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Amalita tenía ya edad suficiente para comprender por qué su padre podía olvidar lo que había perdido. En realidad, él ya no era el mismo de antes, el padre que ella había adorado desde que la levantó por primera vez de la cuna. Por bien de él, Amalita y Carolyn trataron de comprender a su madrastra y de simpatizar con ella. Pero era evidente que Yvette no tenía ningún interés en sus dos hijastras. Sólo le preocupaba una cosa: conservar a su padre locamente enamorado de ella. Aceptaba los regalos que él le compraba para expresarle su amor. Pieles, joyas y ropa de todo tipo llegaban de Londres con excesiva frecuencia. Y la francesa parecía querer siempre más, y más todavía. Sir Frederick le ofrecía los regalos como si le estuviera pagando el placer que ella le proporcionaba. Eso, pe