Capítulo 3

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—Píntaselos de rojo.   —¿Rojo? Pero...   —Pero una mierda. Es una puta, ¿acaso no lo ves? —estoy en mi peor momento pero aún así percibo su desprecio—. Píntaselos de rojo para que vean bien la boca que se van a coger luego.  Quiero abrir los ojos pero me cuesta; no puedo. He permanecido en un estado de semi inconsciencia del que no logro salir. Todo lo escucho, mas mi cuerpo no reacciona; está como entumecido. Momificado si quiero moverme, como gelatina si alguien más me sujeta.  Me muero por llorar pero tampoco puedo. Quiero gritar de broncas, de impotencia, de dolor y de la humillación que estoy sintiendo. Quiero suplicar por mi vida y al mismo tiempo rogar porque me maten.  El miedo es mi motor. Es lo que recorre mi espina dorsal. Lo que me hace percibir todo lo que pasa a mi alrededor en un máximo estado de alarma.  Con mis sentidos adormecidos, aletargados, completamente idiotizados, es mi mente la que no para de torturarme.  Pienso en lo que pasó, la forma en que nos embaucaron y nos atacaron, lo que le hicieron a Bruna y lo que me harán a mí.  Me han tocado de distintas maneras. Me han desvestido, me abofetearon, me golpearon, me han manoseado y yo no he tenido la oportunidad siquiera de defenderme, de patalear ni de gritar.  Estoy aterrorizada.  ¿Qué harán conmigo?  Hay mujeres en el cuarto dónde estoy. Hablan con un acento muy extraño pero aún así logro captar sus insultos, sus burlas y la cantidad de pronósticos que dan para mí: según ellas, la nueva mercancía del día.  Estaba amarrada a una silla hace un largo rato y me ducharon con agua helada. Estaba tan frío el chorro que todavía mis dientes castañean.  Me vistieron y de una forma que sé, es poco agradable.  También me pintaron la cara, peinaron mi cabello y me llenaron de un perfume empalagoso que me da náuseas.  Soy su deplorable muñeca de trapo. Un juguete que mueven de un lado para otro sin cuidado, con brusquedad.  Me siento incómoda y dolorida. La ropa me aprieta demasiado. Tengo un corset que no me deja respirar y mis brazos.... Realmente me están matando de dolor.  Estoy sumergida en el desconsuelo y la desesperación, y no poder articular palabra alguna o tan siquiera moverme es abrumador.  —Tiene veinte años, todavía es una niña —opina una de ellas.  —¿Ah si? Pues las niñas no andan de regaladas en los bares, Sky. Por algo terminó dónde terminó. Se lo buscó.  —A veces es horrible pensar en lo que les espera. Toman una mala decisión que las llevan a estar en el lugar equivocado y a la hora equivocada —la más cerda se ríe y mi repulsión crece—. Ahora están aquí como un pedazo de carne al que se le pondrá un valor y alguien más pagará por ellas.  Hago mi mayor esfuerzo y muevo mis párpados. Es jodidamente difícil pero al menos entreabro los ojos y de una forma distorsionada veo un espejo y en el reflejo la silueta de una mujer gorda.  —A mí me dan pena los niños —sus uñas se clavan en el contorno de mi cara y alza mi cabeza—. Ellos sí que están en sitios equivocados y no merecen ser traídos a esta mierda. No merecen ser arrancados de los brazos de sus padres, no merecen ser la fantasía s****l de un anciano polla blanda, no merecen ser traficados como cajas de cigarrillos —su uñas se hincan al punto que jadeo de dolor—. Ellos me dan mucha pena pero, ¿éstas? ¿Que se visten como zorras y andan buscando ligue en un bar, crees que me dan pena? —un pintalabios se desliza presionando con fuerza mi boca—. Estas se buscan su destino y no me dan lástima. Ya estoy acostumbrada a verlas. Restregan el culo contra los tipos en bares y luego, cuando les pasa lo malo se hacen las moscas muertas —una carcajada pega en mi cara y me pone la piel de gallina—. Te van a vender como un coño con ojos, mi cielo. Y si tu coño tiene valor, es posible que algún vejerto con dinero te trate relativamente bien.  El latir de mi corazón se desboca.  Acaba de decir, con todo y su desprecio que me van a comercializar.  Peor. Que me van a vender.  Trago saliva y el desasosiego me consume.  Hago acopio de mi fuerza de voluntad, una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez, hasta que logro removerme en el asiento.  Trato de recuperarme, de volver en sí, pero la perra desgraciada tira de mi pelo, obligándome a mantener quietud.  ¡Auch, mi cabeza!  —Quietita, gata.  Aprieto mis labios al igual que mis párpados.  ¿Dónde estará mi Bruna? ¿En dónde estoy yo? Y mamá...  Aunque mamá sea una frívola y desinteresada mujer que se ha estado comportando de lo peor conmigo... La extraño sólo de pensar que no la voy a volver a ver.  Extraño mi vida y mi libertad... Porque sé que no las volveré a recuperar.  —Por favor —mi voz se siente aletargada; como sedada. Me cuesta pronunciar palabras.   —¿Me estás hablando a mí, gata? —su risa tan déspota y tirana me hace odiarla con todo mi ser. Estoy suplicando por mi vida y al parecer ella lo disfruta—. ¿Qué se te antoja? —sus uñas hundiéndose en mi mentón me obliga a abrir los ojos—. ¿Vas a elegir el labial que vas a usar? —sigue riéndose mientras que sus uñas me causan dolor—. Las putas se pintan de rojo, así que lo vas a usar quieras o no.   Mis ojos se empañan. Quiero llorar del dolor, de la humillación, del miedo... Pero no lo hago. Parpadeo para retener el llanto y me limito a mirarme en el espejo.  Me doy asco.  Ver mi reflejo me da asco.  Ver cómo han cargado mi rostro de maquillaje, cómo me han peinado y cómo mis senos prácticamente se escapan del corset que me han puesto me hace sentir asco de mí misma.  Con los labios fruncidos, mi corazón acelerado y mi cuerpo adormecido, agacho la cabeza.  El corset es rojo, diminuto, no me deja respirar siquiera. Sólo traigo puesta unas bragas y unas medias de red de color n***o van desde mis muslos hasta mis pies, enfundados en unos horrendos tacos.   —Por favor —balbuceo cabizbaja—. Déjame salir de aquí... Por favor.  Mis sentidos de a poco vuelven en sí pero sigo sintiéndome en las nubes. Con mi cuerpo perdido en otra dimensión.  —Te voy a explicar un par de asuntos a los que tienes que acostumbrarte si tu idea es seguir viva —su mano envuelve mi pelo y de un tirón levanta mi cabeza—. No vas escaparte porque sencillamente estarás muerta en tu primer minuto de intento —pasa el labial por mis labios una vez más. Como si eso le ayudara a descargar la rabia que siente contra mí—. Otra cosa, si te empeñas en ponerlo difícil será peor para ti; sólo para ti. Esto es un negocio y tú eres sólo un número más, uno con mayor valor que el resto tal vez, pero no el único ni el mejor así que tienes una sola opción y es... Resignarte a lo que te espera —para de pintarme y mueve mi cara para que me vea al espejo—. Mírate, puta. Mírate bien. Quizá hoy corras con la suerte de que algún degenerado pague mucho por ti y entonces no te habrá ido tan mal al fin y al cabo.  Mi cerebro aturdido procesa lo que dice y no puedo evitarlo. Me pongo como loca. Me niego rotundamente a aceptar lo que habla. Mi desesperación cala hasta mis entrañas. No me van someter, primero muerta.  No soy una prostituta, una esclava y mucho menos un pedazo de mierda con el que hacen lo que se les venga en gana.  No.  No.  ¡Mil veces no!  —¡No quiero! —empiezo a gritar perdiendo el control sobre mi propio raciocinio—. ¡Quiero salir de aquí! —me remuevo en la silla como una leona enjaulada. Me remuevo para que quite sus sucias manos de mi cara y de mi cuerpo—. ¡Quiero volver a mi casa!  Ella presiona mis hombros con fuerza, inyectándome dolor, y se ríe. Miro a mi costado. Soy capaz de lo que sea con tal de salir de este cuarto.  Busco escapatoria. Busco alternativas pero lo único que encuentro son un par de ojos llorosos que me observan con pena desde el rincón.  —Te vas a ir de aquí, Nicci Leombardi solamente si alguien paga miles de dólares por ti. Te vas a ir como un perro. Con un dueño que ha venido a comprar a su mascota de turno.  Estiro la mano y araño con fuerza su antebrazo.  La mujer gorda, desalineada y asquerosa se aleja de mí, tan sólo porque su propio dolor la aturde. Aprovecho su distancia y reuniendo toda mi entereza y energía me levanto de la silla.  Los zapatos son muy altos y mis tobillos se doblan cuando intento dar dos pasos, sin embargo actúo por instinto: voy hasta la puerta, giro la perilla y tiro de ella varias veces pero está trabada.  Sin forma de huir me agazapo en un rincón de la sucia habitación. Ahí me quedo, anhelando morirme ahora mismo.  —Maldita puta de mierda —espeta con furia, acercándoseme—. Colmaste mi paciencia perra mugrosa.  Me abrazo a mis rodillas, abro bien grandes los ojos y me quedo en mi lugar. Mi cuerpo tiembla. Estoy aterrorizada.  El ruido de llaves en la puerta capta su atención. Más aún cuándo esta se abre y un tipo grande, gordo y sudado entra al cuarto.  Me está buscando con la mirada, lo sé porque al dar conmigo me regala una sonrisa siniestra y lasciva. Me enseña su lengua en un gesto muy sucio y pervertido y se aproxima a mí, golpetando una jeringa contra su mano.  —Dame la jeringa y agarra a esta fiera —le ordena la gorda odiosa que no para de sonreírme—. En unos minutos tienes que llevártela y quiero dejarla mansita.  El sujeto obedece y le entrega la aguja. Está tan complacido de verme así que ni siquiera lo disimula.  Acorralada atino a mirar a la otra mujer, la que bien calladita se mantiene lejos y expectante.  —Ayúdame por favor —le ruego—. No dejes que me droguen, por favor —sus ojos se llenan de lágrimas pero ni se mueve—. ¡Por favor! —le grito en un alarido.   —Sky podrá ser un mujer muy sentimental —el gigantesco hombre agarra con fuerza mis brazos y me levanta del suelo. Sus brazos malolientes aprietan mi torso y ella aprovecha para tirar de mi mano hacia adelante—. Como te decía, puede ser sentimental pero jamás irá en contra de nuestro protocolo.   Empiezo a patalear, maldigo, incluso le escupo el rostro y me gano una cachetada, pero nada, absolutamente nada impide que la aguja atraviese mi piel.  El contenido de la jeringa se vacía en mí y siento cómo mi razón, mi sentir, mi cuerpo, mis emociones se desmoronan junto a mis ganas de vivir.  He vuelto a ser una marioneta.  ¡Qué puta mierda esto!  —Ya te la puedes llevar —dice.  —¿Llevar? —me dejan en el suelo, con la espalda recargada en la pared—. Todavía no la voy a llevar a ningún sitio.  Mi visión distorsionada se centra en el asqueroso hombre que me sujetó y que ahora se quita el cinturón y desprende el primer botón de su pantalón.  Gimo por lo bajo, lloro por dentro, mi corazón arde de rabia pero no puedo defenderme.  Ellos pueden hacer de mí lo que deseen.  —Ey, Jo, no...  Entrecierro los ojos pero aún así noto cómo se acerca a mí.  —Me la voy a tirar antes de mandarla al salón.  La mujer ordinaria le agarra el brazo—. Ni se te ocurra. La quieren virgen y por ser virgen es que van a pagar fortunas.  Muevo la cabeza. Ni siquiera la siento cómo parte de mi cuerpo.  —Quieren su coño virgen. Me puedo follar su lindo culo y seguro no va a importarle a nadie.  Mierda...  Me arde el pecho.  —¡No! —esta vez con más decisión frena su avance—. Si quieres follarte a una de las nuevas, que sea las que ya están estrenadas. A esta no la toques o te juro que haré que corten las bolas.  —Qué más da —le escucho quejarse pero al final no lleva a cabo su propósito. Sin perder la sonrisa se acuclilla frente a mí y cierra en mis muñecas unas frías y gruesas esposas—. Aunque me hubiera encantado partir ese culo apretado que estoy seguro, tienes.  Sus palabras me llenan de repulsión, de odio, de menosprecio.  Tiran con violencia de mí y me paran del suelo.  Cubren mis ojos con un antifaz. Ya no puedo ver absolutamente nada. Y así casi a rastras me llevan a no sé dónde.  Mis pies se tuercen, y cada un paso, resbalo. Sus grandes y sucias manos me sostienen y me obligan a seguir.  Es un calvario. Es la peor de mis torturas. El sentir cómo el dolor se vuelve insoportable y no poder dominar mi propio cuerpo es lo más desesperante que existe en el mundo.   Todo es desesperación y oscuridad. Todo es silencio y miedo.  Freno y me empujan suavemente, de forma que doy un par de pasos hacia adelante y me esfuerzo por permanecer de pie.  —Damas y caballeros —la efusividad de esa voz me sobresalta, me asusta, me pone los pelos de punta—. Compradores del día de hoy, aquí les muestro este bellísimo ejemplar —hay aplausos. Medidos, casi discretos y son en alusión a mí. Al ejemplar; al ganado por el cuál van a ofertar. Qué despreciable y qué triste—. Veinte años, italiana, habla inglés, mide un metro setenta y cuenta con medidas perfectas —mi corazón late de prisa. Estoy agitada y abrumada. Me horroriza ésto—. Le gusta el tequila con jugo de naranja, la playa y los atardeceres, pero lo más extraordinario y delicioso de esta jovencita, es su virginidad. Su nombre es Nicci Leombardi y la puja empieza con cien mil dólares.  Los aplausos se hacen más ruidosos. Escucho silbidos, mi nombre en boca de varios y algunos apodos horrendos.  Quiero poder ver. Necesito distinguir algo pero el antifaz no me lo permite.  Me han privado de la vista, del dominio sobre mí misma y de mi libertad.  —¿Quién ofrece cien mil?  Rechino mis dientes. La impotencia es insoportable.  —Cien mil, nena. Cien mil...  —Por ella doscientos mil —dice alguien, asqueándome.  —La quiero por medio millón.  La bilis sube por mi garganta. Voy a vomitar en cualquier momento del malestar que estoy sintiendo.  —Medio millón —alienta quien tuvo el descaro de presentarme como un trozo de jamón—. ¿Alguien da dos millones?  —¡Yo! —escucho.  —¿Quién ofrece más? —insiste con éxtasis—. ¿Nadie? —el silencio hela mi sangre—. Dos millones entonces. Vendida a la una, vendida a las dos y vendida a las...  —Diez millones —oferta una voz demasiado serena y fría, que pone en alerta máxima cada uno de mis sentidos adormecidos—. Quiero a la extranjera por diez millones de dólares. p**o en efectivo y la quiero de inmediato.  La sala queda enmudecida por un instante.  —¡Vendida por  diez millones de dólares al comprador cincuenta! Puede pasar por recepción a retirar su compra —exclama con evidente complacencia—. ¡Con ésto señores y señoras terminamos la subasta del día, los esperamos mañana! 
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