Capítulo 2: La nueva vida

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River —¡Puja! ¡Solo unos cuantos empujones más y él estará aquí! El sonido de la voz de su madre, procedente del interior de la sala de partos del Centro de Curación de la Manada de la Luna Aullante, ayudó a calmar al Alfa River Granite mientras esperaba junto a su Beta, Allen Stead, que se paseaba de un lado a otro por el pequeño pasillo situado frente a la puerta. —Puedes entrar, sabes —sugirió River a su amigo—. Samantha es tu mujer. No hay nada ahí dentro que no hayas visto antes. —¡Ja! —dijo Allen, deteniéndose a unos metros con las manos en las caderas—. Hay mucho ahí dentro que no he visto antes. Además, tu madre está haciendo un gran trabajo para mantener a Sam tranquilo. Si entro ahí, solo lo estropearé. —Allen, es tu esposa. Está dando a luz a tu hijo —declaró River poniéndose de pie y dio los pocos pasos hacia su amigo—. ¡Entra ahí! —exclamó abriendo la puerta y empujando a Allen al mismo tiempo, justo cuando Sam soltó un grito de dolor. River se apartó de la puerta sin mirar hacia dentro, más que feliz de dejar que su madre, Patricia, Luna en funciones, se encargara de esto, junto con la matrona, Nancy. Aquellas dos mujeres estaban más que calificadas para atender partos. River no estaría allí si el futuro padre no fuera su mejor amigo y Beta. Este era el tipo de responsabilidad que no le importaba ceder a su madre. Cuando se trataba de proteger a la manada, de entrenar, de resolver disputas sobre la tierra, ese tipo de cosas, se ocupaba de todo. Pero no esto. Esto era la definición de un trabajo para la Luna. Era una pena que no tuviera una. Excepto por su madre. Ella era genial... pero estaba preparada para pasar los deberes y simplemente no había nadie a quien pasárselos. La mente de River se dirigió automáticamente a la supuesta maldición que se había lanzado sobre todas las manadas de su territorio hacía unos veinte años, una que decía que no nacerían más mujeres fuertes de Alfa o Beta hasta que los hombres empezaran a reconocer el valor de las mujeres. No tenía ni idea de si realmente existía una maldición de los magos o simplemente era mala suerte, pero hasta ahora no había nacido ni una sola hembra en dos décadas. La única mujer apta para liderar por derecho de nacimiento era Ellie Knight y no estaba interesada en casarse. Se lo había dejado claro a todos. Unos minutos después de que River obligara a Allen a entrar en la habitación, un tipo diferente de gritos llenó el aire, los llantos de un bebé recién nacido. Una sonrisa apareció en el rostro de River al imaginar al pequeño bebé envuelto en una manta y recostado sobre el pecho de la madre. Pudo imaginar a Sam, sudorosa y sin aliento, pero radiante de amor, con Allen a su lado. Se alegró de que su amigo no se hubiera perdido eso. Algún día, River esperaba tener sus propios hijos. Pero primero tenía que encontrar a una mujer digna, y como eso no era fácil, había alejado toda posibilidad de su mente, al menos por ahora. Poco después de que el bebé comenzara a llorar, su madre salió, con aspecto cansado pero irradiando alegría. —¡Es un niño! —dijo Patricia, juntando las manos—. Mamá y el bebé Simpson están bien. River sonrió al darse cuenta de que Allen había llamado a su hijo como su difunto padre. Allen había estado muy unido a su padre. Fue una tragedia horrible cuando tanto Simpson Stead como el propio padre de River, Lake, habían muerto en un ataque cuando ambos chicos eran jóvenes adolescentes. Ambos habían ocupado inmediatamente el lugar de sus padres, pero no pasaba un día sin que hablaran de los grandes hombres que se habían llevado demasiado pronto. —¿Camina conmigo? —pidió Patricia, haciendo un gesto hacia la puerta, señalando la puerta que conducía a la salida del Centro de Curación. River se alegró de acompañar a su madre de vuelta a su casa, sobre todo porque estaba de camino a su despacho, al que se dirigía a continuación. —Lo has hecho muy bien ahí, mamá. Seguro que sabes cómo mantener a las mujeres tranquilas —comentó sonriendo y los ojos verdes de su madre, casi del mismo tono que los suyos, centellearon. El pelo rubio lo había heredado de su padre, pero el castaño claro de su madre no estaba muy lejos de su tono. Tenía los pómulos altos de ella, pero el resto de su cara era toda de su padre. Mandíbula esculpida, nariz fuerte, mirada decidida. Casi todos los que conocían a Lake le decían a River que se parecía mucho a él, lo que siempre lo enorgullecía. —Gracias, hijo —dijo Patricia, pasando su brazo por el de su único hijo—. Disfruto sirviendo a las mujeres cuando se encuentran en situaciones tan difíciles y estresantes. Pero... como sabes... no me estoy haciendo más joven. —Ah, aquí viene —declaró River, soltando una ligera risa, aunque en realidad no le parecía gracioso. No necesitaba que su madre volviera a sacar el tema, sobre todo porque las circunstancias del nacimiento del bebé le habían recordado bastante. —Solo digo que... ya es hora, ¿no crees? Tenemos que celebrar un Baile de la Diosa Luna y encontrarte a la Luna que necesitas para ayudar a continuar con las tradiciones de la manada cuando yo no esté. —Madre, sabes tan bien como yo que simplemente no hay una Luna que se pueda encontrar —mencionó River recordándole, mientras pasaban por delante de una manada de cachorros que jugaban con una pelota. Estaban demasiado ocupados para darse cuenta de que sus líderes pasaban por ahí mientras gritaban y se pateaban la pelota roja unos a otros. River sonrió, recordando una época en la que era tan despreocupado. —No lo sabrás si no lo intentas —añadió Patricia cuando llegaron a la pequeña casa que tenía no muy lejos de la suya ni del Centro de Salud. Quería estar preparada por si alguien la necesitaba y siempre lo estaba. —Lo pensaré, mamá —prometió él, no por primera vez. River se inclinó para besar su mejilla y Patricia dejó escapar un pequeño suspiro de derrota. —Está bien —dijo ella—. Pero si se presenta la oportunidad, ¿me prometes que la explorarás, hijo? Creo que tu mujer, tu Luna, está ahí fuera, esperándote. Y... tú tampoco te estás haciendo más joven. —¡Tengo veintiséis años! —declaró. Patricia se encogió de hombros. —Yo tenía un niño de tres años cuando tenía tu edad. Solo lo digo. River le sacudió la cabeza y se pasó una mano por el pelo. —Si se presenta la oportunidad, la aprovecharé —prometió, sin preocuparse realmente por eso, porque no podía haber una oportunidad de conocer a una mujer que no existiera. —Es todo lo que puedo pedir —afirmó Patricia con un suspiro soñador antes de darse la vuelta y subir los escalones de su pequeña casa. River se rió de ella y sacudió la cabeza, sabiendo que trataría al cachorro de Allen como si fuera su propio nieto porque deseaba desesperadamente tener bebés en la familia. River se dirigió a su oficina para ocuparse del resto de los asuntos del día, apartando de su cabeza los pensamientos sobre las oportunidades de conocer a Luna, mientras se concentraba en las amenazas de las otras manadas de la zona y en lo que podía hacer para asegurarse de que las alianzas que tenía con cada una de ellas fueran lo más fuertes posible. Tenía suerte de tener a su madre para que se encargara de los asuntos de Luna, porque se necesitaba todo su tiempo y esfuerzo para encargarse de ser el Alfa y eso era lo que mejor sabía hacer. Le había dado a Allen unos días libres para que se quedara con su esposa y su bebé, y le había pedido a uno de los Omegas, un tipo más joven llamado Brett, que lo sustituyera. Cuando abrió la puerta de su despacho, Brett estaba ahí, de pie cerca del escritorio de River, con los brazos cruzados y una expresión seria en el rostro. —¿Qué está pasando? —preguntó River. Brett sacudió la cabeza. —Acabo de recibir noticias de los lobos que patrullan en nuestra frontera norte. Tenemos un problema. River intentó que su rostro no revelara sus emociones, pero eso no era bueno. La frontera norte la compartían con una manada conocida como Lobo Gritón y no recibieron ese nombre por ser unos cobardes. Eran un grupo de locos aullantes cuando querían serlo. Respirando profundamente, se dirigió detrás de su escritorio, tomó asiento y dijo: —Cuéntamelo todo.
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