Capítulo 5

1766
Estoy ahogada.  La angustia me persigue, me carcome, me pudre hasta las entrañas, y aunque quiero desahogarme, no puedo.  Corro.  Corro por un pasillo oscuro. Tenebroso, con una tenue luz al final.  > Es lo que me repite el subconsciente cuándo mis pies se trasladan en cámara lenta, y las lágrimas empiezan a rodar por las mejillas. > Limpio con rabia el llanto. Estoy agotada de tanto correr, y el punto luminoso parece no llegar nunca.  —¿Quién eres? —Le pregunto entre balbuceos. —¿Por qué me duele el pecho de ésta manera? ¿Por qué todo siempre es tan difícil? ¿Por qué me hicieron algo así?  > Me contesta ella. La voz de la locura. > ¿Traficadas?  ¿Víctimas de una organización criminal?  ¿Algunas violadas, otras simplemente asesinadas?  —Millones. —Respondo inhalando profundo. Aspirando la mayor cantidad de oxígeno posible para correr con más ímpetu. —Hay millones.  > Afirma, > —Me mantendrá cautiva un sujeto enfermo. Perturbado. Que me trata de buenas a primeras como su trofeo. Como su mascota. Como la nada misma. —Resoplo derramando lágrimas de pesar.  > Repite autoritaria, .   —Vamos mi niña... Abre los ojos. —Susurran, e inmediatamente doy fe, de que lo que ocurrió, no resultó más que una terrible pesadilla. —Has tenido un mal sueño. Despierta.  Respiro de manera entrecortada. Esa forma particular que tras un sueño angustiante no permite inhalar y exhalar con normalidad.  Bato los párpados y distorsionadamente observo a mi alrededor.  Vuelco la cabeza de derecha a izquierda y viceversa, hasta que caigo en cuenta de dónde estoy, qué sucedió conmigo, y el futuro incierto que me depara una vez emita comentarios.  —Eso es... —Concilia un matiz vocal diferente. Uno que no es pedante como el del postor desgraciado, ni masculino como el de Stefano.   Un rostro que después de la subasta inolvidable, que se repetirá en mi memoria para siempre, logro ver.  Una cara femenina. Ni muy joven, menos anciana.  Tendrá a lo sumo unos cuarenta y tantos.  De cabello recogido, color caoba. Mirada oscura y un semblante tan dulce, que me obliga a desconfiar, y a sonreír.  Contradictorio, lo sé. Pero de esa forma me siento.  —¿Y tú eres? —Murmuro percatándome de que el antifaz ya no lo traigo puesto, al igual que las esposas.  —Meredith, —se presenta con amabilidad y una mueca de genuina emoción. —Me llamo Meredith.  Asiento y lentamente empiezo a recargarme contra el respaldo de la enorme cama que ocupo.  Gigantesca, el doble que de la que tenía en mi habitación, de colchón cómodo y sábanas tan tersas que es placer lo que mi piel percibe.  Después de dos días de malaria, ésto, sin pensar en el entorno sombrío que me rodea, es la gloria.  Observo, recuperando al cien por ciento los sentidos maltratados, la recámara. Es espaciosa, y posee un agradable aroma a eucalipto.  Las paredes van del beige al blanco, en un cromado casi imperceptible. No hay adornos, o cuadros que la decoren., solamente mobiliario en madera.  Una mesilla de luz, con lámpara portátil, un plasma, el armario de importantes dimensiones y libros.  Muchísimos libros metódicamente ordenados en una biblioteca situada en el rincón del cuarto. Justo al lado del ventanal con dos láminas de vidrio corredizas.  La sobriedad tiene su imprenta aquí, y me gusta la sencillez que brinda.  Ante todo me fascina ver a través del cristal, un balcón, y el atardecer, dándome de lleno en el rostro. Una panorámica perfecta para un despertar memorable.  ¿A quién no le encanta abrir los ojos y encontrarse con la postal del cielo azul, estrellado, gris, o anaranjado?  De la manera que sea, es algo maravilloso. Y permitirme unos segundos de amnesia temporal para apreciarlo, no tiene precio.  —Es una terraza fabulosa. —murmura la mujer rompiendo mi efímera burbuja de ensueño. —Pero la vista hacia el jardín trasero, Nicci, es increíble.  Centro la atención en ella rápidamente.  —¿C-cómo sabe mi nombre? —Musito.  Se aproxima a mí, y sentada en el borde de la cama, estira la mano y toma la mía, que manteniéndose en letargo se cierra en un puño, debido a su contacto.  —¡Ah! —Exclama apesadumbrada, consecuencia de mi accionar defensivo. —Nadie desconoce tu nombre en ésta morada. —Confiesa obligándome a arrugar el ceño.  —¿Ese sujeto... Se los dijo? ¿Les dijo que me tiene en contra de mi voluntad? ¿Que estaré aquí lo que él decida? ¿Que me compró como si de un embutido de supermercado me tratara?  > Añado mentalmente con cierto desprecio.  Frunce los labios, al punto de transformarlos en una inexpresiva línea recta y palmea el dorso de mi mano.  Siendo entonces, que miro ambas muñecas, delicadamente vendadas.  Y no sólo eso, sino que también, y gracias a Dios, comprendo que ya no llevo puesto el conjunto asqueroso de lencería con el que fui subastada.  Ahora visto una camiseta blanca, varios talles más grande de lo que realmente uso. Una camiseta masculina, de cuello en v, y mangas cortas.  —Entiendo que te asuste. Que te pongas así, con ese hastío, porque lo que te hicieron, no tiene perdón.  —Usted, usted no sabe ni sabrá jamás lo que me hicieron. —Mascullo nerviosa. Muy nerviosa al considerar que estuve no se cuántas horas dormida, y me han cambiado la vestimenta, curado las heridas, e inclusive hasta apostaría, aseado. —Que te quiten la libertad sin pedir permiso, eso no tiene siquiera forma de ser explicado. —Sentencio sombría.  —Posiblemente, puesto que nunca me tocó vivirlo. —Sisea apacible. Una calma contagiosa, —No obstante, nadie merece ese trato.  —No sé porqué le digo ésto pero... ¿Saldré de aquí algún día? —pregunto temerosa, a la contestación que pueda brindarme.  Acuna con sus dedos mi rostro y acaricia mi mentón suavemente.  Mamá, no me mimaba así. No era de mostrarse cariñosa conmigo.  —Cuando descubras los secretos que resguarda ésta mansión, querida, esa pregunta se responderá por sí sola.   Él y secretos, mezclados en un pensamiento indican graves problemas.  Jodidos problemas porque de mí, la sumisión no la obtendrá jamás. Y yo, de él exclusivamente pretendo la libertad., una que parece difícil de conseguir.  —Siento rabia. —mascullo importándome nada, si después le va con el cuento al desconocido individuo que tanto aborrezco. —Odio. Impotencia.  —Es normal. —Dice descolocándome en primera instancia su serenidad y segundo, el modo en que me da la razón. —Atravesaste una situación traumática, y ahora te encuentras en una vida diferente, bajo circunstancias distintas y frente a una realidad que conoces a medias.  —¿Y qué debería conocer más de lo que ya he visto, oído, y sentido? —Ironizo embravecida.  —Que las apariencias, la mayor parte del tiempo suelen ser engañosas. —Resuelve. —Que ese desconocido al que un profundo desdén le profesas, podría terminar sorprendiéndote.  Chasqueo la lengua y niego.  —Tú defiendes su ritmo de vida. Lo comprendo, trabajas para él —Vuelvo a mirar el anochecer y añado, —Yo, tras pocos minutos de percibirlo cerca, siento repulsión. Es un tipo repulsivo, pedante, que goza con humillar a los demás. O al menos a mí.  —El día que lo conozcas de verdad... Aceptarás las palabras de una vieja que lo crió desde los pañales. —Tomando impulso se levanta de la cama y me reacomoda el cabello desordenado. —Tuve el atrevimiento de darte una ducha, Nicci. Con ayuda de otra empleada, espero no te... Enfades.  Abro los ojos y el rubor tiñe mis mejillas.  ¡Qué bochorno!  —Gra-gracias. —Tartamudeo. —¿Y las esposas? ¿Quién me quitó las esposas?  Alza la quijada y sonríe —Rashid.  —¿Rashid? —Indago, en tanto le busco la pronunciación adecuada a su nombre árabe. —Rashid... ¿Quién es Rashid?  —El mejor postor de la noche. —Puntualiza dirigiéndose a la mesilla de luz y retirando del estante inferior una bandeja que coloca en mi regazo. —Tus muñecas tenían ampollas, producto de la fricción, de la lucha por librarte de ellas., y él decidió que lo más apropiado era cortar el acero. A Stefano nunca le dieron un juego de llaves en el momento que fue por ti. —Hace una pausa, y aprovecho el silencio para admirar el manjar que traigo encima: sándwiches con un embutido desconocido al paladar, apenas lo degusto. Uno del que creí era cerdo, y Meredith se apresura a aclarar—: es un embutido de cordero. Lleva Cayena, pimentón dulce y picante, y pasta de chile.  Suelto un jadeo al saborear la mezcla explosiva, deliciosa.  —Es... Es maravilloso.  Esboza una mueca de satisfacción al oírme dar el visto bueno.  —Bebe del café. No te resultará tan picante, y al terminar, come de los dátiles.  Perdiendo totalmente los modales, me engullo la bandeja entera sin dejar siquiera una sola gota de café en el recipiente, curiosamente una taza, carente de asa.  —Es, ¡dios no tengo las palabras adecuadas para manifestar ésta delicia! —Chillo feliz de recibir alimentos en mi sistema.  —Al lado de la lámpara, —Dice recogiendo la bandeja, ya dispuesta a marchar. —Hay un vaso con zumo de limón, miel y jengibre. Es un desintoxicante natural, Nicci.  Frunzo el ceño.  Recordar que me drogaron nuevamente ayuda a la desazón a aflorar.  —Está bien.  —Dormiste muchas horas, —recalca con preocupación, —siete contando de Níger hasta Riad. Y casi diez en esa cama. Así que creo que empezar a hidratarte, colaborará a que tu semblante recupere un poco de color.  Un carraspeo ronco desde el umbral interrumpe la conversación.  Nuevamente el cúmulo de sensaciones negativas me invade y estrujo las sábanas con violencia.  —Suficiente. —Orde na con frivolidad, y evito mirarle. Ladeo la cabeza en otra dirección que no sea el marco del dormitorio. —Retírate Meredith. Ella y yo tenemos una charla pendiente.    
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