Comandante puede decir a su cuñado para justificar su decisión.
—El Profeta dio excepciones —digo.
—¿Qué tipo de excepciones?
—Él dijo: «Ninguna alma es ordenada a ser creada por alguien que no sea el mismo Alá».
Sostengo la respiración. Podría ser azotada por recordarle que tomó a Rasha contra su voluntad, aunque al menos se casó con ella. Por lo general, las mujeres que el Abu al-Ghuraba da a sus hombres como recompensas sólo son violadas.
El Comandante no se da la vuelta.
—Tengo negocios con el general —dice finalmente—. Cuando vuelva, ¿me sorprenderá Alá respecto a si tengo o no un hijo?
—¡Dios es grande! —le digo.
—Alabado sea su nombre.
Espero a que se vaya y luego regreso a la sala médica.
*
Llego a la cocina, tarareando el alegre adhan de nacimiento que suelo cantar en los oídos de los recién nacidos. A diferencia del frente de la casa, la cocina sigue siendo nuestra, a excepción de las lámparas de aceite, añadidas para hacer frente a los frecuentes apagones. Nuestro refrigerador está roto porque las fábricas que hacían los repuestos fueron destruidas hace años, pero nuestra estufa sigue funcionando con gas natural, lo que significa que podemos cocinar, incluso cuando los rebeldes hacen explotar la red eléctrica.
—¿Qué están cocinando? —le pregunto a Nasirah, aunque sé la respuesta, por el olor almidonado.
—Frijoles —me dice, con una amplia sonrisa.
Me deshago de los instrumentos quirúrgicos ensangrentados que acababa de usar para coser el vientre de Rasha y huelo la olla. Frijoles secos rehidratados, ligeramente quemados.
A sus nueve años de edad, Nasirah es una niña de cara dulce, casi tan alta como yo, pero más delgada, como una potrilla de piernas largas. Ambas heredamos pecas de nuestro padre, no tanto como para mostrar nuestra descendencia irlandesa, pero su piel es pálida, a diferencia de la tez oliva que heredé de Mamá. Eso la convierte en un blanco, un objetivo, por eso nunca la dejamos salir de casa.
Es una de las pocas cosas con las que Adnan y yo estamos de acuerdo.
Nuestro hermano, Adnan, es la viva imagen de nuestro padre. Está sentando en la mesa, con los brazos cruzados, con su habitual expresión de amargura. A los trece años posee la desagradable torpeza de un muchacho atrapado en un crecimiento repentino. Es un perfecto Gharib con su camisa larga, gorra de oración blanca y un parloteo perpetuo del Corán.
—¿Por qué no me hiciste de comer? —exige.
Sostengo mis manos, todavía cubiertas de sangre.
—¡Sabes que estaba ayudando a Mamá a dar a luz a un bebé!
—¿Querrás decir a realizar una cirugía? —me dice, refunfuñando—. Los Ghuraba dicen que eso es herejía.
Enjuago mis manos, y luego las seco en una toalla limpia antes de responder.
—El comandante nos dio una dispensa especial.
Paso muy cerca de él, y voy al vestidor donde guardamos nuestros burkas colgados en perchas para abrigos. Envuelvo un paño n***o encima de mi hijab, un poco más alto que un cuadrado de gasa, y luego saco mis guantes para esconder mis manos, las cuales se pegan a mi tasbih, dejando expuesta mi muñeca. Sé que debería quitarmelo, especialmente con Taqiyah sedienta de sangre, pero necesito sentirlo contra mi piel. Es difícil de explicar, la forma en que me hace sentir invencible. Como si Alá estuviera cuidando de mí. Como si susurrara qué parte de cada escritura es la verdad, y qué partes los Ghuraba las han retorcido con sus mentiras.
Lo dejo así. Son sólo unos pocos centímetros de piel.
—¿A dónde vas? —pregunta Adnan.
—Mamá necesita medicina para el bebé.
—Sabes que está prohibido ir sin acompañante.
Tomo su abrigo de invierno y se lo arrojo.
—Entonces, date prisa, porque si muere el hijo del comandante, tú asumirás las consecuencias.
Adnan se levanta de su silla, furioso, como si quisiera golpearme.
—¡No puedes hablarme así! —su voz da un grito pubescente—. Soy el hombre de esta casa.
—No hasta dentro de dos semanas más —replico—. Todavía tienes doce años.
Halo la gasa negra hacia abajo para cubrir mi cara, y luego tomo la burka negra del gancho. Cubro mi cuerpo con ella.
—¿Vienes? —pregunto—. ¿O preferirías que sea azotada de nuevo?
Adnan cruza los brazos y me hace saber su descontento de una forma algo infantil.
—Debería obligarte.
Sólo para enfurecerlo más, le revuelvo el cabello como lo hacía cuando todavía era un niño pequeño. Golpea mi mano. Abro los cerrojos y salgo a nuestro minúsculo patio trasero. Adnan corre detrás de mí, todavía colocándose su abrigo.
—Uno de estos días, ¡recibirás lo que te has buscado! —dice él.
—Pero te tengo a ti para protegerme —digo con mi más dulce voz.
Eso le molesta a este tirano en formación. Aunque no siempre fue así. Mamá tiene fe que recuerde lo suficiente de nuestro padre para convertirse en un buen hombre.
Abrimos la puerta trasera y abandonamos la seguridad de la valla. La nieve cae suavemente desde el cielo, ¿tal vez sea ceniza radioactiva? El aire huele sucio, no limpio como debería oler la nieve, y a veces está así en medio del verano. Los Ghuraba juran que las armas nucleares sólo hicieron un daño mínimo, pero hemos visto demasiados abortos como para que esa afirmación sea enteramente veraz.
—Debes envolver tu shemagh alrededor de tu cara— le digo a Adnan—, para cubrirte de la ceniza.
—¡Es sólo nieve!
Me lleva fuera del callejón, sobre los restos de una casa destruida por una granada de mortero. Es difícil saber si fue nuestra granada o los rebeldes quienes lo hicieron. Durante los primeros años, éramos nosotros contra ellos, pero los rebeldes se quedaron sin armas, así que ahora somos sólo nosotros. Todo aquel que no perteneciese a nosotros fue asesinado en las purgas.
En la calle, nuestros comportamientos cambian. Adnan se adelanta en un arrogante caminar, mientras yo sigo detrás, con mi cabeza inclinada, lo suficientemente lejos para dejar claro que él está a cargo, pero no tan lejos como para dar la impresión de que no tengo escolta.
Las calles están vacías, excepto por las patrullas habituales: hombres a pie con armas automáticas y un Hummer que rodea el barrio con una ametralladora. Un hombre se detiene en la parte de atrás, al lado del artillero con un megáfono, gritando: «Si alguien ve a un extraño, denúncielo a la policía secreta». Una bandera negra ondea montada en el parachoques con letras árabes blancas, un misil balístico intercontinental y una guadaña, la bandera de los Ghuraba.
—¡Saludos, hermanos! —Adnan saluda.
Los hombres Ghuraba lo miran con aburrido desdén. Uno de ellos me mira fijamente. Puedo sentir sus ojos hambrientos, analizando lo que está escondido debajo de mi burka.
Toco mi tasbih.
Susurro: «Señor, mantenme a salvo de miradas indiscretas».
El vehículo patrulla sigue en movimiento. Sólo entonces me atrevo a respirar.
Adnan me guía por las calles que solían ser escaparates. Antiguos anuncios descascarados proclaman que solía haber zapatos, ropa o equipo deportivo para la venta. Todo huele a decadencia. La mayoría de los edificios tienen madera contrachapada clavada a través de las ventanas, lo que sirve como base para pegar los carteles de propaganda publicados en árabe e inglés.
—¡No hay Dios más que Alá! —leo en un póster que representa a un Gharib sobre un misil balístico intercontinental como si estuviera montando un toro.
—¡Alabado sea nuestro glorioso Mahdi!
Estos carteles muestran al general Muhammad bin-Rasulullah en una variedad de poses heroicas. Su barba roja fluye de su cara como si fuera un río de fuego, mientras que, detrás de él, los misiles ICBM despegan al cielo.
El último cartel representa a un hombre usando un uniforme de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos con cinco estrellas de oro en su pecho dándole una llave al Abu al-Ghuraba. Una penumbra de luz irradia de la llave. Encima del cartel, se proclama “Alabado sea el Guardián por su conversión”.
Detrás de él puede verse un lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales.
Beso mis dedos enguantados y los presiono contra el hombre, como acariciandolo.
—Te extraño Papá.
Adnan hace señas. Me conduce hacia el bombardeado edificio del Capitolio de los Estados Unidos.