Preludio
—¡Isabella! —gritó al empujar las puertas dobles de roble de la iglesia y dejar sus huellas sangrientas en la madera—. ¡Isabella!
La respiración errática, la sangre goteando de su cabello y mentón, y los ojos acusadores y exaltados, alteraron al sacerdote que estaba arrodillado frente al altar rezando esa mañana. El hombre giró de inmediato ante los gritos y la algarabía, se levantó, llevando consigo sus pies torpes y tropezando con su sotana.
—¿Señor Cavalli? —preguntó con los ojos engrandecidos.
Dante respiró más rápido y arrastró sus zapatos cubiertos de sangre por el pasillo principal. Sus ojos fueron al sacerdote, a su ropa blanca, y el sonido de los disparos lo hicieron cerrar los ojos. Dante llevó sus manos a ambos lados de su cabeza y la apretó con fuerza. Quería aplastar los recuerdos, pero más la quería a ella.
—¡Isabella! —llamó—. ¡Me amarás por sobre todas las cosas!
Dante respiró como un búfalo y cayó de rodillas.
—¡Eres mi esposa! —gritó en un alarido de dolor justo cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y corrieron por sus mejillas manchadas de rojo—. En las buenas y las malas. ¿Lo olvidaste?
El sacerdote se acercó a él. Los hombros de Dante estaban hundidos, y sus manos con las palmas hacia arriba, temblando.
—Hijo mío —susurró el sacerdote—. ¿Qué ocurrió contigo?
Dante revoloteó sus pesadas pestañas oscuras hacia el sacerdote, y una mueca de asco atravesó su boca.
—No me llame hijo —gruñó enojado—. Conozco tus pecados.
Dante miró al cristo crucificado colgando sobre el altar.
—¡Conozco los pecados de todos! —gritó y su garganta ardió—. ¿Estás feliz de convertirme en esto? ¿Ahora si puedo irme al infierno o necesito más sangre en mis manos, hijo de puta?
El sacerdote se estremeció al escucharlo, y se enderezó. Dante miró de nuevo al sacerdote, y una sonrisa tenebrosa llenó su boca.
—Mi madre solía decir que de los arrepentidos era el reino de los cielos, pero yo no me arrepiento de matar por ella —dijo con una mano en su pecho y la sangre destilando de su mentón por el par más de lágrimas que bajaron—. Sé que rompí todos los mandamientos. Pequé al creerle, idolatrarla, y llevaré esto conmigo por siempre, así como usted lleva el pecado en la lengua.
Dante sonrió más grande y miró a Cristo.
—¡Tú me hiciste esto! —gritó señalando la figura de metal con las costillas sobresalientes y la sangre en las manos y pies clavados—. Espero que disfrutaras el espectáculo en tu nombre.
Las rodillas de Dante escocían bajo sus muslos, y miró sus manos. No podía creer lo que hizo por ella, y que no estuviera a su lado. El sacerdote se alejó de Dante cuando llevó su mano al arma en su cintura. Sin apuntar, le disparó al Cristo tantas veces que la figura cayó sobre el altar y se hizo pedazos, tal como él. El sacerdote se cubrió las orejas con las manos y se tiró al piso, mientras la mirada de Dante era de alguien que lo perdió todo.
—¿Por qué no me la regresas? —preguntó y más lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. ¿Por qué me la quitaste?
Los gritos de Dante eran alaridos de dolor, eran súplicas renegadas a un Dios que para él no existía. ¿Por qué un Dios tan bueno como el que adoraban los cristianos, permitía atrocidades?
—Yo soy malo —agregó Dante mirándolo—, pero tú eres peor.
El arma sonó en su mano y Dante se rascó la cabeza al bajarla y sentir que su mundo se caía a pedazos, todo por ese Dios.
—No sé qué mierda me hiciste, ni porque me creaste. Ni siquiera sé si existes, pero si existes —susurró apuntándose a sí mismo a la cabeza y rozando el gatillo con el dedo. La respiración salió por sus labios temblorosos, y Dante suspiró porque todo estaba perdido—. Si existes, perdona nuestros pecados.
Y lo siguiente que se escuchó, fue el disparo seco.